Encajada entre majestuosas montañas y atravesada por el río Salzach, la música impregna cada rincón de la urbe que vio nacer a Mozart
VALÈNCIA. Si creyera en fantasmas y espíritus pensaría que hoy Mozart sigue vivo en las calles de Salzburgo y en cualquiera de los souvenirs que decoran las tiendas (todavía tengo pesadillas con esos títeres cabezones y saltarines que cuelgan por doquier). Eso sí, en un cara a cara con Sonrisas y lágrimas porque es muy difícil no tararear «Do-Re-Mi» y dar vueltas como una peonza —al mejor estilo de María— en cualquiera de los sitios que reconoces de la película. Luego, te tomas un Mozartkugeln (bombones de mazapán de pistacho recubierto de nougat) para que no haya favoritismos.
Abstraerte de la presencia del genio es complicado, así que me voy directa al grano y me acerco al número 9 de la calle Getreidegasse. En esa casa, hoy convertida en museo, Mozart nació y vivió durante diecisiete años (de 1756 a 1773). La interminable cola me indica dónde está pero también su fachada amarilla (la única de la calle). Tras pagar los once euros de la entrada me enfilo por las escaleras para verla. Más allá de las estancias (el comedor tiene su aquel), me llama la atención los enseres personales de Mozart o los instrumentos con los que comenzó a componer —¡a los tres años!—. Y allí me cuentan una simpática curiosidad: el canon KV 231/382c se titula Leck mich im Arsch (traducido como «Bésame el culo»). Por lo visto tenía muy buen sentido del humor.
Después de empaparme de su historia, vuelvo a la calle Getreidegasse, que me lleva al pasado con esos carteles de hierro forjado de las galerías, boutiques, cafés y comercios (el más curioso es el de la cerrajería Wieber). Como en todas las ciudades, hay muchas franquicias pero, afortunadamente, los anuncios extravagantes no están permitidos y la calle guarda la esencia de antaño. Por cierto, muy cerca está el café Tomaselli, el más antiguo de Salzburgo y el preferido por el gran autor (se dice que aquí jugaba al billar).
Un paso más y me adentro de lleno en el casco antiguo de la ciudad (die Altstadt), que forma parte del Patrimonio Cultural Unesco de la Humanidad desde 1997. Me fascina ver en tan poco espacio casas nobles, edificios de la Edad Media, Románico, Renacimiento o Barroco. Sin olvidar sus plazas, como la Mozartplatz, con el museo de Salzburgo, y la estatua de bronce del compositor. Por cierto, según me cuentan, cuando llegó la estatua, en su interior había escondido un cargamento de tabaco de contrabando para esquivar los impuestos.
Y de aquí a un paso de la Residenzplatz, con la fuente barroca dominando la gran plaza. Es pura casualidad pero al poner un pie comienzan a tocar las treinta y cinco campanas del Glockenspiel (carrillón) (7:00, 11:00 y 18:00 horas) y me da la sensación de que el mismísimo Mozart está entonando una de sus melodías. También comienza a llover, así que me refugio en los arcos de la plaza y aprovecho para visitar la catedral de Salzburgo, de la que sobresalen los frescos del techo y el órgano que, cómo no, fue tocado por Mozart —se dice que aquí fue bautizado—.
Ahora toca visitar una de las plazas más curiosas, la Kapitelplatz. La reconozco por la gran bola dorada con la escultura de una persona encima (del artista Stephan Balkenhol) y el ajedrez gigante, donde hay gente jugando. Desde aquí se ve el funicular que sube a Hohensalzburg, una de las fortalezas medievales más grandes y mejor conservadas de Europa. La entrada merece la pena pero si, como yo, tu budget es justo (la entrada básica son 12,90 euros y la completa 16,30 euros), hay una parte que se puede visitar gratis.
Después de dar una vuelta en lo alto y hacer mil fotos de las vistas, bajo andando para ver el cementerio de San Pedro (Friedhof von St. Peter), encajonado entre la ciudad y la colina Mönchsberg. Me llama la atención la frondosa vegetación que hay y lo cuidado que está el jardín, pero también las lápidas, algunas de las cuales parecen que cuelguen de la montaña. De hecho, dentro de esa montaña están las catacumbas (antiguo lugar de recogimiento para los monjes), en las que hay distintas salas y unas escaleras que llevan al mirador.
Sigo el camino hasta orillas del río Salzach y cruzo por el puente de Makartsteg; se reconoce porque sus barandillas están repletas de candados —y el río lleno de esas llavesLa fecha—. No, no pongo ninguno pero sí me entretengo abriendo algún candado… De aquí a un paso para ir a otro de los iconos de la ciudad y del amor: el Palacio de Mirabell —nombre formado por mirabile (admirable) y bella (bonita)—, construido en 1606 bajo el reinado del príncipe arzobispo Wolf Dietrich von Raitenau a su amante Salome Alt.
Puedes pasar horas aquí, disfrutando de un pícnic, viendo las plantas podadas con diseños geométricos, la Orangerie (el jardín de rosas), el teatro cubierto o el jardín de los enanos. De sus estatuas y fuentes sobresale la fuente de Pegaso, donde en Sonrisas y Lágrimas cantan una estrofa de la pegadiza canción de Do-Re-Mi. No te encandiles porque debes entrar al palacio y subir por la gran escalera flanqueada por querubines y quedarte de piedra al ver la Sala de Mármol, en la que Mozart entretenía al príncipe-arzobispo que gobernaba en Salzburgo. Seguro que si tienes la oportunidad de asistir a un concierto de música clásica para escuchar obras de Beethoven, Bach o Mozart se te pone la piel de gallina.
Parece que la lluvia sigue de tregua, así que decido despedir Salzburgo desde lo alto: la colina Kapuzinerberg. El pase es muy agradable, bajo la sombra de grandes árboles y una frondosa vegetación. En la subida pasas por el Monasterio de los Capuchinos (solo se puede ver la iglesia), una fortificación medieval que se usaba para proteger el puente que atraviesa el río. Muy cerca hay una especie de plataforma en la que ves la silueta del río, el centro histórico coronado por la fortaleza y, al fondo, los Alpes. Mucha gente se queda aquí, pero yo continué la senda y me acerco hasta los enormes muros que sostienen pequeñas torres para llegar al castillo Franziskischlössl, hoy convertido en restaurante. Eso sí, tomarte algo allí es todo un lujo.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 77 (marzo 2021) de la revista Plaza