VALÈNCIA. La directora nacida en El Salvador y afincada en México Tatiana Huezo se había movido hasta el momento en el ámbito del cine documental. Sus trabajos servían como vehículo de denuncia para poner de manifiesto la indefensión de la mujer en un entorno lastrado por la violencia y el miedo, normalmente en regiones rurales dominadas por la ley del silencio que imponen los carteles de la droga. No resulta extraño que su primer largometraje de ficción, Noche de fuego, suponga una evolución (y ampliación) consecuente de su obra y que entronque directamente con sus películas Tempestad o Ausencias.
Una madre, Rita (Mayra Batalla) y su hija Ana (Ana Cristina Ordóñez) viven solas en un pueblo dominado por un ambiente de extrañeza. Nadie habla de ello, de lo que pasa, pero las niñas desaparecen de sus casas, los hombres se mantienen alejados trabajando en las montañas y los maestros no se sienten seguros dando clases allí. De vez en cuando, pasan coches negros a toda velocidad y se escuchan gritos lejanos, mientras el único modo de subsistencia es la recolección de opiáceos en los campos de amapolas.
La infancia es complicada en un lugar así, pero Ana y sus amigas, María (Blanca Itzel) y Paula (Camila Gaal), han aprendido a construir su propio espacio de juegos y de complicidades, de imaginación frente a terrible realidad. Su unión es tan grande, que incluso son capaces de leerse la mente si se concentran mucho. No se trata de realismo mágico, sino más bien de una especie de conexión sensorial que Huezo trabaja con mucha delicadeza a la hora de situar a sus personajes en constante vínculo con el espacio que habitan. Sin embargo, ese mismo nexo con el entorno natural también sirve para generar un constante estado de inquietud. Así, durante las noches, madre e hija juegan a adivinar los sonidos que se escuchan y a qué distancia se encuentran, como un recordatorio de que, en cualquier momento, cualquier ruido puede convertirse en amenaza. El ladrido de un perro, un grito aislado, un golpe seco o el motor de un automóvil.
Rita estará siempre alerta. Por eso cavará un agujero en el suelo para esconder a su hija cuando intuya el peligro y, por eso, le cortará el pelo como si fuera un chico para esconder durante el mayor tiempo posible su identidad sexual. De alguna manera, todas las niñas del pueblo, al crecer y pasar a la etapa adolescente, tendrán que renunciar a su feminidad como si se tratara de una condena.
Así, la vida irá transcurriendo y las pequeñas se convertirán en jóvenes. Ana (Marya Membreño), Paula (Alejandra Camacho) y María (Giselle Barrera Sánchez) continuarán con sus mismas dinámicas. Nada ha cambiado en ese pueblo en el que el tiempo parece detenido. Pero el peligro parece encontrarse cada vez más cerca. Las niñas allí no tienen un futuro, no hay nada para ellas en ese territorio que no parece tener alma.
Tatiana Huezo filma a sus protagonistas de una manera profundamente transparente, pero de alguna manera, el simbolismo se cuela a través de sus imágenes casi de forma abstracta y conceptual. Las sensaciones que trasmite la película de angustia dentro de ese exuberante paisaje natural se muestran de una manera muy sutil y subrepticia, pero su constante presencia termina dejando claro que ese idílico entorno supone una trampa. Las mujeres allí se encuentran atrapadas y no saben cómo salir, cómo romper con su destino.
La película se basa libremente en la novela Ladydi de Jennifer Clement (editorial Lumen) y reconstruye ese universo cerrado en sí mismo en el que las mujeres se convierten en las receptoras de la violencia que ejercen con total impunidad los hombres en un entorno en el que no existe ni ley ni esperanza. Huezo se aproxima a esas tres niñas como una tabla de salvación dentro de la inmundicia, nos envuelve con sus alegrías y vacíos cotidianos, y a través de ellas percibimos el daño invisible que genera el miedo.