El nuevo libro de relatos del autor en Impedimenta es en efecto, como la segunda parte de su título indica, un tríptico en el que el esquema triangular del silencio y la ruina muda de forma pero no de fondo
VALÈNCIA. En un pasaje de una conocida historia de viajes en el tiempo, los protagonistas aterrizan en plena Edad Media y quedan asombrados por un factor que no se suele tener en cuenta en estas narraciones siempre llenas de castillos con vistosos pendones, crueldades más o menos realistas y aguerridos guerreros: lo que asombra a estos viajeros del multiverso crichtonianos es la ausencia total de interferencias del ruido, o lo que es lo mismo, el silencio que más que oírse se respira y por el que uno puede suspirar si se encuentra en las catedrales a la cacofonía que son nuestras vidas del siglo veintiuno en gran parte del mundo. En todo momento somos víctimas de un hilo musical de fondo compuesto por voces, tráfico de vehículos, máquinas de obra, electrodomésticos, ladridos, pitidos, portazos, emisiones, tonos de llamada, notificaciones, vibraciones de origen incierto, muebles que se arrastran, y desde hace un tiempo para acá, móviles que emiten música non stop durante el paseo del dueño o la dueña de turno, que avanza con la mirada fija en el frente haciendo gala de un rictus de satisfacción o de la rigidez característica de la inseguridad en los casos más forzados, donde la agresión sonora surge de un modo menos natural por culpa de algo de educación residual adolescente.
El ruido es una plaga peor que las langostas: en muchos casos nos obliga a situaciones tan anómalas como cubrirnos los oídos con cascos para escuchar sonido ambiente de poca calidad para poder aislarnos en el trabajo o en un espacio público antaño silencioso como una biblioteca. No se salva nada: ni el cine, ni el teatro. El ruidoso se enorgullece de su impúdica amplificación, y un coro de secuaces le sirve de eco. Con este panorama, se llega a fantasear con silencios fatales como los de las cámaras anecoicas, con silencios gélidos antárticos y hasta con el silencio del espacio, ese que tan bien refleja Gravity o del que advertían en Alien, el octavo pasajero, con aquello de que “en el silencio nadie puede oír tus gritos”. Bendito espacio. Algo tiene que estar sucediendo con el ruido -el ruido como interferencia entendida en todas sus dimensiones- para que la semana pasada estuviésemos hablando por aquí sobre un náufrago y hoy vayamos a hacerlo sobre lo último de Jon Bilbao en Impedimenta, El silencio y los crujidos. Tríptico de la soledad. También hablábamos de la soledad la semana pasada y lo haremos esta porque la soledad, aunque desde luego no es antagónica al ruido, muchas veces facilita la penetración del silencio.
El tríptico de Bilbao arranca con una columna y con el estilita que la habita, un hombre piadoso que desde sus privaciones voluntarias aspira a evaporarse en forma de oraciones y así entregarse al padre celestial. En este primer relato se disponen ya tres figuras que irán atravesando distintas épocas y en todas ellas mudarán de forma pero no de rol. El estilita Juan vivirá en una columna que rondará la chica Una, merodeadora divina; el biólogo Juan ascenderá en helicóptero a un prodigioso tepuy venezolano en el cual naufragará y su vida se retorcerá con la de la anaconda Una, la serpiente humana; el millonario Juan se recluirá en su torre de Menorca para rodearse de la nada, a excepción de Una, la mujer enigma con la cara surcada de cicatrices cuya identidad solo es una sospecha en la mente del lector. La cara de la última Una, las grietas en la columna inicial, los pasadizos trazados en el tepuy que recuerdan a la destrucción discreta pero constante de las termitas; todo cruje en los relatos de Jon Bilbao, el silencio de sus personajes se asienta sobre un mapa de inconsistencias de baja frecuencia que lo convertirá todo, una vez más, en nada. Y cuando no haya nada, entonces habrá el silencio. “Hubo un tiempo, antes de ir a Venezuela, en que Juan creyó que para él el silencio era una necesidad física, como si en su interior existiera un sistema de distribución, similar a la red arterial, que repartía el silencio por todo su cuerpo, ramificándose para llegar hasta el último rincón”, se dice de uno de sus protagonistas.
El silencio y los crujidos es un libro factor cincuenta en el que podremos refugiarnos este verano cuando el