Un libro de 600 páginas firmado por el cineasta Stephen Walker se dedica a narrar al detalle las dos horas de vuelo de Gagarin. Un trabajo pormenorizado en el que se descubren múltiples datos sobre un suceso realmente extraordinario, que un país devastado por la II Guerra Mundial lograse ponerse por delante de Estados Unidos en la carrera espacial
VALÈNCIA. Hay datos que son palmarios. La URSS fue arrasada durante la II Guerra Mundial, pero en escasos quince años, después de que eso sucediera, logró llevar un hombre al espacio. Un éxito que superaba al país más desarrollado del mundo en todos los órdenes, Estados Unidos, que para colmo no había tenido que experimentar la guerra sobre su territorio. Fue un gran paso tecnológico para la humanidad, pero sobre todo para la propaganda del comunismo, que en aquellas épocas presentaba triunfos como este y un crecimiento industrial que hacía presagiar un futuro interesante para estos sistemas.
Entre los 50 y los 60 se produjo la conocida carrera espacial entre Estados Unidos y la URSS, que en un principio tuvo a los comunistas por delante. El libro Más allá (Capitán Swing, 2023), de Stephen Walker, el cineasta, es un relato realmente interesante de este periodo porque no se basa solo en la ciencia ni solo en la política, como suele ser habitual, sino que va al detalle de lo ocurrido desde un punto de vista humano y periodístico. El volumen es el resultado de horas de entrevistas y conversaciones que el propio autor pudo mantener con los testigos y supervivientes de la misión que llevó a Gagarin al espacio en 1961.
El autor apunta a una explicación a la superior tecnología soviética. Las bombas nucleares estadounidenses eran ya más sofisticadas y los cohetes que las empujaban eran menores. Las de la URSS, en cambio, todavía tenían un diseño que necesitaba de un empuje mucho más potente. De esas ojivas vinieron las naves espaciales y, en un principio, las soviéticas presentaban como ventaja una mayor adaptación a las nuevas necesidades.
En el relato de la competencia feroz entre las dos potencias destacan muchos contrastes. Para empezar, el del público. Los americanos lo hacían todo con periodistas delante. Sus primeros satélites, que se estrellaron, tenían que enfrentarse no solo al fracaso tecnológico, también a la mofa de la opinión pública. En la URSS todo fue en secreto. Eso también diferenció las clases entre el equipo humano que debía protagonizar la misión.
Los estadounidenses, los Mercury Seven, estuvieron rodeados de glamur y todo tipo de atenciones mediáticas. Mientras tanto, de los Vanguard Six soviéticos no sabían en qué estaban metidos ni en su propia casa. Gagarin no se lo contó ni a su mujer. Habían sido elegidos por su capacidad para soportar aceleraciones brutales sin desmayarse. Pero hubo algo más. Gagarin, en 1941, cuando los nazis invadieron la URSS, llegaron a su pueblo, Klúshino, quemaron la escuela, mataron al ganado y se llevaron por delante veintisiete casas familiares, entre ellas las de la familia Gagarin.
Toda la familia, sus padres y los cuatro hermanos, se tuvieron que construir un refugio en el que vivirían los dos años siguientes, con dos inviernos infernales y al raso. Todavía existe, se trata de un espacio diminuto con dos literas y una mesa. Durante ese periodo, al hermano pequeño del futuro cosmonauta, cuando solo tenía cinco años, un soldado alemán lo ahorcó de un árbol empleando la bufanda del pequeño. No llegó a fallecer, le salvaron su madre y Gagarin in extremis.
Luego, sus otros dos hermanos fueron secuestrados como mano de obra esclava. En estas condiciones espantosas, un piloto soviético fue derribado cerca de su refugio. Después llegó otro avión, que aterrizó ahí mismo, a buscar al superviviente. Cuando se encontraron con el pequeño Gagarin, le dejaron subir a la cabina y enredar dentro de la cabina tocando todos los botones. Desde ese momento, se le metió entre ceja y ceja volar.
No obstante, en el desarrollo de los planes espaciales, los soviéticos habían elegido perros para sus primeros lanzamientos, animales fácilmente adiestrables que pueden permanecer quietos si se les ordena. Los estadounidenses, chimpancés. Una especie más inteligente y cuyos comportamientos no son del todo previsibles. La metáfora, casi literaria, es que el objetivo soviético era la supervivencia y el estadounidense, el pilotaje de las naves.
Este no es un asunto baladí, porque la cápsula de Gagarin no tenía dispositivo de autodestrucción para sí, por lo que fuera, se desviaba su trayectoria y acababa cayendo en territorio estadounidense. Habría aumentado demasiado su peso. Por si eso ocurría, había unos controles manuales, pero estaban bloqueados. Solo se accionaban con una clave que se tenía que transmitir por radio. En principio, la trayectoria estaba definida y la navegación era automática ¿por qué? Porque tal vez, quién sabe, el piloto podría aprovechar el momento para huir de la URSS y desertar. Otro problema interesante fue que hubo una declaración escrita dos semanas antes de su vuelo para hacerla pública el día clave y evitar que fuera detenido como espía si era interceptado. En fin, la Guerra Fría.
Pese a todo, de la experiencia soviética surge un personaje aun más interesante que Gagarin. Se trata de Sergei Koroliov. Veinte años antes de este logro, estaba trabajando en cohetes, pero había sido víctima de una depuración estalinista. Le enviaron a trabajar en una mina en un gulag de Kolyma, en el Extremo Oriente de Rusia. Se cree que se salvó de la muerte porque fue trasladado a un laboratorio dentro del campo de concentración.
De allí salió en 1944 junto a un viejo conocido, el mismo tipo que le había denunciado y que también había corrido su suerte. Ahora sería su jefe en un proyecto de diseño de cohetes estratégicos, previo paso por Alemania para estudiar la V2.
Los misiles que desarrolló fueron los que pusieron sobre la mesa que la URSS podía plantar un misil nuclear en Estados Unidos. Entretanto, se dio cuenta de que un R-7, el primer misil balístico intercontinental, podía servir también para poner en órbita un satélite. De esa idea surgieron el Sputnik, Luna 3 (que fotografió por primera vez la cara oculta del satélite) y Gagarin.
Trabajaba en estos programas con intensidad, llevado por la pasión, pero las secuelas de su paso por el gulag se lo llevaron prematuramente, cuando solo tenía 59 años. No se sabe si una de las causas de su fallecimiento, como sostienen algunas fuentes, vino porque se empeñó en operarle el ministro de Sanidad, Petrovski, sin tener los conocimientos adecuados. En cualquier caso, fue en ese momento, cuando murió, que se hizo pública su identidad y sus logros (en vida se le mantenía en el anonimato para mantener lejos a los espías de él). En 1996, Yeltsin le puso su nombre a una ciudad del distrito de Moscú.