BOLONIA. Murió un viernes por la tarde, cuando las facultades cerraban sus puertas, sus portones, sus despachos, y las bibliotecas se vaciaban de estudiantes y bedeles cansados de la primera semana de clases. Cerraban los colegios, los palacios. Se abrían los bares donde hervía la muchedumbre en busca de aperitivos y copas. Alguna luz iluminaría un libro en esta ciudad.
En Bolonia Umberto Eco era un mito más, un orgullo como la medalla de oro de la Resistencia. Y a vivir y a entender de la vida, desde esta ciudad inmensa, siempre viva, y desde todas, nos enseñó el maestro. “Quien no lee tiene solo su vida, y os aseguro que es poquísimo. En cambio nosotros cuando muramos recordaremos haber cruzado el Rubicón con Julio César, haber combatido en Waterloo con Napoleón, haber viajado con Gulliver y haber encontrado enanos y gigantes. Una pequeña compensación para la ausencia de inmortalidad”. En eso consistía su humanismo: en potenciar la vida a través de la cultura.
Intelectual, columnista, ensayista o best-seller, sus páginas se llenaron de filosofía de Santo Tomás de Aquino y de Supermán. De historia y de periodismo. De abadías benedictinas y de redes sociales. Aquí residía su grandeza: haber entendido y haber enseñado que la cultura no era exclusividad de una élite y de unas formas repetidas, que en el espacio público todo texto y toda imagen nos modificaba para siempre, poco a poco, nos creaba una mentalidad colectiva, nos moldeaba como individuos, nos marcaba límites para el conocimiento al tiempo que nos ofrecía placer, emoción, sabiduría. Que nuestro poder estaba en comprender los mecanismos con que escribíamos la realidad.
La semiótica de Eco era la voluntad de entender un mundo que comenzaba a girar cada vez más deprisa.
Menos apocalíptico que integrado, Umberto Eco combinaba la ironía del genio y la serenidad del maestro. Cuando la universidad europea estaba produciendo sus últimas teorías fuertes al calor del posestructuralismo sesentayochista de la Sorbonne y de Michel Foucault, Roland Barthes, Julia Kristeva, Lacan, Deleuze o Lévi-Strauss, la universidad norteamericana estaba planteando las bases de los Cultural Studies, postulando que la teoría del discurso y la crítica del poder no se sostenían en una universidad tradicionalista. Desde la Università di Bologna Umberto Eco fue uno de los primeros pensadores en entender el cambio y ensanchar la perspectiva de estudio en el campo de las Humanidades.
Su pensamiento acompañó el devenir del mundo como un salvavidas interpretativo. Crítico con la cultura de los simulacros en la que las mentiras de los medios de comunicación se convierten en dolorosa verdad social, en que la virtualización del mundo propone una realidad más real que la física, su capacidad de intervención en el ámbito público era indiscutible.
Y a la altura de los sabios, defendió tanto la excelencia de los estudios humanísticos (llegó a fundar en Bolonia la selecta Scuola Superiore di Studi Umanistici) como su aplicación en el devenir cotidiano. Por eso no dudó en alzar la voz de los dignos cuando toda Italia descubrió (y consintió) la prostitución de la vida pública bajo el mandato del berlusconismo.
Para entonces hacía ya varias décadas que el filósofo había alcanzado la categoría de patrimonial. Un punto de luz en tiempos de incertidumbre y de bajeza europea.
Una de sus últimas apariciones públicas se produjo en la Exposición Universal de Milán, ante los ministros de cultura de la Unión Europea. Su intervención fue el último acto de lucha por el papel de las Humanidades en el mundo. “Alguno podría preguntarse por qué reunir a los ministros de cultura para discutir sobre los problemas de los pueblos, si los problemas de una sociedad global son el terrorismo, las guerras, los problemas económicos que hunden países enteros, el hambre o el cambio climático”, comenzaba su exposición.
Con la cultura non si mangia. Con la cultura no se come, decía Eco, repitiendo las palabras de uno de los más fanáticos ministros de Silvio Berlusconi, Giulio Tremonti, en lo sucesivos gabinetes de Il Cavaliere durante los años noventa y dos mil. Frente a la vulgaridad del mal, Eco defendía con serenidad que estas acusaciones no tenían sentido. Y hablaba del Louvre, de la Galleria degli Uffizi, del MOMA, pero también de las Pirámides o las estatuas de la isla de Pascua.
Sin embargo, el barro será siempre barro. Por eso pronto abandonaba el discurso económico y las pullas políticas para ascender hacia lo verdaderamente trascendente: “el mundo siempre ha estado atravesado de incomprensiones culturales”. La censura, el escándalo o el rechazo de las élites han sido siempre reacciones del poder frente a una realidad diversa.
Desde su lógica, la cultura no sería otra cosa sino el intento de entendernos para no matarnos. Eco recuerda: el gran desafío global ha sido siempre el contacto entre pueblos y en la eterna diáspora humana lo será cada vez más.
“Habría que preguntarse si muchos fanáticos que pondrían una bomba en las naves de Notre-Dame han tenido realmente la posibilidad de observar Notre-Dame y de entender lo que representa, o si se han visto obligados a pasar por delante de ella como símbolo de una sociedad que los confinaba a su barrio de chabolas”. La cultura, como elemento de conocimiento recíproco entre sociedades, es uno de los elementos que pueden salvar el mundo. Por eso Notre Dame es más que un espacio o un monumento, es un conjunto de significados diversos que hay que entender y hay que controlar.
Su legado, la prolongación de su pensamiento y de su palabra, la defensa de este humanismo en otros hombres y en otras mujeres va a servir de código y consigna para descifrar los signos de una nueva realidad. Esos nuevos tiempos, en cambio, deberemos afrontarlos ya sin los maestros.