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el callejero

Luis lleva 30 años como un faro en el Radio City

Foto: KIKE TABERNER
15/09/2024 - 

Los garitos vacíos, sin música ni bebedores, tienen un rollo extraño. Son como actrices sin maquillaje. Como un matador sin traje de luces. Un huevo sin sal. Pero el Radio City, un faro que se mantiene enhiesto en la calle de Santa Teresa, como echándole un pulso a Ca Revolta, justo enfrente, y a todo lo nuevo que viene ahora, tiene su punto. Quizá porque hay mucha historia allí metida. Como ese viejo piano maltrecho que han tenido que sellar para que la gente no deje sus copas encima de las teclas. O ese retrato oscuro y melancólico en el que se ve el pub a través de las ventanas y que recuerda vagamente al famoso cuadro de Edward Hopper. O los carteles variopintos que cuelgan de las paredes, bajo ese techo pintoresco y único en el que un artista dibujó coloridos retratos de la fauna local y guiños misteriosos.

Luis Padilla aparece desde dentro para abrir la persiana. Es como un fantasma de la ópera, pero del Radio City. Ha llegado hasta abajo a través de una escalera interna. Él vive justo encima de la segunda planta baja, la del fondo, la más follonera. La zona donde se eleva el púlpito del DJ, donde reina la oscuridad y donde bailan y se arriman unos a otros. Antes, como en una primera dependencia, todo gira alrededor de una gran barra con forma de u invertida. El lugar de los charlatanes y la gente tranquila.

Esa barra era también el lugar donde se acodaba un cliente que se sentaba solo, pedía una cerveza y permanecía en silencio, pensando en sus cosas, observando, sin molestar a nadie. Las camareras se esforzaban en tratarlo bien y le hacían preguntas a las que él contestaba con monosílabos. Un día, agradecido por el trato, por el cariño que allí encontraba, llegó con ese cuadro de la esquina del Radio City. Todos lo elogiaron y le dieron las gracias. Pero después de eso, el misterioso cliente, que firmaba como Toni Bernad, no volvió a aparecer por allí nunca más. Y ya han pasado 15 años. El cuadro cuelga ahora en un lugar de privilegio y Luis lo mira con ternura. “Si es que reconozco hasta a una de las camareras, Bianca”.

Son las seis y media de la tarde y aún no se ha puesto en marcha el Radio City. Es miércoles, el día dedicado al reggae. Como hay otros para el flamenco o las fabulosas ‘jam session’ de los alumnos de Berklee, esa escuela para superdotados de la música. “Los domingos, este es su patio de recreo”, presume. “El Radio City no cierra nunca”, advierte Luis, que luego se queda pensativo y añade que solo cierra si el 1 de enero cae en lunes. Una rareza que se repite cada siete años.

Paneles con retratos en el techo

Nada más entrar, en un espacio entre las dos puertas, para que no se escape el ruido, el visitante puede levantar la cabeza y descubrir el primer retrato que le espera en el techo. Es el de una mujer, Lupe, amiga de la casa y promotora cultural en la ciudad desde hace años. Luego hay muchos otros repartidos en paneles. Es la obra que le encargó Luis Padilla a Vicente Talens cuando bajaron el techo.

Luis tiene 58 años, luce melena y por el cuello y las mangas de una camisa azul de lino asoman las pulseras y los collares que se trajo de la India, donde colma su parte más espiritual de vez en cuando. De ahí le viene la costumbre de hacer el ‘reiki’ a las botellas y al local para eliminar las malas energías y ponerle buena intención a lo que sirven.

Su vida ha dado muchas vueltas desde que nació en Barcelona. Luego, con cinco años, se mudó a Alicante. A los 11 la familia ya se estableció en València. Luis estudió en los Jesuitas. “Hasta que me tiraron en tercero de BUP. Tiraban a muchos”. Luego, pese a que le iban las bellas artes, siguió el consejo paterno y estudió Ciencias Económicas y Empresariales, una carrera que aborrecía. Al principio se puso a trabajar como comercial, vendiendo maquinaria industrial, hasta que un día, a finales de los 90, su hermano le propuso quedarse con él y otros amigos el Radio City, que nació en los 70 como una zumería.

Luis se resistía a entrar. Le iba bien como comercial y eso suponía complicarse la vida. Hasta que un día, Pedro, un año y medio mayor que él, le planteó que si se estaba gastando el sueldo en fiestas y copas se iba a ahorrar un montón de dinero. “Y ahí me convenció. Me metí de casualidad y ya han pasado 30 años”. Velluters era un barrio degradado. “Cuando llegamos solo había yonkis y putas viejas. Era un desastre. A la gente le daba miedo venir por aquí y fue entonces cuando mi hermano Pedro y otros colegas decidieron quedárselo”.

El problema es que el resto de socios solo quería pasárselo bien y beber gratis. Así que Luis, con conocimientos de economista, tuvo que coger las riendas. Al principio tuvo su público como lugar clandestino donde cerrar las noches. “Durante dos años funcionó como ‘after’. La gente rascaba la persiana con una llave y entraba por debajo. O los hacíamos pasar por una puerta que daba al patio. Fueron dos años muy locos. Al fondo había un billar donde los clientes, en lugar de billar, se jugaba la pasta a los dados. Era todo muy disparatado, pero lo pasamos muy bien”. El Luis más empresario sabía que ese no era un modelo de negocio perdurable. Él luchaba por sacarlo adelante. Madrugaba, fregaba los suelos, iba a comprar… “Yo estaba siempre. Hacía 16 horas al día. Dormía a ratos en un pisito que tenía por aquí”.

Iggy, el mejor DJ

Durante esos años había un cliente, Ignacio, que iba mucho por allí. Se hacía llamar Iggy y le gustaba dar la nota tirándose los ceniceros por la cabeza y otro tipo de extravagancias. Al final insistió, le compró su parte al otro socio y entró con los hermanos Padilla. A la semana siguiente, Luis se fue a dormir, pero no conseguía pegar ojo. Estaba intranquilo. Así que se levantó y volvió al pub. Allí se topó con unas caras extrañas. Le dijeron que había llamado la Policía. Luis cogió el número que le habían dado, echó unas monedas a la cabina que tenían dentro del Radio City y, después de identificarse, preguntó si había un cadáver. “Mi hermano se mató en un accidente de moto”. Así que, de la noche a la mañana, Luis tenía el 75% del negocio e Iggy, el 25% restante.

El garito pegó un vuelco. Luis dejó su otro empleo y se volcó con el bar de copas. Acabó con el ‘after’ y le dio las ‘llaves’ de la cabina a Iggy. “Era un tipo nacido en Australia que estaba loco. Era un personajazo. Pero ha sido el mejor DJ que ha pasado por Radio City. Tenía don de gentes, estaba muy loco y era una bestia en la cabina. Movía a la gente como nadie. Tenía sello propio. Ponía un temazo y se bajaba a bailarlo con el público. Y así, con su música y mi gestión, aquello empezó a funcionar”.

El triunfo llegó poco después, cuando a Luis, un hombre con muchas inquietudes culturales, se le ocurrió hacer un festival de café-teatro. “El éxito fue bestial”. Cuando ya no cabía más gente, una noche, a punto de cerrar, Luis cogió un mazo y empezó a darle golpes a la pared del fondo. Fue el inicio de una reforma con la que ampliaron el bajo. “Al ver lo bien que iba, los locales de la zona me propusieron hacer un circuito de café-teatro, les dije que bien y con el tiempo me dejaron fuera pese a que yo era la cabeza visible y había encontrado el patrocinador que pagaba a los artistas”. Después le dio por los cortometrajes y levantó el género en la ciudad con un festival que llegó a 22 ediciones.

Por el camino, también hubo algún experimento fallido. Como una discoteca en el Carmen llamada The Music Box y la sala El Loco. Cuando esos proyectos empezaron a derrumbarse, Iggy decidió dejarlo. “Tuvo momentos confusos…”. Luego Luis cerró la discoteca y traspasó la sala de conciertos, aunque antes hizo firmar una cláusula al nuevo propietario para que se comprometiera a mantener siempre la palabra loco en el nombre del negocio. “Hice muchas cosas durante esos años. Las primeras contrataciones del Arenal Sound las hicimos aquí también. Me gusta desarrollar el arte y la cultura; generar espacios para que el arte se exprese. Un escalón para que la gente empiece”.

Aunque las fechas le bailan. Luis dice que es desde que murió su hermano. Porque desde ese día dejó de mirar atrás. “Me dolía”. Ahora ya puede hablar de eso. Y lo hace sentado en un extraño sofá esquinero de escay con la firma de Jack Daniel’s en el respaldo. El lugar huele a lo que huelen los antros antes de abrir: a cerrado y perversión. Él ya dejó esa vida para los golfos y sus trabajadores. Su hermana Alicia es la gerente. Y su mujer, Natalia Lozano, la que dirigió el festival de cortometrajes. Él dedica más tiempo al yoga, la meditación y la introspección. Tiene dos hijos de 19 y 16 años de su primera mujer, y una niña de cuatro que cría con Natalia.

Los tiempos han cambiado. Velluters también. Justo al lado hay un edificio de apartamentos turísticos en el que un viajero está colgando unos calzoncillos. Se le ve desde una de las ventanas del Radio City, las que dan a un callejón donde antes la gente meaba y vomitaba, y donde ahora van los guías turísticos a mostrarle a los extranjeros los murales que Natalia ordenó pintar allí a artistas como Xolaka y La Nena. Aunque él mima a los valencianos que siguen yendo a su pub y ordena a los camareros que agasajen especialmente a los clientes autóctonos. Los golfantes más veteranos ya no tienen muchas barras donde refugiarse. La del Negrito, el Café Lisboa, Café La Infanta y, ya sea a ritmo de reggae, de flamenco o de rock, infalible noche tras noche, la del Radio City.

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