No sólo aquí tenemos el defecto de confundir la novedad del cemento acabado de erigir con el progreso. Muchos lugares del mundo han caído en el error de querer mejorar a través de construir nuevas cosas: viviendas, equipamientos o vías férreas.
Nosotros, seducidos por un fetichismo desmedido por la infraestructura, parece que queríamos resolver todos los problemas sociales y facilitar la vida de las personas a golpe de obra civil: aquí una piscina cubierta, allá un centro cultural.
Jane Jacobs, la urbanista más importante de todos los tiempos, escribió en su libro Death and Life of Great American Cities, publicado en 1961 (reeditado en castellano en 2011) que las viejas ideas a veces pueden utilizar edificios nuevos, pero que las nuevas ideas deben usar viejos edificios.
Probablemente se refería al hecho de que las viejas ideas se disfrazan muchas veces de novedad a través del vestido reluciente de la nueva construcción. En cambio, las nuevas ideas, que requieren de espacios accesibles para la experimentación, no pueden competir en la altamente sobrecargada economía de la nueva construcción y se sienten cómodas reinventando aquello ya construido.
Jane Jacobs escribió esto en un periodo desarrollista a nivel urbanístico en los Estados Unidos en el que no se dudaba en demoler barrios enteros para dejar sitio para autopistas y rascacielos. Pero Jane Jacobs podría haber estado hablando también de nuestro país.
En el periodo que precedió a la crisis económica no se prestó demasiada atención a la ciudad construida: a la rehabilitación y a la consolidación. Las grandes zonas de crecimiento fueron expansivas y tuvieron muchas veces forma de un diseño urbano que no reparaba en el contexto. No hay ninguna expansión reciente de ninguna ciudad española que vaya a ser recordada como lo son los distintos ensanches de final del XIX.
Paradójicamente, en Valencia, los centros históricos de la ciudad o los barrios llenos de edificios viejos con una fuerte personalidad propia, protagonizaban ya al final de la crisis un resurgir cultural y emprendedor ligado a su identidad barrial: Benimaclet, Patraix, Russafa, Poblats Marítims, Ciutat Vella, Botànic, u otros más recientes como Sant Marcel·lí.
Estos barrios, resilientes ante situaciones adversas, a los que la política pública no había prestado demasiado atención, son también los espacios que protagonizan los conflictos territoriales más importantes del momento: la gentrificación, la desigualdad, la necesidad de vivienda o los efectos desequilibrados del turismo.
Si pensamos en Valencia de aquí a veinte años no es previsible que cambie demasiado en su forma horizontal y vertical. Si tuviésemos la capacidad de viajar en el tiempo veríamos una ciudad con unas calles y unos edificios muy parecidos a los que vemos ahora: coches moviéndose,viviendas en el altura, comercio en planta baja y calles llenas de vida.
Los cambios más importantes tendrán que ver con la gestión y los usos: muchos vehículos ya no serán en propiedad sino que los compartiremos en sistemas similares al valenbisi, siendo muchos de ellos eléctricos; los materiales con los que rehabilitaremos las casas serán más sostenibles; o deberemos haber sido capaces de diseñar políticas para que las viviendas vacías se llenen con quien necesite un hogar. Más aún, las grandes infraestructuras y cascarones que se quedaron obsoletos demasiado pronto, como los distintos espacios de la Marina de València, deberán estar llenos de innovación y dinamismo.
Las grandes transformaciones que experimentará está ciudad en las próximas décadas no serán ya obras que se puedan inaugurar.