VALÈNCIA. ¿Cómo expresar el derrumbe moral del país, supuestamente, más poderoso del mundo? ¿Cómo afrontar el triunfo de Trump, el asalto al Congreso, la negación de la ciencia y la razón, el terraplanismo? ¿Cómo tragar con la evidencia de un estado fallido, en el que no te puedes poner enfermo porque eso supondrá tu ruina absoluta y la de los tuyos, o donde solo podrás estudiar si hipotecas décadas de tu vida en un préstamo estudiantil? ¿Cómo encarar la profunda desigualdad que cualquier paseo por Nueva York o Los Ángeles evidencia o el racismo profundo que está en la base estructural de la sociedad?
Naturalmente, hay gran cantidad de artículos, ensayos y análisis que intentan explicar todo esto, con mayor o menor fortuna. Y, afortunadamente, existen las obras culturales, la literatura, la música, el cine o las series, que no tienen ninguna obligación de explicar nada, porque no esa no es su función, y a través de las cuales, y de muy diferentes maneras, se expresan el sinsentido, el desconcierto, la furia o el estupor y nos ayudan a entender o a atisbar un estado de las cosas.
Aunque, de una forma u otra, consciente o inconsciente, directa o simbólicamente, cualquier película revela su tiempo, se estrena estos días en las salas un título muy valioso en este sentido y también como obra cinematográfica. Una película desequilibrada, excesiva, a veces caótica que, precisamente en esa elección narrativa, formal y estética consigue retratar esa sociedad incomprensible.
Se trata de The Sweet East, escrita y dirigida por Sean Price William. En este caso, todo es deliberado, no hay inconsciencia en el retrato de la sociedad de EEUU que ofrece, como sí existe en gran parte del cine comercial que, sin quererlo, es, muchas veces, pura expresión del caos, el ruido y la furia.
Durante un viaje escolar a Washington, una de las estudiantes, Lillian (muy bien la actriz Talia Ryder), aburrida y harta, decide seguir por su cuenta e inicia un periplo por el este de Estados Unidos que le lleva, como a la Alicia de Lewis Carroll, de aventura en aventura. La mención a Alicia no es baladí ni facilona, es obvia la referencia, solo que aquí las maravillas son más bien siniestras y tiene forma de pesadilla. Los encuentros de Lillian, marcados por el azar, incluyen pedófilos, punkis antisistema, un neonazi melancólico (excelente Simon Rex), supremacistas blancos, un extraño grupo de islamistas que bailan música electrónica y hasta un equipo de rodaje.
El itinerario configura un retrato irónico, ese 'sweet' del título, y, sin duda, alucinado de un país roto y en profunda crisis moral. Pero no se trata solo de acumular personajes extremados aunque no inverosímiles, no tenemos más que recordar lo que se vio en el asalto al Congreso, es más profundo que eso; la propia concepción narrativa y estética del film, episódico y deliberadamente atropellado, expresa de forma contundente un mundo caótico e ingobernable.
El viaje arranca en Washington, con imágenes de los símbolos del poder político y del estado, como el Capitolio y la Casa Blanca, pero inmediatamente se convierte en una road movie que refuta la existencia de ese estado y del orden político y social que lo construyó. Todo es delirio, desmesura, irracionalidad. El ruido y la furia que mencionábamos antes y que tantas veces sale en esta columna.
Es también un mundo masculino. Aunque aparece alguna mujer entre los punkis y el equipo de rodaje está capitaneado por una directora, asistimos a la confrontación entre la protagonista, una adolescente curiosa pero no ingenua, y las miradas masculinas que encuentra. No hay sorpresa aquí, solo puro reflejo de la realidad: no tenemos más que pensar en los incels, en el discurso profundamente antifeminista de Trump y los republicanos, en el mundo feroz y violento de los hombres blancos cabreados y que en el ya citado, inevitablemente, ataque al Congreso, se escenificó ante todo el mundo.
El juego de contrastes ofrece una sensación de amenaza permanente, la impresión de que todo es volátil y, en cualquier momento, la violencia puede estallar. Nada que no sintamos a poco que nos asomemos a la realidad. Ni siquiera el grupo de cineastas escapa a la mirada irónica y al sarcasmo que preside el relato, su retrato es de una élite que vive en su propia burbuja. Sin embargo, incluso bajo esa visión crítica, es muy significativo que acabe siendo, precisamente, la víctima cuando aflora la violencia, como si en ese mundo dislocado no fueran posibles el arte o la narración.
Además, están rodando una película de época, lo cual permite jugar con la imagen, cambiando de formato y rodando en blanco y negro, y convertir a Lillian en el último tramo del film en una heroína antigua, de la época colonial. La imagen chocante de la joven con su traje de época frente a esos hombres delirantes que crean sus propias leyes y normas es un guiño nada sutil y muy efectivo al momento histórico de la fundación del país, y entronca tanto con las secuencias iniciales como con la imagen de la bandera que cierra el film, cargada de un sarcasmo que tiene mucho de impotencia.
Aun siendo obras muy diferentes, mientras la veía no dejaba de evocar esa serie extraordinaria que es The Good Fight (2009-2016), especialmente sus últimas temporadas, tan crispadas. Creo que ambas obras, muy distintas, logran expresar a la perfección el desconcierto y el malestar profundo que sentimos, aunque no estemos en el país de las barras y estrellas: la sinrazón es de escala planetaria. Recuerden que la serie de Michelle y Robert King comienza con el estupor de la abogada protagonista ante la victoria de Trump en las elecciones y el hilo conductor será, justamente, cómo actuar frente al triunfo de la sinsentido y el fascismo. La buena lucha del título, otra vez la ironía. A lo largo de la serie aparecerán diversas formas de encauzar la lucha o de, simplemente, intentar sobrevivir en ese mundo insoportable: el derecho, el diálogo, la violencia, la huida de la realidad, la solidaridad, la confrontación, etc. Y la serie se irá haciendo cada vez más gamberra, cada vez más loca, conforme la propia realidad, a la que las tramas están muy pegadas, aumenta en locura, ruido y furia.
Me doy cuenta de que no he dejado de repetir varios términos en el artículo, como sinrazón, ruido, furia, sinsentido o estupor, lo cual es signo de mala escritura y poca imaginación, pero seguramente también lo es de estos tiempos y de la impotencia (esta palabra también la he repetido mucho, ay), ante el avance del fascismo. Lo siento, qué le vamos a hacer. En cualquier caso, ni a la serie ni a la película, que nacen del mismo malestar, les faltan la imaginación ni el talento: son excesivas, irregulares, a veces desconcertantes, siempre brillantes y, por supuesto, profundamente políticas. No se pierdan The Sweet East y su retrato implacable de un estado moral y social en ruinas.