Se estrena ‘Mi amigo el gigante’, la última película del director que mejor encarna el modelo de la industria estadounidense
Puede que el amor esté sobrevalorado (que lo está), pero lo que desde luego está minusvalorado es el odio. Nos educan tratando de inculcarnos que es un sentimiento negativo, como si no formara parte del ser humano. Ocurre algo similar con la intolerancia. Se nos ha enseñado que la intolerancia es insana. Incluso se usa como insulto: “¡Es usted un intolerante!” Pues sí, oiga, soy un intolerante con los racistas, con los homófobos, con los pederastas, con los corruptos… Del mismo modo, de vez en cuando resulta muy sano dar rienda suelta al odio. Si se queda dentro, se enquista, y reprimir la mala leche puede acabar teniendo consecuencias imprevisibles. ¿No dicen que el optimismo es una de las mejores maneras de afrontar la superación de las enfermedades? Pues no sería descabellado pensar que la represión de la inquina pueda conllevar la aparición de algún que otro tumor. Así que hala, a expulsar.
Además, el cine es un receptáculo perfecto para el odio, ya que no tiene efectos secundarios ni daños colaterales. Se escupe rápidamente la película que se nos atraganta y a otra cosa. Porque hay cine que deja indiferente, pero hay otro cine, mucho peor, que tiene la molesta capacidad de irritar y sacar lo peor de nosotros mismos. No es lo mismo ver una película estúpida, destinada a obtener buen rendimiento en taquilla apelando a los bajos instintos del espectador medio (ese al que David Simon dijo, con razón, que le jodieran si no era capaz de seguir The Wire), que toparse con algún sermón moralizante y pretencioso, envuelto en oropeles de autor, que en realidad nos está dando gato por liebre. ¿Y a qué viene todo esto? Pues a que este fin de semana se estrena Mi amigo el gigante (The BFG, 2016), la nueva película de Steven Spielberg, producida por Disney, y se nos antoja (el calor, el verano, ya saben) cometer la osadía de manifestar públicamente nuestra ira contra el relamido, lacrimógeno y sentimentaloide cineasta.
La próxima vez que lean que Spielberg es “el último clásico” del cine americano están ustedes autorizados a salir a la calle con una recortada. En serio. Valdría la pena perder el tiempo en contar las veces que se ha dicho o escrito la frase a propósito de su nuevo estreno. Quizá solo le supere Clint Eastwood, otro ancianito de Hollywood que lleva años sin estar a su mejor nivel. Pero, ya se sabe, “es mejor una peli regulera suya que una buena de…” (rellenen los puntos con el nombre que más les apetezca). Cuñadismo en grado superlativo, amigos. De hecho, se podría hacer un decálogo del cuñadismo spielbergiano. Pero a lo que vamos. La última vez que se dijo lo del clasicismo a propósito del cineasta de Cincinnati fue con El puente de los espías (Bridge of Spies, 2015), su film anterior, prueba de que es un recurso habitual. Pero se confundía clasicismo con sobriedad. O, peor aún: con patriotismo rancio. Al final de la película, la escena en que el bueno de Tom Hanks observa desde un vagón de metro cómo unos niños pueden cruzar una verja libremente en un barrio de Nueva York, en oposición al horror que ha vivido su personaje al asistir al tiroteo de unos pobres diablos que trataban de cruzar otra verja, la que separaba a las dos Alemanias, resume el discurso de la cinta.
Da igual. Minucias. Gran parte de la prensa babea igualmente. Es que las lecturas ideológicas de las películas están demodé, son cosa del pasado, de cuando había izquierdas y derechas, no como ahora. Y es que si hay algo que no se nos puede negar es que si necesitamos un argumento, lo encontramos. Aunque es bastante entretenida, la saga Indiana Jones no es más que un refrito del cine de aventuras del Hollywood clásico (esta vez sí) de los años cuarenta. Sin mayores aportaciones personales. Pero de la mano del genio Spielberg se convierten en una “reescritura del género”, una “reinvención de sus constantes”, una “vuelta de tuerca irónica de sus claves”… Pamplinas. Pocos directores han puesto tan poco de su parte en sus revisiones de personajes o historias preexistentes como el amigo Spielberg. Su Tintin invitaba al bostezo, y La guerra de los mundos (War of the Worlds, 2005) eran un telefilm de gran presupuesto. Lo mismo que Parque Jurásico (Jurassic Park, 1993) y su soporífera secuela.
Otra de cuñado. Spielberg es el rey Midas de Hollywood. Indiscutible. Sus películas amasan dólares con una facilidad pasmosa. Lo cual ni les otorga calidad ni se la quita. Es un hecho que, simplemente, le convierte en baluarte económico de la industria. Pero no siempre fue así. La comedia 1941, dirigida en 1979, cuando ya era el niño prodigio de Hollywood y había arrasado con Encuentros en la tercera fase (Close Encounters of the Third Kind, 1977), fue un estrepitoso fracaso de crítica y público. “Fue la única incursión de Spielberg en un ejercicio de deconstrucción de género y no tardó en saltar a la vista que el director de Tiburón (Jaws, 1975) no servía para eso”, escribió Peter Biskind en Moteros tranquilos, toros salvajes, su disección periodística del Nuevo Hollywood, donde también se recogen unas declaraciones posteriores de Spielberg: “El poder se te sube a la cabeza. Me sentía inmortal después de un éxito de crítica y dos de taquilla”, confesó.
En el mismo libro, Biskind reproduce unas declaraciones del guionista, productor y director John Milius: “Steve no te hacía caso. Nunca te decía: ‘Mira, estás equivocado, tráeme una idea mejor’, como hacía Francis Ford Coppola. Él no, él se iba y hablaba con el otro equipo de guionistas, gente que tú ni siquiera sabías que existía”. El cine es un arte colectivo, y una de las grandes virtudes de un director es rodearse de un grupo humano competente. Spielberg ha obtenido sus mayores logros de ese modo, aunque sea él quien se apunta los tantos. Si le preguntan a cualquier ser humano cuál es la mejor secuencia bélica de la historia, tengan por seguro que citará la apertura de Salvar al soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1998). Un prodigio de habilidades técnicas que deslumbra por su realismo, pero también por su efectismo. Una secuencia que funciona perfectamente como cáscara para cubrir la nada en que después se convierte el film, protagonizado, cómo no, por Tom Hanks. Hay más verdad sobre la guerra en Uno rojo división de choque (The Big Red One, Sam Fuller, 1980) que en toda la filmografía de Spielberg.
En realidad, Spielberg representa lo mejor y lo peor del cine mainstream estadounidense. Solidez industrial, competencia técnica y recursos ilimitados, pero también argumentos previsibles, neurosis patriótica y manipulación sentimental. Su primera tentativa en busca de la lágrima fácil fue El color púrpura (The Color Purple, 1985). Tenía un éxito descomunal, pero hacía cine de género y Spielberg quería convertirse en un director serio. Craso error. Y doble. Primero, por considerar menor el cine de género. Segundo, por meterse en el berenjenal que suponía adaptar a la escritora afroamericana y feminista Alice Walker. El resultado logró poner a todo el mundo de acuerdo: Tanto la comunidad negra como la homosexual rechazaron la película. También la crítica y los académicos, que la nominaron a once Oscars… y no le concedieron ninguno. De hecho, la relación de amor/odio de Spielberg con las preciadas estatuillas daría para otro artículo. La película, paternalista y lacrimógena, fue solo su primer paso hacia temáticas de mayor gravedad. La jugada salió rematadamente mal, pero no aprendió, y la repetiría años después con Amistad (1997), una historia de esclavismo que le reportó una nueva lluvia de collejas por parte de la población afroamericana.
Necesitaba reconocimiento. No le bastaba la gloria de la taquilla. Y no cejó en su empeño de ocupar un lugar en la historia más allá de las cifras récord. Se entiende que quisiera filmar Inteligencia Artificial (Artificial Intelligence: AI, 2001), un proyecto de Stanley Kubrick. Spielberg tenía el dinero, pero buscaba el prestigio. Y tras El color púrpura fueron llegando El imperio del sol (Empire of the Sun, 1987), otra adaptación literaria (de J.G. Ballard); y Always (1989), un indigesto melodrama con angelitos celestiales que provocaba la carcajada involuntaria; pero, sobre todo, La lista de Schindler (Schindler’s List, 1993), con la que se coronó definitivamente. También en los Oscars, que ya se sabe que la comunidad hollywoodiense es mayoritariamente judía. Imre Kertész, ganador del Nobel y superviviente del holocausto, aseguraba que era una película kitsch: “Dicen que Spielberg prestó un gran servicio a la causa por cuanto su película atrajo a los cines a millones de personas, muchas de las cuales no mostraban normalmente interés por el tema del holocausto. Puede ser, ¿pero por qué debo yo, superviviente del holocausto, alegrarme de que sean cada vez más las personas que ven estas experiencias en la pantalla de manera falsificada?”
Quizá el mayor error de su carrera fue, precisamente, tratar de ponerse serio. Porque sus películas realmente valiosas son aquellas en que no buscaba la trascendencia y, sin embargo, lograba hablar de la condición humana con más tino que cuando intenta investirse de prosopopeya. Nunca ha superado la tríada formada por la TV movie El diablo sobre ruedas (Duel, 1971), Loca evasión (The Sugarland Express, 1974) y Tiburón. Tres películas supuestamente menores, de género, que contienen más ideas interesantes que el resto de su pretenciosa filmografía. Y todas con un monstruo en su interior, ya sea en sentido concreto o figurado. Ya adopte la forma de un siniestro camión, de un escualo asesino o de una sociedad desquiciada capaz de ensalzar a sus héroes para ejecutarlos a renglón seguido. ¿Qué tipo de cine hubiera hecho Spielberg de no haber alcanzado el descomunal éxito que obtuvo? Nunca lo sabremos.
Amante de Frank Capra y siempre ansioso por conectar con el público, en sus primeros años Spielberg reconocía abiertamente que tenía la tentación de hacer películas “más profundas”, pero estaba convencido de que “no sabría resolverlas bien”. El tiempo le ha dado la razón, si es que War Horse (2011) es más profunda que Atrápame si puedes (Catch Me if You Can, 2002), pero él no deja de intentarlo, aunque siempre sean sus obras consideradas “menores” las que mejor sabor de boca dejan. Y aunque siempre se le emparente con compañeros de generación como Coppola o George Lucas, en eso también se parece bastante a Eastwood. Ambos, además, han echado la mirada atrás en la historia americana durante sus años de senectud. La mastodóntica Lincoln (2012) en el caso de Spielberg, títulos sobre la Segunda Guerra Mundial o J. Edgar Hoover en el de Clint.
Por supuesto, todo lo expuesto en el presente artículo no son más que irreflexivas opiniones personales, producto de los calores estivales y de ese achaque tan valenciano que es el desfici. Y opiniones, ya se sabe, hay tantas como... Así que mientras que a servidor le puede parecer que Munich (2005) es engolada y artificiosa, hay otros para los que está cerca de ser una obra maestra. Lo mismo que hay quien encuentra entrañable a Robin Williams en Hook (1991), aunque esté más cerca de ser la peor pesadilla de J.M. Barrie hecha celuloide (y no se olviden de Dustin Hoffman). Y así, hasta el infinito, incluyendo al insoportable E.T. (1982) y sus ñoñas monerías en busca, una vez más, de la lágrima (no sorprende que Drew Barrymore se diera a las drogas), o al desnortado Tom Hanks (Hanks, siempre el plasta de Hanks, el americano medio por excelencia, el idiota de Forrest Gump) de la simplona La terminal (The Terminal, 2004). ¿Que le quieren seguir llamando genio? Allá ustedes. Eso sí, cuando se estrene Indiana Jones 5, no vengan a llorar a mi puerta.