SOCIOLOGÍA EN LA CAJA REGISTRADORA

Notas al pie del carrito de la compra

En el anverso de la lista de la compra de Navidad hay espacio de sobra para tomar apuntes de la sociología que hay en los pasillos del supermercado

| 24/12/2021 | 6 min, 27 seg

A los Reyes Magos les pido que me traigan una miaja de la prosa limpia de Annie Ernaux. Si son magnánimos, que me reserven también su forma de envejecer, tanto física como literariamente. La autora de El lugar, Los años, Memoria de chica, El acontecimiento y otros tantos libros sencillos e impecables publicó en 2021 Mira las luces, amor mío (editado en España por Cabaret Voltaire). A lo largo de 121 páginas la escritora francesa desarrolla un diario de sus visitas al hipermercado Alcampo del centro comercial de Les Tres-Fontaines, en la región parisina. 

«Ver para escribir, es ver de otra manera», dice Ernaux antes de lanzarse a contemplar la vida que se desarrolla en el establecimiento. Una estampa impresionista, o mejor dicho, naturalista, porque hace valoraciones de las tramas sociales que se dan en el lugar indignándose a ratos, enterneciéndose cuando rememora su primera visita al Alcampo «El recuerdo de mi asombro al entrar por primera vez en el centro a mediados de los años 1970. Vagar protegida de la lluvia y de los coches por los pasillos limpios y luminosos, ensordecidos entonces por una moqueta, entrar a mi aire en boutiques sin puerta, hojear libros en le Temps de vivre, dejar sin miedo que los niños correteen por todas partes. Sentía una secreta excitación por encontrarme en el corazón mismo de una hipermodernidad cuyo fascinante emblema era, para mí, este lugar. Se trataba de algo así como una promoción existencial».  

Para mí, lo único que tienen los supermercados e hipermercados de hipermodernidad —valga la redundancia del prefijo— es el desaliento del eterno segundón, del que va a la zaga en cuanto a tendencias: los mochis cuando ya causan caries; los productos ecológicos envueltos en plásticos, cartones y otros esqueletos de un solo uso; la paella congelada cuando ha sido declarada Bien de Interés Cultural; samosas, pokes —mismo formato que una de esas ensaladas pochas que la gente picotea en la hora de comer del trabajo. O sea: trozos de cosas y una salsa dulzona—, falafel, PVC, polímeros, contiene lácteos (aviso para las personas veganas), aceite de nabina (aceite del colza), envasado en una atmósfera protectora. Same energy que la tía abuela que saca cóctel de gambas o dátiles con bacon.  

Es que tengo que bajar a hacer la compra —la nevera sigue como la dejé— y me viene regular transitar por el supermercado bajo el yugo de los villancicos navideños remozados que suenan por megafonía. Hace una pandemia que dejó de gustarme escoger entre packagings de diseños cuestionables, alimentos de lejanas procedencias y el positivismo exacerbado del tono comunicacional. Sobre todo cuando emplean el posesivo: «Informamos a nuestra clientela de que…». Esto también lo señala Ernaux: «lo que más me irrita (…) es el posesivo “nuestra”, que sustituye al “la” que cabría esperar. Ni yo ni los demás somos propiedad de Alcampo, y aún menos sus socios: su clientela no es la mía, la nuestra. Ese “nuestra” es la típica farsa». 

La fórmula comercial de hipermercado surgió en España en 1973. Las consultoras especializadas en el sector explican que «el incremento del número de aperturas se basó en su grado de competitividad debido a su mayor capacidad de compra y a la eficiencia en costes. Sin embargo, en la década de los noventa el modelo de hipermercado hizo frente a las restricciones introducidas por la Ley de comercio de 1996, que imponía una licencia adicional a las grandes superficies y también a la creciente competencia de supermercados, que contaban con la ventaja de ubicarse más próximos a los consumidores y disponían de un volumen de ventas que también les permitía economías de escala». Por eso para bajar al supermercado solo tengo que trotar tres pisos y salvar 300 metros. 

Venga sí, ya bajo. 

No lo hago en un papel, sino en las notas del móvil, lo de tomar apuntes. Tecleo que la pescadería tiene el hielo más blanco, más brillante. Los pescados humildes —bacaladillas, doradas de piscifactoría, truchas arco iris— se han echado a un lado para dar paso a la pretenciosidad de las fiestas navideñas. Hay crustáceos, bivalvos y cajas de cigalas con semblante iracundo. También brochetas de salmón y rape. Me apena que quien las compre no tenga tiempo para ensartar trozos de pescado en un palo.

La cola es abundante, apretada como una malla de chirlas. 

En la frutería el responsable de la sección me sonríe. Siempre me sonríe y musita un “hola” que contiene el inicio de una conversación. Nunca me ha dicho nada más allá de que si quiero medio melón, me abre el que me guste. 


Al pasar por la esquina de las cervezas, donde está la puerta del almacén, oigo a un grupo de trabajadoras que se ha escondido para mantener lo que parece un intercambio tenso de palabras. Hablan de turnos, critican a un superior, dicen muchos “maris” y “caris”. 

Unos turistas ingleses bucean por el pasillo de los vinos y se llevan el segundo más barato. También llevan una bolsa de Doritos, un bote de Pringles y salsa de queso para dipear. Hay sabores que hacen que te sientas en cualquier parte como en casa. 

Estoy en la cola de la caja. Apoyo en la cinta transportadora mi compra: leche, cervezas, unas papas, un bote de garbanzos, papel higiénico, huevos y derrota. Sé que tengo que comprar algo más para que abrir la nevera no sea la zona de exclusión de Chernobyl, pero el ruido eterno de las conversaciones de WhatsApp no me deja tomar decisiones sobre mi alimentación. Mi selección de productos comparada con la del cliente que me precede es un esperpento. El cliente —varón, de cuarenta y pico años, con pantalón de chándal y camisa a rayas arrugada, parece que se ha vestido con lo que ha encontrado en el suelo, por no bajar a comrpen calzoncillos— compara con la mirada las compras, como haciendo una estimación de lo que va a costar la suya y la mía. 

«El tiempo de espera en la caja es cuando más próximos nos encontramos unos de otros. Observados y observadores, oídos y oyentes. O simplemente captándonos de manera intuitiva, flotante. 

Exponiendo, como en ninguna otra parte de manera tan evidente, nuestra forma de vivir y nuestra cuenta bancaria. Nuestras costumbres alimenticias, nuestros intereses más íntimos (…). Exponiendo nuestros cuerpis, nuestros gestos, nuestra destreza o nuestra torpeza. 

Pero, en el fondo, dándonos igual exponernos puesto que no nos conocen. Y la mayor parte del tiempo tampoco nos hablan. Como si fuera descabellado entablar conversación».  

Al cliente de la compra ingente se le cae un bote de yogur líquido. El contenido sale de su recipiente y mancha la cinta y parte de los víveres. El tipo se ha manchado la camisa. La caja número tres ahora huele a mango, coco y plátano, como si estuviéramos en un sueño tropical, y no es una pesadilla antes de Navidad.

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