La novela del inglés es a partes iguales ciencia ficción y filosofía, una historia poco común en la que no encontraremos un desarrollo típico, pero sí un hermoso paisaje de lo que podría ser
VALÈNCIA. Las preguntas están vivas: algunas envejecen tanto como quienes las formulan; otras, de metabolismo sosegado, son capaces de vivir durante miles de años, como algunos árboles o como la Posidonia oceánica, sin experimentar grandes cambios. Hay preguntas que nacen con vocación efímera, muy ligadas a un momento específico, y también las hay que tienen plumas de fénix, preguntas que desaparecen y al tiempo resurgen, en un ciclo sin respuesta definitiva. En el caso de muchas preguntas, podemos conocer su edad por los estratos de respuestas que se le han dado, y su influencia en la historia por medio de la naturaleza de estas mismas respuestas, y de sus consecuencias. El ser humano es un animal que se pregunta cosas. Eso constituye nuestro gran éxito y nuestra gran tragedia: pasamos el día entero preguntándonos esto y lo otro, desde cómo podríamos mejorar nuestras condiciones de vida hasta qué será de nosotros en la vejez, pasando por dónde se pondría una corbata un diplodocus, quién vencería en una pelea, si Hulk o Goku (Goku), si nos concediesen un superpoder cuál sería, si hemos apagado el gas, o si hicimos el ridículo la noche anterior. Somos preguntones incansables, tanto es así que es el rasgo que mejor define a los niños pequeños a poco que comienzan a balbucear sus primeras palabras, o la clave de una plataforma que tantas alegrías nos ha procurado como es Yahoo Respuestas. Veo veo, ¿qué ves? Necesitamos saber, y construimos nuestro conocimiento a golpe de pregunta. Ciertas preguntas nos acompañan desde casi el principio, y todo apunta a que nos seguirán acompañando hasta el final: son como una antorcha que no se extingue y que mantiene vivo el fuego de nuestra curiosidad, puro combustible para nuestras mentes, porque todas las respuestas que se le han tratado de dar, desde las más naïf hasta las más naïf y dogmáticas, se han revelado pobres. Necesitamos darles respuesta para encontrar los sentidos últimos: ¿qué es todo esto? ¿Qué pasaba antes del principio? Y sobre todo: ¿por qué hay algo en lugar de nada?
El escritor y filósofo inglés Olaf Stapledon nació en lo que hoy es esa época llamada hace mucho tiempo. En realidad, no fue hace tanto: mil ochocientos ochenta y seis está a solo ciento treinta y cinco años de distancia. Es cierto, eso sí, que en medio ha pasado de todo: guerras mundiales, descubrimientos nucleares, viajes espaciales, radio, televisión e internet. Stapledon fue de esas personas que no solo se hacen buenas preguntas, sino que además son capaces de ofrecer respuestas muy imaginativas. Muestra de ello es Sirio, su maravillosa obra sobre la forma de ver la vida de un perro de inteligencia humana producto de la ciencia, o Hacedor de estrellas, libro que hoy nos atañe y que podemos encontrar en una biblioteca o en una librería de segunda mano en el catálogo de Minotauro con traducción de Gregorio Lemos. La premisa es un sueño humano recurrente: de pronto, sobrecogidos por la inmensidad incomprensible del universo, nuestro ser se desvincula de la existencia pedestre, y desmaterializados, volamos por el cosmos como un rayo cósmico en busca de belleza y respuestas. El protagonista de esta historia sale de su cuerpo cuando Stapledon y su mundo asisten consternados al desgarro que ya saben que desembocará en un cataclismo global: media España está tratando de matar a la otra media a modo de introducción a lo que vendrá después. Las ideas totalitarias —las de verdad— quieren apoderarse del mundo al precio que sea, y por lo menos, si no conseguirlo, lo van a intentar. Como es lógico, esto genera un sinfín de preocupaciones y de preguntas a autores contemporáneos de la amenaza como Stapledon. ¿Por qué somos así? ¿Es inevitable que una especie inteligente, en su desarrollo, atraviese estos episodios de oscuridad generalizada? ¿Hay un patrón? ¿Son la antesala de un estadio superior del ser, o los últimos tropiezos antes de la barbarie y la extinción? El protagonista de Hacedor de estrellas se fuga de la Tierra sin querer —aunque quién no querría en aquel entonces y también después— para conocer cómo viven y se desarrollan seres de inteligencia e historia relativamente análoga a la humana: por medio de un mecanismo de atracción intelectual, este explorador incorpóreo arriba a planetas donde los seres más avanzados que los pueblan se encuentran en un impasse espiritual similar al que Stapledon consideraba que tenía a la humanidad al borde del apocalipsis.
Este periodo bisagra, descubre el explorador, se bifurca en sendas diferentes: en muchas ocasiones, el fanatismo destruye por completo la civilización. En otras, sin embargo, la barbarie se esquiva por los pelos o se supera, y se alcanza un estadio superior generalmente definido por una conciencia global —galáctica, universal—, por la colaboración —a veces simbiótica—, e incluso por el rechazo último a cualquier acto de guerra, manteniendo esta postura hasta sus últimas consecuencias, pese a que ello implique no defenderse de una raza menos avanzada y enloquecida por el imperialismo y el destino manifiesto. Así como Lem escribía desde el convencimiento de que sea lo que sea que haya ahí afuera, difícilmente podremos comprenderlo,Stapledon imagina que la vida inteligente, por muy diferentes formas que pueda adoptar, tiene que desarrollarse dentro de unos cauces y detenerse en determinados puertos, y así lo trabaja en esta historia que es todo un derroche de imaginación luminosa entre márgenes sombríos. Dicho todo esto: las referidas hasta ahora no son la pregunta que da título al libro. En sus viajes, el explorador cósmico comienza a interrogarse acerca de qué será esa presencia que siente que existe allá a donde va, como un campo omnipresente que todo lo baña. ¿Es el ser del propio universo lo que detecta, o es algo más, una entidad incognoscible, alfa y omega, un hacedor de estrellas, la respuesta final?
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