Al cabo de seis sesiones con mi coach, pagadas a precio de oro, ha concluido que yo soy un ser anacrónico, arcaico, un carca en definitiva. “Ni guasap tienes”, me espeta con indisimulado desprecio. “Tienes que reinventarte, Javier”, me dice mientras toma en su mano los cien euros que cobrará este vez por humillarme.
— ¿Y qué hago? —pregunto con resignación.
— Vete a Ruzafa y modernízate un poco, que falta te hace.
Conozco el barrio de Ruzafa: hace veinte años viví en Pintor Salvador Abril, justo enfrente de una finca ocupada por familias gitanas que cantaban y daban palmas en las largas noches de verano, muy cerca de Peris y Valero. Ahora acercarme a Ruzafa me supone un esfuerzo. Vivo lejos. ¡Cómo ha cambiado ese barrio! De zona gobernada por la quinquillería ha pasado a ser escenario favorito de todos los esnobs de Valencia. Esto hace que un hombre como yo, sin especial encanto y poco dado a contagiarse del espíritu de su tiempo, se sienta extraño paseando por sus calles pobladas de gastrobares y tiendas delicatessen, tan incómodo como lo podía estar Paco Martínez Soria en La ciudad no es para mí, o el Papa Francisco siendo entrevistado por Kiko Matamoros en Sálvame.
Pero como desde niño he tenido un carácter sumiso y me gusta cumplir órdenes, hice caso a mi coach y me fui a Ruzafa una tarde de viernes. Después de meditarlo mucho y de dudar entre distintos lugares, me decidí a entrar en Ubik Café, situado en Literato Azorín, un local hermafrodita donde te puedes tomar un té de menta y comprar el último volumen de los diarios del malogrado Ricardo Piglia. Miré a mi alrededor por si mi tosca presencia había sido advertida por alguien, pero la gente no reparó en mí; indiferente a mi llegada, cada cual seguía a lo suyo, charlando, bebiendo, riendo, olvidando tal vez la última tristeza de sus pedestres vidas.
En la mesa de al lado había tres clientes, un chico y dos chicas, atildados veinteañeros, ropa de marca, idioma castellano, acento del Eixample, gente bien, con probabilidad votantes de Ciudadanos. Él lucía una barba pulcra, muy bien recortada, diríase que femenina. Pero no era el único del local. El camarero que me sirvió el gin-tonic también la llevaba. Por curiosidad eché un vistazo al local, a mi derecha y a mi izquierda, y comprobé que todos los hombres, salvo uno que era albino e imberbe, no se habían afeitado en las últimas semanas, acaso meses. Y pensé: si en Ruzafa, la cuna de la modernidad, casi todos los hombres se han dejado barba, lo de afeitarse cada mañana es ya una antigualla. En Ubik Café anticipé el oscuro futuro que le espera a Gillette, el perdedor de esta historia. Los vencedores son esas barberías que proliferan como setas para retocarles los pelos de la cara a todos los modernos españoles.
Si en Ruzafa, la cuna de la modernidad, casi todos los hombres se han dejado barba, lo de afeitarse es ya una antigualla
Sin embargo no hay nada nuevo bajo el sol, tal como nos advierte la Biblia. La historia se rige por un péndulo dramático y chusco. Marco Aurelio, el emperador reflexivo y sensible, puso de moda la barba entre los patricios romanos. Carlos V también la llevó. Luego, ya en el siglo XIX, se estilaban las barbas proletarias a lo Marx o Engels, un tanto descuidadas. Años después, las damas rusas suspiraban por la barba libidinosa, la barba macho de Rasputín, en dura competencia con la espiritual del conde Tolstói. Modelos de barbas nunca faltaron, si bien todas ellas pecaban por exceso o desmesura, no por contención.
Así hemos llegado hasta hoy, a este siglo disparatado. Observad a vuestro alrededor. El jefe del Estado es barbudo como también lo es el presidente esfinge. Son barbas institucionales, encanecidas, barbas de ley y orden, a diferencia de otras con un toque más lúdico y travieso como la que se gasta Sergio Ramos, que ha sido imitada, al igual que sus tatuajes, por la mitad de los futbolistas de Primera División.
Ferrando y Broseta se apuntan a la moda
La enfermedad está más extendida de lo que imaginaba. Si Rafael Ferrando, expresidente de la patronal valenciana, y Bruno Broseta, exalto cargo de la Generalitat, dos hombres a los que se les presuponía una trayectoria intachable, se han dejado de rasurar, como pude apreciar en el reciente homenaje a Felipe González, es que todo está irremediablemente perdido. No nos hallamos ante una situación pasajera, de fácil arreglo, sino ante un mal que se agravará, si Dios no lo remedia, con el paso de los años.
Debo confesar —no sin cierto rubor— que yo también pasé por ese sarampión, pero lo acabé superando. En mi segunda juventud me dejé barba; envejecí cinco años de golpe. Lo hice para reforzar mi lado masculino y activo; buscaba así camelarme a alguna compañera o vecina de la finca. De poco me sirvió, de manera que volví a rasurarme de lunes a sábados dejando los domingos para el descanso de mi tersa piel.
Llevar la cara despejada no me había provocado ningún conflicto de identidad hasta que mi coach me ha pedido que me reinvente. Excuso deciros que él presume de barba perfecta, envidiable, como muy pocas se ven por la calle. ¿Debo hacerle caso y declararle la guerra a Gillette y Wilkinson? Una solución intermedia y no tan agresiva consistiría en dejarme perilla como cualquier malote de una película de serie B. Puede que lo haga, pero no estoy seguro del todo. No conviene precipitarse. Lo más prudente será agotar las cuchillas que me quedan en casa antes de tomar la que será una de las decisiones más difíciles de mi vida.
¿Afeitarse o no afeitarse? Esa es la cuestión.