La pasada temporada ganó la Eurocup y alcanzó la final de la Liga y la Copa, pero Rubén Burgos sigue quitándose el mérito. Se considera un empleado del Valencia Basket que lleva al equipo femenino, y que mañana aceptaría dirigir al cadete sin rechistar. Fue un gregario como jugador y es el entrenador con menos ínfulas del baloncesto español
VALÈNCIA.- Cuando empiezan las vacaciones, Rubén Burgos recupera la bicicleta para moverse por València. Pero en cuanto acaban y vuelve la rutina, la presión y la angustia de un entrenador obligado a ganar cada partido le agobia, la suelta y recupera el coche. Así es la vida de este entrenador de baloncesto. Uno que lleva en progreso desde hace cuatro años, cuando cogió el Valencia Basket y lo ascendió a la Liga Endesa. Este año ha disputado las tres finales de los torneos que ha jugado: ganó la Eurocup y perdió la Copa de la Reina y el desenlace de la Liga.
Rubén Burgos, a pesar de tantos éxitos, tiene el ego a buen recaudo. Este valenciano de 42 años repite a quien le quiere escuchar que él solo es un empleado más del club y que hoy está con el primer equipo pero que mañana podría estar con el júnior o el cadete y no habría ningún problema. Su vida, de hecho, no cambiaría. Seguiría con su bici XL para un tipo de dos metros, su coche modesto y el piso de siempre en Cortes Valencianas donde le gusta bajarse a tomar unas cervezas con los amigos.
‘Rulo’, el apodo de jugador que ya muy pocos conocen, es un tipo ordinario haciendo cosas extraordinarias. Un hombre que creció en Ribarroja dentro de una familia corriente. Su padre trabajaba en la construcción y su madre estaba empleada en talleres de costura, así que era la abuela quien iba al colegio a recogerles, a él y a su hermano Miguel. Rubén era un buen estudiante que no encontraba problemas para ir pasando de curso. «Nunca fue un superesfuerzo llevar todo al día y sacar buenas notas».
De niño fue el típico chaval con facilidad para los deportes. Hasta que don Tomás le cogió un día y le soltó: «Mira, Rubén, eres más grande que los demás. Apuesta un poco por esto, ven a entrenar con nosotros». Así que el más alto de la clase empezó a ir alguna tarde a las canastas. Allí se sintió más válido que con el balón en los pies y ya se quedó. Décadas después, a veces se encuentran por la calle, en Ribarroja, y el entrenador percibe el orgullo en los ojos de este hombre que supo encauzarlo hacia el baloncesto. «También tengo buen recuerdo de otros entrenadores. El primero que tuve en el Valencia Basket, en alevines, fue Esteban Albert, así que imagínate si mantengo el contacto con él o no…», comenta sobre quien ahora es su jefe, el responsable del femenino en el club.
Ahí, con su entrada en el Valencia Basket, se avivó el amor por el baloncesto porque en casa de los Burgos eran futboleros: «Mi padre era más del Valencia CF, pero a mí me gustaba ver a los que ganaban y en esa época veía la Copa de Europa y al Real Madrid de la quinta del Buitre». Durante esos años, Isma Cantó era el jefe de la cantera del club y quiso probar a los hermanos Burgos. «Mi hermano llegó a jugar unos años en el Llíria y yo empecé con los equipos de pequeños del Valencia Basket. Entonces no había redes sociales y todo funcionaba a base de ‘‘me suena que hay un chaval grande en Ribarroja’’, ‘‘pues llámalo y que venga a probar’’. Eran otros tiempos».
El baloncesto le enganchó. Y en un año la habitación empezó a llenarse de pósters de ‘Magic’ Johnson y Michael Jordan. Su altura y su carácter le ayudaron a progresar en los equipos de formación. «No era el tío más extrovertido del mundo, pero tampoco era tímido. Sí que es verdad que siempre jugué en equipos de chavales mayores que yo y me gustaba fijarme en ellos para aprender. Pero no solo de baloncesto; de la vida. Estaba muy receptivo a todo. Creo que ayuda el hecho de que tengas un buen rendimiento deportivo. Porque entonces los compañeros, aunque seas más pequeño, te respetan. Y luego yo creo que era buen tío. Me solía llevar bien con todos, aunque siempre había dos o tres más cercanos que hoy siguen siendo de mis mejores amigos».
Rubén Burgos fue escalando en la cantera del club hasta que llegó un día, siendo todavía júnior, que Miki Vukovic le hizo debutar en el primer equipo. A él, como a otros jugadores valencianos, le vino bien el descenso del Pamesa a la Liga EBA porque les abrió una puerta: «En aquel momento tenía dos entrenadores. Paco Olmos —años después llevaría al primer equipo a su primera final de la Liga ACB y a ganar la Copa ULEB—, que te enseñaba en la cantera a ser profesional y cómo iba esto de verdad; y Miki Vukovic, que era una pasada, lo controlaba todo. Entonces yo ya había dejado el pueblo y compartía un piso con (José Luis) Maluenda. Miki controlaba nuestros hábitos, nuestro estilo de vida y ahí ya tenía buenos referentes en el equipo, como Víctor Luengo, César Alonso, Nacho Rodilla, Berni Álvarez… Esas eran las personas y los jugadores a los que yo me quería parecer».
Maluenda y Burgos compartieron ese piso de Malilla los tres años que fueron los más jóvenes del equipo. A mediodía se iban a comer —muchas veces con los jugadores del primer equipo— al bar Amparo. «Los dueños del bar eran tu familia en València. El tío Pepe y la tía Amparo nos adoraban, venían a vernos a los partidos y se preocupaban por ti como nadie. Mi familia estaba cerca, pero tenía la tranquilidad de que nos cuidaban muy bien en el bar Amparo, que, curiosamente, ha cambiado de dueños y ahora lo llevan unos chinos, pero la decoración sigue idéntica y ahí están nuestras fotos colgadas de las paredes. Alguna mañana voy a tomar un café y el que me lo pone no tiene ni idea de que yo estoy en una de las fotos y de que pasaba allí muchas horas».
Luego estudió Magisterio pero «no es que tuviera una gran vocación, pero estaba aquí al lado y era muy práctico». Era un joven ordenado que hacía cosas de jóvenes pero sin perder la cordura. «Creo que siempre he tenido la cabeza bien amueblada, con un buen entorno y buenos compañeros. Esa generación de los Rodilla, Luengo, Berni, César y compañía me ubicó muy bien en lo que era el baloncesto profesional. Yo no era una estrella; fui un jugador de clase media, un currante de esto, pero que sí tenía todo muy claro».
Su buena cabeza le permitió asumir que dejaba de ser de los buenos de los equipos de categorías inferiores, que llegó incluso a ir a la selección española, para convertirse en un gregario. Esa aceptación le permitió tener una carrera en la élite: «Creo que siempre tuve una imagen muy real de mí mismo, que mi rol era más humilde, y por ahí transcurrió mi carrera. Y a mí, con independencia del protagonismo o del dinero, siempre me gustó mucho la vida de jugador. Era una pasada y me sentí un privilegiado. Disfruté de los partidos, de cambiar de ciudad, de cada reto, del día a día en los entrenamientos… Me gustaba ese estilo de vida».
El equipo regresó a la ACB, ganó la Copa del Rey y fue creciendo en presupuesto y ambición. Burgos se encontró por delante a Hopkins, Oberto, Tomasevic… y cambió de aires. Fuenlabrada, Gijón, Los Barrios, Burgos, Gran Canaria, Manresa… «He dado bastantes vueltas».
—Rubén, ¿se liga mucho siendo deportista de élite?
— Te aseguro que ligan más los futbolistas que los jugadores de basket. Lo bueno es que eres más grande y se te ve más, pero luego el partido ya lo juegas tú. Tienes que ser consciente de que has llamado la atención por la altura, no por ser el guapo del garito.
En sus últimas temporadas comenzó a formarse como entrenador. La crisis afectó al baloncesto. La ACB lo notó, pero las ligas inferiores se quedaron temblando: «Fueron años jodidos. Empezaron a llegar contratos muy inferiores a los que habías disfrutado hasta entonces. Y ahí surge la duda: ¿Estirar el plan A o pasar al plan B? La clave fue que el plan B no era una aventura, ya estaba preparado, y por eso lo dejé relativamente pronto».
Atrás dejó más de diez años como profesional en los que no hay uno de esos días convertido claramente en el mejor de tu carrera. Recuerda la final de la Copa Saporeta en Zaragoza ante seis mil valencianos. Un partido contra el Gran Canaria que se emparejó con Luis Scola y ganó. Y los duelos en la selección contra Dirk Nowitzki. «Un año, en un Europeo sub 22, nos enfrentamos a ellos en cuartos y el seleccionador, Quino Salvo, me emparejó con él, fue un año antes de irse a la NBA, y me dijo ‘‘a ese tío lo defiendes tú como quieras’’. Quino era un tío espectacular. Nowitzki metió treinta puntos, pero ganamos el partido».
Burgos empezó a formarse como entrenador porque él no estaba en el baloncesto para ser una estrella o ganar mucho dinero, a él le gustaba el día a día. Al principio estuvo como ayudante de Roberto Íñiguez, curiosamente el técnico que le derrotó con el Perfumerías Avenida en la última final de la Liga. «Él me ayudó a cambiar el chip de jugador a entrenador. La verdad es que siempre ha sido un referente para mí. Me ha dado muchos consejos y mucho apoyo».
El entrenador vive sin un agente. No lo necesita. Él se sienta con el representante del club y acuerdan lo que quieren el uno del otro. Luego se estrechan la mano y se acabó. Esto es posible por su control del ego. Rubén Burgos es un caso inaudito en el baloncesto profesional. Ha jugado las tres finales y no ha ido corriendo a pedir un aumento de sueldo. Se ha metido en la previa de la Euroliga y le han reducido la plantilla. «Creo que tengo una imagen muy real de mí mismo. No me creo el mejor, pero tampoco de los peores. Lo único que tengo claro es que yo aquí estoy en mi casa y mi relación contractual es la de un empleado del club. Ahora me han pedido que sea el entrenador del femenino, pero igual que lo fui de cantera e igual que mañana me pueden cambiar a hacer otra función. Lo que quieran. No estoy aquí solo para entrenar al primer equipo. ¿Cómo voy a ir a hablar con ellos con un representante? Si me conocen desde que tenía quince años. Sería ridículo».
«Roberto Íñiguez me ayudó a cambiar el chip de jugador a entrenador. La verdad es que siempre ha sido un referente para mí»
También habrá quien piense que eso es falta de ambición, que Rubén es un conformista. Pero él mira lo que está viviendo, llevando a uno de los mejores equipos de Europa, dirigiendo este verano a la selección española sub 20, y todo eso le colma. Porque además tiene claro que esos éxitos no son suyos. «Todo esto es gracias a mi staff, a las jugadoras y a las condiciones de trabajo que tengo aquí, así que no pienso venirme arriba y pensar que esto es cosa mía». Cuesta sacarle su porción de mérito, que evidentemente la hay con una gestión de grupo sobresaliente y unos resultados casi inmejorables: «Seguro que yo también tengo algo que ver. Yo no molesto. Pongo mi granito de arena y no quito ninguno. Mi sueño no es dirigir al campeón de Europa, prefiero intentarlo con mi equipo».
Mientras gesticula, del movimiento, asoma por debajo de la manga de la camiseta un tatuaje en el hombro de un alambre de espino o algo así, un tatoo muy bizarro. Rápidamente intenta esconderlo. Pero ya es tarde. Intenta restarle importancia. «Es un tatuaje de juventud. Es el único que tengo. Me lo hice con dieciocho o diecinueve años porque estaba de moda. No significa absolutamente nada. Es un tatuaje noventero que en su día pensaba que quedaba guay porque estaba de moda».
Rubén perdió a su padre demasiado pronto. Entre los 50 y los 60 sufrió varios infartos y después de los 60 le detectaron un cáncer de pulmón. Parecía que estaba controlado, pero un día, en 2013, falleció. «No nos lo esperábamos. Fue una putada. Era una persona muy importante para mí, si no la que más, que me dio consejos clave en mi vida. Ahora me encuentro con gente de su generación en el pueblo y me gusta ver que le echan de menos y que le recuerdan».
Como entrenador ha conocido otro tipo de presión más intensa, más centrada en él. Y se esmera en explicar que el técnico de un equipo ganador vive en un estado de permanente angustia. «Leí una entrevista con Ettore Messina antes de la Final Four, un entrenador que lo ha ganado todo y que es Dios, y explicaba que llegaba el día del partido y estaba jodido, como si fuera un examen. Y lleva toda la vida. No me puedo comparar con él, pero si él dice eso… Disfrutas poco. No desconectas». Por eso ha establecido unos límites. No le importa quedarse las horas que haga falta en el pabellón, pero cuando sale, desconecta. «Esto es nuevo de este año y en el staff hay quien no lo hace porque son más obsesivos que yo. Y si al día siguiente tengo que ir un poco más temprano, no hay problema, pero no me pinto el entrenamiento en pijama y en el sofá. Eso ya no».
Se le ve en forma. Se preocupa por no dejar de hacer deporte. «Cuando Pau (Pau Alcácer, el preparador físico) entrena, me voy con él. Y también juego al pádel». Pero sin obsesionarse, que otra de sus aficiones es irse a tomar unas cervezas con los amigos. De vez en cuando, también, un concierto o una película en el cine. Y lectura. Últimamente le ha dado por profundizar en la psicología deportiva. «Hay tíos muy interesantes. Pep Marí me parece un referente alucinante. Y es un tío del deporte y del basket. Sus libros me aportan mucho», explica sin darse cuenta de que ni siquiera leyendo consigue desconectar del baloncesto.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 83 (septiembre 2021) de la revista Plaza