Dicen que a medida que te haces mayor, tus defectos se agravan. Resaltan más, engordan, al tiempo que tus virtudes parecen adelgazar o desvanecerse. Será por esto, que es más una teoría, plausible, pero teoría más que estudio aprobado, que a mis cincuenta años, lo que antes me molestaba del prójimo ahora me enoja, me revienta, me explota.
Empecé a darme cuenta de mi nuevo estatus emocional un martes. Una mañana en la que el cielo mostraba el esbozo de un día espléndido y, acompañado por mi perro, observé cómo metros más adelante, un señor dejaba los excrementos de su can por recoger. Los exabruptos (en voz baja) brotaron de mis cuerdas vocales. «Pedazo de cerdo» fue quizá el más suave de ellos. Sí. En voz baja y rápidamente. Por miedo a que me escuchara o deseando que lo hiciera, pero no tanto. Porque el señor en cuestión parecía medir más que yo, portaba dos brazos de dimensiones considerables y, aunque hubiera sido bajito y rechoncho, tampoco me habría atrevido a recriminarle su incívica actitud. ¿Por qué? Pues porque ahora, hoy en día, dirigirte hacia cualquier ser humano para, cortésmente, indicarle que lo apropiado es recoger con bolsita lo que su perro ha dejado, puede acabar en una nariz rota, la mía, sin duda, porque, además de no creer en la violencia, soy más bien retraído en esa clase de valentía. Hay mucho individuo que, por vaya usted a saber las razones, la casuística es muy grande, no tolera esa clase de indicaciones y se agarra a la violencia como modelo conductual. Es triste que no podamos hacer indicaciones de este tipo. Puede que sea un fallo mío, pero no me atrevo. No lo hago. Ni cuando ayer, vi a una joven aposentar sus pezuñas envueltas en botas en el apoyabrazos de una silla de una terraza. Escena vista en más de una ocasión en el autobús que, de vez en cuando, atrapo para ir al centro.
Aunque normalmente voy andando. A veces, un ratito a pie y otro caminando. Es entonces cuando me exaspero. Chicles volando de las bocas de los que dicen ser seres humanos, cigarros cayéndose de las manos de los fumadores y fumadoras, mierdas de perros pateadas, papeles de toda índole y demás joyas, cortesía de gorrinas y gorrinos sobre los que no puedes más que sentir pena o rabia, depende de cuál sea tu nivel de supuesta superioridad moral.
Esa que te impide comprender cómo es posible que al entrar en un sitio, al horno, por ejemplo, esa persona de mediana edad sea incapaz de saludar, aunque fuera con timidez y susurrándolo para sus adentros, o de dar las gracias a quien le acaba de envolver sus tres milhojas recién hechas, el pan y dos cruasanes, pedido, por cierto, realizado en tres fases, generando una cola de calado, aunque ese sea otro debate. Gracias. No es tan complicado, no es tan difícil. Y lo que les sorprenderá a todos aquellos que no las dan es que es gratis. Ser respetuoso, cortés, amable y educado es, habitualmente, gratuito. Y, por lo general, produce satisfacción personal.
Sin haber hecho un sesudo estudio de campo, tengo la percepción y, puede, que la esperanza, de que la mayoría de las personas, al menos, con las que me cruzo, gozan de cierto nivel de respeto. En mayor o menor medida, pero tienen algo de saber estar. Ya saben aquello de que puedes llegar a saber cómo es una persona por su trato a un profesional de la hostelería, pues bien, por lo general, veo a gente más empática que irrespetuosa o altanera.
No obstante, me temo que la minoría grosera, incívica e intolerante ha crecido bastante con el paso de los años. Desconozco, y no quiero entrar en ello, si tiene que ver, por ejemplo, con la ligereza de los progenitores, y demás modelos que existen, a la hora de enseñar unos principios básicos a quienes tienen bajo su responsabilidad. Algunos ejemplos cercanos tengo. De conocidas y conocidos que, por alguna suerte de pretender alejarse de la educación que recibieron, se decantan por la laxitud como método para con su prole. Desconozco si es que la gente está hasta las amígdalas de la vida que le ha tocado vivir y no está para gilipolleces que servidor considera importantes, porque, seguramente, ese es el mayor de mis problemas y bendito sea si lo es.
Puede que sea una mezcolanza de tantas situaciones. Salud mental, herencia emocional recibida, herencia vital endosada. Qué sé yo. Pero qué rabia me da cuando entras en un bar y solo hay un par de moradores en una mesa y dices un empático «buenas» sin recibir respuesta a cambio. Por eso, cuando el otro día hacía tiempo esperando para una reunión agazapándome en un café cortado con poca leche y entró un joven, de unos treinta años, y soltó un «buenos días», me di cuenta, como aseguraba antes, que hay más de los míos que de los adversarios. Pero no hacemos tanto ruido. Mira, como en política. Hay buenos, pero no sobresalen.

* Este artículo se publicó originalmente en el número 123 (febrero 2025) de la revista Plaza