VALÈNCIA. La conciencia humana, una mutación excesiva para ciertas voces —a las que no les falta razón—, conlleva la perspectiva del yo, y de lo que no soy yo: los otros, la otredad. Ser humano es ser parte de una colectividad que de un modo u otro siempre nos impacta y nos moldea, como esos asteroides o planetoides que chocaron contra la Tierra en formación, y que fueron configurándola tal y como es, incluso puede que a nivel interno, en su núcleo. Es posible que el campo magnético que emerge del núcleo sólido y metálico de nuestro planeta tenga que ver con inconcebibles impactos del pasado: un detalle a escala cósmica, y también un factor indispensable para que las cosas sean como son ahora, para que nosotros seamos de la manera en que somos y estemos haciendo lo que hacemos, en este caso, escribir un artículo, o bien editarlo para publicarlo en un medio, o bien leerlo. El yo es una trampa: deja mucho fuera, pero al mismo tiempo no conocemos otra forma de existir que no sea desde el yo.
Quién sabe si las abejas verán la vida desde los ojos de la colmena: parece inevitable que la individualidad implique un yo, pero no tiene por qué ser así. Los seres humanos somos muy dados a no concebir otra forma de existir que no sea la nuestra. Es cierto que otros seres directamente no conciben, pero uno podría esperar más de una especie como el homo sapiens que en tan poco tiempo ha logrado llevar su mirada hasta aquellos lugares que jamás podremos conocer —por múltiples causas, como por ejemplo, que ya desaparecieron—. Yo, mí, conmigo. ¿Qué otra cosa hay? Hemos desarrollado filosofía al respecto, ficción cinematográfica. ¿Puede ser que solo yo sea, que todo lo demás sean manifestaciones de mi yo único y universal? Algo así como lo divino. Y la más absoluta soledad.
El yo, como decíamos y para colmo, es una construcción que paradójicamente depende en gran medida de los demás. ¿Cómo así? Desde que nacemos hasta que se corta el hilo conversamos, amamos, nos decepcionamos, nos pisan el pie, compartimos risas, nos tocamos, hacemos daño, nos lo hacen, percibimos, comprendemos, admiramos, olvidamos, conocemos. Todo queda registrado, todo nos construye. Es imposible saber quién habríamos sido si solo el mundo hubiese sido un poco distinto, diferente en un matiz, en un detalle. Los detalles son clave: Ia Genberg (IA, inteligente, pero no artificial), periodista y escritora sueca, ha hecho de ellos un bestseller con su novela Los detalles que publica Gatopardo Ediciones con traducción de Gemma Pecharromán Miguel, una novela que le ha valido el Premio August al libro del año en Suecia, y cuya mecánica consiste en cuatro capítulos en los que a través de la narración de la relación con cuatro personas se dibuja una silueta, la de la narradora. Johanna, Niki, Alejandro, Birgitte: cuatro otros para perfilar un yo. Amor, dejarse llevar, asentarse, madurar: otros que son fases de alguien. Otros que son alguien.
Genberg dibuja un paisaje humano en el que probablemente habrá mucho de verdad, y un alto porcentaje de vivencias personales, lo cual es totalmente irrelevante; lo universal de esta historia es la esencia, el planteamiento. Yo soy ellas y ellos. En esta era del individualismo de escaparate a veces se nos olvida que no somos tan originales, que la autenticidad brand new es solo una ilusión. Tenemos que tomarnos un poco menos en serio. Tenemos que aceptar que el yo no es para tanto. Las más nuevas interpretaciones de la física sobre el ser apuntan a una realidad de eventos, en lugar de objetos. Configuraciones que suceden a otras configuraciones: somos más una combinación puntual tras otra que una fórmula inamovible. Por ejemplo:
“Vivíamos muchas vidas dentro de nuestra vida, vidas menores con personas que vienen y van, amistades que desaparecen, niños que crecen, y yo nunca entiendo cuál de mis vidas es el verdadero marco. Cuando tengo fiebre o estoy enamorada todo parece muy obvio, mi «yo» se retira y cede su lugar a una felicidad sin nombre, una plenitud de detalles preservados, inseparables y discernibles, puestos el uno al lado del otro. Después recuerdo ese estado como una bendición. Tal vez esta sea una manera de describir la plenitud: personas que entran y salen de mi cara sin orden ni jerarquía. No hay «principio» ni «final», no hay cronología, solo los instantes y lo que en ellos anida. Y ahora que he empezado a escribir hay una persona a la que no puedo pasar por alto. Birgitte. Antes me imaginaba que la sensación más intensa de estar viva se alcanzaba en el bosque, que tendría que merodear entre los altos pinos para buscarla, quedarme sentada yo sola en un tocón con el sol en los ojos, o contemplar el horizonte desde un promontorio frente al mar, que tenía que perderme entre los elementos silenciosos si quería estar plenamente despierta”. Muchas vidas dentro de nuestra vida. Todo depende del marco desde el que se analice.
Los detalles es una novela que a priori no parece pretender ofrecer un relato especialmente singular, y sin embargo, a medida que uno se adentra en ella, experimenta una disolución del yo en el otro que aligera la carga de ser. Así le ocurre a la protagonista cuando cortando una cebolla es consciente de que una época ha terminado, con todas sus metas y todas sus aspiraciones, y no hay nada malo en ello. Algo acaba y algo empieza, más allá del saber de todo a cien de la autoayuda de azucarillo: eventos, relaciones. Nada dura más de un instante. Lo que hoy era el motor de todo mañana es un recuerdo. Se puede sobrevivir a los recuerdos. Se puede seguir adelante sin pretensiones. Lo crucial reside en los detalles, que son por definición la verdad, la de cada cual, sea eso poco, mucho, o todo.