El autor pacense vuelve tras 'Intemperie' con una novela que palpa las cicatrices, mide su profundidad y se aventura en el territorio más allá de los límites de la resistencia humana
VALENCIA. España, principios del siglo XX. El país ha sido anexionado por un imperio extranjero que ha hecho de él una colonia: la invasión ha sido rápida, al estilo de la blitzkrieg o guerra relámpago que en nuestra realidad llevaría a cabo la Wehrmacht en la Segunda Guerra Mundial. Las bondades del clima peninsular han hecho de la antigua nación ibérica un apacible retiro para aquellos que demostraron su valía en las guerras previas a la pacificación. De la misma manera que los romanos recompensaron el valor de sus tropas concediéndoles un cálido descanso en el levante hispano, el nuevo imperio ha permitido que sus mejores hombres gocen de una jubilación alejada de cualquier tipo de conflicto. Los españoles son únicamente mano de obra, peones en una tierra que hasta la invasión habían considerado su hogar y que ahora ya no les pertenece. Porque la tierra, indiferente y autónoma, es ajena a cualquier clase de dominio.
Eva Holman es la esposa de Iosif, un temible héroe de guerra a quien acompaña la leyenda del terror que hizo sentir a sus enemigos y que ahora yace postrado en una cama a causa de un mal que le ha arrebatado la gallardía del pasado. El pueblo extremeño en el que viven es bien distinto de su patria natal, aquí brilla el sol casi todo el año, crecen frutas y verduras de intenso sabor y uno puede permitirse ver pasar los días desde el porche sin preocuparse por los rigores propios de las estaciones más agresivas de las latitudes septentrionales. Las jornadas se suceden como se espera que lo hagan: sin interferencias, rutinarias, previsibles. Al menos así lo hacen hasta que un buen día algo rompe la monotonía.
Ese algo adquiere la forma de una visita inesperada, de un hombre con la cara desdibujada por el recuerdo de unas heridas atroces, un hombre que no responde ante las advertencias y que parece querer solo reposar sobre la tierra de la finca. ¿Quién es el intruso, qué pretende? Pese a los temores iniciales de Eva, no parece albergar intenciones oscuras. Su aspecto no es desde luego el del asesino solitario que tantas veces ha imaginado: en lugar de una mirada abyecta y amenazante, el desconocido hace gala de una total desinterés por nada que no sea dormitar y acurrucarse a la sombra de un árbol.
Eva no sabe qué hacer. Si Iosif conservase el vigor que le hizo célebre, seguro que habría cogido la escopeta y le habría abierto un considerable orificio en la cabeza al silencioso visitante que con el paso de los días ha acabado haciéndose un hueco en el paisaje de la hacienda. Pero Eva no es Iosif: ella siente curiosidad por el pasado de su huésped y no pretende despacharlo hasta saber de dónde viene y qué busca. Al fin y al cabo, tampoco existe ninguna urgencia; bien es cierto que las leyes del imperio castigan la confraternización con los indígenas, pero salvo que ocurra algo poco habitual, nadie husmeará en su propiedad, y por tanto, el misterioso y mudo visitante permanecerá a salvo. Pero, ¿y ella? Algo en él la ha conmovido y ha hecho que se replantee las máximas que sostienen el sistema al que ha dedicado sus años. La patria, “pura morfina para separarnos de los otros”, ya no es el monumento al progreso social en el que creyó: algo en esta creencia se resquebraja al tiempo que lo hace en su propio ser.
Si algo tiene la literatura es que puede generar lecturas antagónicas e igualmente válidas de un mismo texto. ¿Es La tierra que pisamos una narración que se define por su mensaje esperanzador o más bien todo lo contrario? ¿Podemos ser reconstruidos tras la catástrofe o siempre nos va a faltar alguna pieza cuando nos vuelvan a poner en pie? Los personajes de la novela de Carrasco han sido víctimas, sujetos a quienes se ha intentado quebrar con mayor o menor fortuna en función del caso: si Leva es una sombra del hombre que fue, Eva todavía conserva la rebeldía suficiente para decidir condenarse por una causa noble. Sea como sea, y aunque resulte trágica esta conclusión, uno se plantea lo lamentable que es el no poder morir de dolor ante determinadas situaciones. ¿Es una virtud siempre la resiliencia, o solo una obcecada predisposición del ser humano a sobrevivir, nuestro instinto de supervivencia?
“Me ha costado encontrar la vieja vereda que desemboca en las pilas porque el predio está comido por las jaras. Entre ellas me he abierto paso lo mejor que he podido hasta encontrar el antiguo lavadero”. Carrasco hace uso de un rico lenguaje que produce un efecto sanador; su universo lingüístico es el de un Delibes del siglo XXI, el de un escritor conocedor de la tierra, o al menos, con raigambre aún en ella, que en esta ocasión emplea la ficción y la ucronía para hacernos partícipes de la invasión al invasor