VALÈNCIA. Lo que era sinónimo de fiesta de lujo, -yo de pequeña me imaginaba a estas alturas en Sidney o Nueva York, mojándome los labios con champán- es hoy una realidad de bata de boatiné y pantuflas enfundadas apenas pasada la medianoche.
A las cenas con espectáculo, salas de fiestas con cotillón y barra libre, brillos, purpurinas, tacones escarpados, antifaz y matasuegras, los envuelve hoy un halo de garrulismo, una tristeza decadente, muy fin de siècle.
La Nochevieja está de luto.
Cuando el español apenas salía de noche, cuando era una hormiga postfranquista y trabajadora, salía en Nochevieja. Hoy se lleva más bien el retiro espiritual, ya sea en pareja o con amigos, ya sea en un piso pero mejor en una casa rural. Se lleva recibir el año sin euforia, ni Calvin Klein, escudriñando por la mirilla antes de abrirle la puerta.
La calle de antaño, que esa noche se abría excitante al misterio, donde cualquier cosa podía suceder, es hoy asfalto sucio e iluminado, un escenario postapocalíptico con obstáculos en forma de vómitos y zombis pasados de copas.
Dime un plato especial de Nochevieja. No lo hay. No se presta atención a la última cena por más que saquemos músculo de tradición cristina. No existe un menú típico, basta con que se cuenten bien las uvas, con que haya bebida en cantidades más que suficientes.
Ya no hay glamour nocheviejil.
Mientras que Papá Noel sigue al alza, y la Navidad se reinventa cada año, con su delirante idea de familia, apuntalada en los extremos por los cuñados -no importa que seamos un país cada día más laico-, la Nochevieja languidece. Emparedada entre el teatro familiar y la verdad ontológica del consumismo, queda medio muerta en mitad del calendario.
Si la Navidad es el dedo acusador del mal hijo, del mal padre, del mal hermano, la Nochevieja solitaria lo es del mal amigo.
Pero a pesar de ser la fiesta más devaluada, es la que más felicitaciones sinceras arranca entre los no creyentes, que la superchería es poderosa. Casi nadie se resiste a formular un deseo para el año nuevo, como si el tiempo no fuera una invención humana, como si las malas costumbres pudieran dejarse atrás pasando una hoja del calendario.