El actual ‘boom’ de ilustradoras no ha venido precedido por una mayor visibilidad de las autoras que iniciaron el camino en las historietas publicadas en las décadas de los cincuenta y sesenta
VALÈNCIA.- La preparación del proyecto de exposición Ocultas e ilustradas para el espacio cultural La Nau de la Universitat de València (2019) supuso el inicio de un interrogante que fue creciendo a cada paso que daban Melani Lleonart y Cristina Chumillas, responsables de la muestra junto al diseñador MacDiego. La exposición buscaba reunir y visibilizar el trabajo de las mujeres ilustradoras en la Comunitat Valenciana.
Para Cristina Chumillas, una duda inicial se transformó poco a poco en sucesivos interrogantes: «Durante la preparación de la exposición nos preguntábamos por qué se daba este boom de ilustradoras en el contexto actual y si esto se había dado anteriormente». El propio catálogo de la muestra rebuscaba en el pasado para resolver la interrogante. Pero ¿cuánto tiempo atrás? Para Chumillas, el momento de vacío llega «antes de Ana Juan y Ana Miralles, referentes femeninos en la ilustración valenciana que comenzaron su trayectoria a mediados de la década de los ochenta». A la hora de confeccionar el catálogo se abrieron nuevas dudas, ya que no existía un soporte o libro que pudiera ser consultado. «Intentamos reproducir en el catálogo todas las obras expuestas. De este modo, el catálogo de la exposición se convirtió además en un libro de consulta sobre las ilustradoras olvidadas».
Pedro Porcel, uno de los mayores expertos sobre historieta en nuestro país, es una de las voces más autorizadas a la hora de explicar la evolución del papel de la mujer en el tebeo. Para Porcel es necesario entender la Guerra Civil española como un paréntesis en la relación entre mujeres e ilustración. «En la década de los años veinte surge BB (1917), el primer tebeo para niñas, una suerte de hermana del popular TBO, aunque todos sus autores eran masculinos». Posteriormente, la revista Pipo y Pipa, durante los años treinta, alcanza una gran tirada, y es en estos años cuando ya aparecen nombres destacados en la ilustración infantil, como Piti Bartolozzi (hija de Salvador Bartolozzi, editorial Calleja) o Manuela Ballester, pareja del muralista Josep Renau.
«Son tebeos de mujeres y para mujeres, pero en absoluto feministas. La mujer necesita un hombre a su lado y el objetivo final siempre es el mismo: boda, hogar e hijos», apunta el historiador Pedro Porcel
En Barcelona destaca en los años treinta Mercè Llimona, autora de ilustraciones de cuentos «con una calidad artística muy superior a la habitual», en palabras de Porcel. Con el comienzo de la Guerra Civil, Llimona marcha a San Sebastián, donde colabora en Flechas y Pelayos y posteriormente en Mis Chicas (1941), una revista promovida por Consuelo Gil, la editora de mayor importancia durante la década de los cuarenta, años en los que también surge Florita. Gil editaba en paralelo la versión masculina, Chicos (1938), que es incautada por la Falange. En opinión de Porcel, Mis Chicas no ofrecía una ideología marcada en exceso y la presencia de mujeres ilustradoras posibilitó que, entre sus contenidos, se publicaran biografías de mujeres destacadas en los campos de la Ciencia o la Literatura, entre otros.
Otro de los expertos consultados es Álvaro Pons, divulgador y crítico de tebeos, quien coincide con Porcel en el seguidismo ideológico que reproducen las historietas para acomodarse a la moral de la sociedad y evitar cualquier incomodidad en sus lectores. Para Pons, hasta finales de los cincuenta no se produce una revisión profunda de los contenidos de la historieta: «La censura no entraba en los contenidos. Se trataba de un tijeretazo estético. Se preocupaban más por la longitud de las faldas».
Para Pons, en los tebeos de chicas existía una doble censura: «la del régimen y la de la sociedad». Las historietas se convertían en correas de transmisión de la moral imperante, «un modo más de aleccionamiento a la mujer para convertirla en buena esposa y madre abnegada». Por el contrario, en casos como DDT o Pulgarcito, la censura entra de lleno, ya que en sus páginas encontramos la única crítica social del momento.
Tras el paréntesis que supuso la Guerra Civil, Valencia se convierte, junto con Barcelona, en el epicentro de la historieta en España gracias a las publicaciones de editorial Maga (colección Lirio) o la Editorial Valenciana con verdaderos hits como Roberto Alcázar y Pedrín o El Guerrero del Antifaz.
En cuanto a los tebeos dirigidos a una audiencia femenina, destaca Claro de Luna y Azucena (1946), la colección más popular, con tiradas de más de cien mil ejemplares. Azucena es el vehículo para el lucimiento de la ilustradora Rosa Garcerán, cuyo trazo es imitado hasta la saciedad. Su temática es romántica, influida por el éxito de las radionovelas, y funciona como contrapartida de los tebeos de aventuras.
Asimismo, las mujeres encuentran un hueco en el mundo de la ilustración gracias a su progresiva incorporación a la revista Cascabel (1954) —versión valenciana de Azucena—, que prolongaron el género de cuento de hadas hasta bien entrados los años sesenta.
De forma paralela, la misma Editorial Valenciana ya andaba publicando Mariló, dirigida a un mercado femenino, donde se comienzan a mostrar elementos propios del cine estadounidense como las casas con electrodomésticos o los novios-modelo a bordo de un descapotable.
Para Álvaro Pons, en los tebeos de chicas existía una doble censura: «la del régimen y la de la sociedad. Las historietas se convertían en correas de transmisión de la moral imperante»
Pese a que es gracias a estas revistas editadas por Valenciana cuando se produce un mayor acceso de la mujer al sector de la ilustración, sus condiciones y productividad se encuentran muy alejadas de las de sus colegas masculinos. «El promedio de trabajo de las autoras —señala Porcel— era mucho más bajo que el de los dibujantes masculinos». La trayectoria de las ilustradoras era «breve y escasa», ya que las presiones de la sociedad de la época —los maridos y su propia familia— provocaban que las autoras abandonaran pronto su trabajo con vistas al matrimonio, las tareas del hogar y la crianza de los hijos. Porcel apunta que «este era un factor importante de cara al olvido, y otro es que en muchas ocasiones firmaban con pseudónimos e incluso a nombre del marido, por lo que en ocasiones es muy complicado atribuir una clara autoría».
Pese a ello, podemos citar autoras como Pilar Sanchis, María Ángeles Monleón, María Teresa Alzamora —casada con el también dibujante José González—, Consuelo Arizmendi o Pilar Mir. Mir comienza su andadura en la historieta en los años 1955-1956 hasta finalizar con el cierre de Pumby en 1979-1980. Algunas de ellas aparecen reflejadas en una página de enero de 1960 de Levante-EMV, que merece calificarse como histórica.
Pese a la incorporación progresiva de las mujeres, los contenidos de las historietas no difieren en demasía a los publicados en años anteriores. De los cuentos de hadas en los que apuestos príncipes a lomos de un corcel rescatan a princesas en apuros, las nuevas publicaciones elaboradas por sellos como Editorial Valenciana transmutan las princesas en secretarias y los príncipes en médicos, abogados e ingenieros. El esquema es siempre similar: chica humilde se enamora de profesional liberal que la sacará del mundo laboral para ofrecerle una vida envidiable. Una vida entre las paredes del hogar. «Son tebeos de mujeres y para mujeres, pero en absoluto feministas. La mujer necesita un hombre a su lado y el objetivo final siempre es el mismo: boda, hogar e hijos», apunta Pedro Porcel. Álvaro Pons añade un ejemplo: la historieta Mary Noticias (1962-1971), con dibujo de Carme Barbarà. El tebeo está protagonizado por una intrépida reportera cuyo fin de la historieta es cuando esta pasa por la vicaría.
La realidad de estas ilustradoras, más allá de la viñeta, es confirmada por Rubén Fernández Arizmendi, hijo mediano de Consuelo Arizmendi: «Mi madre dejó el trabajo al quedarse embarazada de mi hermana mayor por la presión social y familiar. Nunca conocimos su faceta de ilustradora profesional. Su carrera fue muy breve porque abandonó la historieta antes de cumplir los treinta años». En su corta andadura profesional, Arizmendi pasó de Editorial Valenciana a la agencia Sucro, donde realizó encargos de ilustración publicitaria, además de historietas cortas para algunos diarios.
«Mi madre por un lado tenía la satisfacción de haber formado una familia —recuerda Rubén—, pero por otra parte creo que tenía la espina clavada de no haber podido desarrollar su actividad profesional». Como botón de muestra del día a día de las ilustradoras, Rubén pone el ejemplo de una colega de Consuelo en la agencia Sucro: «que nunca pisó la oficina. Era su novio quien entregaba los originales y recogía los cheques».
Tras la generación de ilustradoras coetánea a Editorial Valenciana, el boom del cómic adulto a caballo entre los setenta y ochenta —con los lanzamientos de cabeceras míticas como Tótem, Zona 84, Cairo, Címoc o El Víbora— no se traduce en una nueva incorporación masiva de ilustradoras, salvando casos como Laura Pérez Vernetti en esta última cabecera. Álvaro Pons remarca el oasis que supone la publicación de cómics como Viví o Esther. «El Esther de Purita Campos es una locura de ventas, pero debemos tener en cuenta que son tebeos que se producen con vistas a su publicación en el Reino Unido. Son realmente aperturistas y se veían como muy liberales, pero porque estaban dirigidos a un público de la Inglaterra de los setenta, a años luz de los lectores españoles», apunta.
La llegada de la bautizada como la Escuela Valenciana (Calatayud, Sento, Micharmut, Daniel Torres, Beltrán, etc.) tiene como curiosidad que no encontramos autoras femeninas y habrá que esperar a una nueva generación, encabezada por Ana Miralles y Ana Juan, influenciadas por los autores de esta corriente, para hablar de una entrada progresiva de autoras en la escena de la historieta valenciana.
Hoy en día, el panorama ha cambiado radicalmente y en la escena del cómic y la ilustración las mujeres tienen un peso decisivo, tanto en calidad como en cantidad. Paula Bonet, Cristina Durán, Nuria Tamarit, Carla Fuentes, María Herreros, Ana Penyas, Malota o Laura Pérez, entre muchas otras, han conseguido gracias a su talento un grado mucho mayor de visibilidad que sus antecesoras, a quienes es necesario recordar y descubrir.
El último ejemplo de la reivindicación de las mujeres ilustradoras es muy reciente. Por un lado está su reivindicación como autoras, como ocurrió con el cartel del Salón del Cómic de Valencia encargado a Durán. A esto se suma que, el del Salón Cómic Barcelona (se celebra a principios de mayo) presentaba el cartel conmemorativo de su cuarenta aniversario. La autora, Carla Berrocal, ha concebido la imagen como un puente generacional entre aquellas ilustradoras a las que distintas iniciativas intentan sacar del ostracismo y las actuales profesionales, que han recogido su testigo.
* Este artículo se publicó íntegramente en el número 90 (abril 2022) de la revista Plaza