Interminables playas vírgenes, ruinas budistas milenarias y una exuberante diversidad natural convierten esta isla en un destino de ensueño
VALENCIA.- La antigua Ceilán es una tierra agraciada. En una extensión algo menor a la de Castilla-La Mancha, esta isla con forma de lágrima frente a las costas del extremo sureste de la India despliega una diversidad natural propia de todo un continente. Nada menos que ocho lugares declarados Patrimonio de la Humanidad y otros tantos parques nacionales donde los safaris permiten observar especies únicas en el planeta constituyen poderosas razones para dejarse seducir por este fascinante destino. Tras cerrar las heridas de la guerra civil y la destrucción del tsunami de 2004, cada vez más viajeros la visitan atraídos por las icónicas imágenes de campos de té de las tierras altas o por los kilómetros de playas todavía vírgenes donde la selva se une con las aguas del Índico.
Ese crecimiento turístico está acelerando los cambios en Sri Lanka. Enormes complejos hoteleros comienzan a afear algunas playas del sur, mientras en varias localidades de la región montañosa los síntomas de saturación son evidentes. Es la consecuencia de un crecimiento desmesurado de la oferta turística no regulada que busca hacer negocio al calor de la ola de visitantes y que amenaza con alterar la esencia de un pueblo cálido y acogedor. Por eso, el momento de poner rumbo a la antigua Ceilán es ahora.
El punto de llegada habitual a la isla es el aeropuerto internacional de Bandaranaike, a 30 kilómetros al norte de la capital, Colombo. La ruta natural conduce hasta Kandy, capital histórica y espiritual de la isla. Desde allí se puede acceder con facilidad tanto al triángulo cultural que forman las tres capitales históricas de la isla, en las calurosas y húmedas llanuras del norte, como a las tierras altas, dominadas por el clima fresco y salpicadas por campos de té que se extienden más allá de donde alcanza la vista.
El autobús es el medio de transporte más habitual. Es económico y permite alcanzar multitud de destinos, pero desplazamientos de pocos kilómetros pueden prolongarse durante horas, especialmente en la región montañosa. Desde Kandy, donde resulta imprescindible la visita al Templo del Diente de Buda, es sencillo conectar en autobús hacia el norte en dirección al triángulo cultural que forman las antiguas capitales de Ceilán: Anuradhapura —capital desde el siglo IV a.C. hasta finales del siglo XI— Polonnaruwa y Sigiriya. La primera constituye uno de los mayores yacimientos arqueológicos del sudeste asiático y un importante centro espiritual budista por el que cada día pasan cientos de fieles para venerar el sagrado Maha Bodhi, el árbol más antiguo del mundo. Sus cerca de 40 kilómetros cuadrados están salpicados de ruinas, templos e imponentes estupas como la de Ruvanvelisaya Dagoba, de un blanco resplandeciente. Al igual que Anuradhapura, la ciudad de Polonnaruwa también es Patrimonio de la Humanidad. De ella destaca una figura de catorce metros de largo tallada en piedra que representa a Buda acostado.
Pero Sigiriya es, sin duda, la que más visitantes atrae. La razón es la presencia de una roca volcánica que se alza de forma abrupta en medio de una extensa planicie. En la cima, a 180 metros de altura, se encuentran las ruinas de una ciudadela construida por el rey Kasyapa en el siglo V. En el ascenso para ver las ruinas del complejo palaciego hay que detenerse en dos puntos: una galería de frescos pintados en el interior de una cueva y las inmensas garras de un león construidas de ladrillo por las que Sigiriya también es conocida como ‘Roca del León’.
El paisaje cambia de manera abrupta a medida que se asciende a las montañas que forman el corazón de Sri Lanka, dominadas por el manto verde que forman las inmensas plantaciones de té y por la presencia constante de niebla, que genera la ilusión de bosques tropicales colgados de las nubes. En estas cumbres de hasta 2.000 metros el clima es fresco y la humedad constante. Desde Kandy, la inmensa mayoría de viajeros escoge el tren para adentrarse en la región. Se trata, de hecho, de uno de los trayectos más hermosos del mundo, especialmente en su tramo entre Nwara Eliya y Ella. Estas dos localidades, junto a la incipiente Haputale, son bases perfectas para conocer las tierras altas de Sri Lanka en jornadas que transcurren entre caminatas por la montaña, tazas de té y paseos sobre las viejas vías del tren que trajeron los británicos, tal y como hacen los lugareños.
Desde Nwara Eliya, que aún conserva la esencia colonial británica, los más intrépidos se atreven con el duro ascenso al Adam’s Peak, una cumbre sagrada de más de 2.200 metros de altura en la que se comparte subida con los peregrinos, o con su versión reducida —Little Adam’s Peak—, fácilmente accesible a pie desde el centro de Ella. El Parque Nacional de las Llanuras de Horton (Hortons Plain) es otra de las excursiones más aconsejables desde Nwara Eliya para disfrutar de la visión del bosque nuboso en un espectacular precipicio conocido popularmente como el ‘Fin del Mundo’.
Dejando atrás la región montañosa, el clima se vuelve otra vez tórrido a medida que se llega a la costa sur, donde se encuentran varias de las mejores playas de Sri Lanka. Algunas, como la de Tangalle, son ideales para quienes pretendan disfrutar de la abrumadora belleza de una costa virgen y de unas aguas tan bravas que no son aptas para el baño. Aquí es posible pasear junto a la orilla sin más compañía que la de monos e iguanas. El ambiente es radicalmente distinto en otras como la de Unawatuna, muy próxima a la ciudad colonial de Galle, o Mirissa, donde domina el ambiente surfero y es posible realizar safaris para observar ballenas azules, el animal más grande del planeta.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 27 (I/2017) de la revista Plaza
Madrid como capricho y necesidad. Me siento hijo adoptivo de la capital, donde pasé los mejores años de mi vida. Se lo agradezco visitándola cada cierto tiempo, y paseando por sus calles entre recuerdos y olvidos.