Gustav Klimt, Otto Wagner o Schiele trazan el viaje por la Viena más modernista, aquella que muchas veces está nublada por la emperatriz Sissi
VALÈNCIA.-Es momento de retomar aquellos planes que se quedaron en el aire por la crisis sanitaria que llevó a cerrar las fronteras. Por fin cojo el avión que me lleva directa a visitar una ciudad a la que tenía muchas ganas de ir: Viena. Strauss, Mozart o Beethoven ponen la banda sonora a mi viaje pero Gustav Klimt y Egon Schiele trazan los pasos por los que me voy a mover, alejada de los palacios imperialistas y las magnas bibliotecas. Otto Wagner me llevará de un sitio a otro e incluso me dará cobijo en un café. La emperatriz Sissi queda para otra ocasión porque en este viaje el Modernismo y la Secesión vienesa son los protagonistas.
Nublada por mi interés en ver una de las colecciones más importantes de Gustav Klimt, me dirijo al Palacio de Belvedere. Lo hago prácticamente después de dejar la maleta en el hotel. En el tranvía recuerdo la historia de Adele Bloch-Bauer, sus tardes en el estudio de Klimt y el impulso que le dio a esa Viena modernista que deseo conocer. No veré su retrato, La dama de oro, pero sí algunas de sus obras más emblemáticas. Al llegar me invaden unas ganas locas de fotografiar el Palacio Belvedere, construido como residencia de verano para el príncipe Eugenio de Saboya, y recorrer su magnífico jardín. Lo haré más tarde porque el tiempo juega en mi contra: cierra a las 18:00 horas.
Subo por las imponentes escaleras y llego a la sala de mármol, en la que se firmó el Tratado Internacional Austriaco, por el cual se devolvía la independencia a Austria. Al entrar en la sala contigua siento como si una mirada seductora me penetrara y desafiara. Es el cuadro de Judith I. Me quedo atrapada mirándola como si su poder se clavara en mí —y haciéndome una idea de lo que pensaron al ver las representaciones de la Jurisprudencia, la Filosofía y la Medicina que Klimt realizó, tomándolas por pornográficas—. Con ese pensamiento llego a otra sala y ahí está: El beso. Mantengo la mirada en cada detalle, admirando cada trazo y dejándome llevar por los pensamientos que me evoca. Estoy sola y siento esa pasión y ternura que me transmite ese abrazo. Jamás olvidaré este instante.
Salí maravillada, no solo por Klimt sino por ir conociendo las obras de otros artistas contemporáneos, como Egon Schiele y Oskar Kokoschka. Todos ellos desafiaron a la industralización y se rebelaron contra el academicismo y el encorsetamiento dictado por un imperio austrohúngaro que se tambaleaba. Una historia que me fue atrapando y fui descubriendo a medida que iba conociendo Viena. Eso sí, con permiso de otros artistas y movimientos posteriores, porque entre esas cuatrocientas veinte obras que se exhiben —veinticuatro son de Klimt— apareció por primera vez el nombre de Hundertwasser.
Estaba agotada así que después de pasear por los jardines del Belvedere, cené y me fui a dormir. Me levanté pronto, ansiosa de conocer esa Viena modernista que siempre estuvo ahí pero, quizá, nublada por el imperialismo de Sissi, es menos conocida. En otras palabras, iba a conocer la arquitectura secesionista y el legado de Otto Wagner, uno de los arquitectos más prolíficos, con sus huellas en viviendas, iglesias y estaciones de metro. De hecho, cojo la línea U4 para bajar en Karlsplatz, una de las ocho estaciones que se conservan del arquitecto —llegó a haber treinta—. Todas ellas se caracterizan por su funcionalidad y la belleza de los detalles decorativos, las formas curvas y las flores abiertas de colores dorados o rojos.
Muy cerca de ahí y con el bullicio del Naschmarkt de fondo llaman la atención tres viviendas que poco tienen que ver con sus vecinas, de corte más clásico: Majolikahaus, con sus azulejos con motivos florales; la de la esquina con sofisticados detalles elaborados por Koloman Moser, y el edificio de Köstlergasse 3, donde Wagner vivió una temporada. Intento entrar en cada una de ellas pero sus puertas están cerradas. En cambio, me fijo en que hay unas placas doradas en los suelos y paredes. En ellas se pueden leer los nombres y apellidos de aquellos judíos que fueron deportados a los campos de concentración o exterminio. En total, 65.000 judíos austriacos fueron asesinados durante la II Guerra Mundial. Su memoria también se recuerda en el Monumento Conmemorativo del Holocausto, ubicado en Judenplatz, junto a los restos de una sinagoga que fue destruida en 1421.
En un corto paseo llego al centro y guío mis pasos hacia esa aguja de la catedral de Viena (Stephansdom) que se asoma sobre los tejados. Es mi norte porque no tengo un rumbo fijo. Y perdiéndome por esas calles estrechas repletas de tiendas me voy encontrando con otras joyas modernistas, que se camuflan con el resto de viviendas. Es el caso de la Farmacia del Ángel, el Palmenhaus o la Caja Postal de Ahorros, para cuya construcción dicen que se empleó una sexta parte de la producción mundial de aluminio.
El día es gris y llueve, así que encuentro refugio en el museo Leopold, que cuenta entre su colección permanente con cuarenta pinturas y 180 obras sobre papel de Schiele, la más importante de todo el mundo. Además, a través de la exposición Viena 1900. La irrupción del Modernismo descubro más sobre este movimiento. En esa visita vuelve a aparecerme Hundertwasser y decido alejarme un poco de ese Modernismo para ir a conocerlo. Eso sí, antes hago una parada en el Prater para hacerme la foto de rigor junto a la noria que popularizó El tercer hombre... En otra ocasión subiré.
El trayecto hasta la Hundertwasserhaus es un poco largo y la lluvia me va calando pero sigo decidida en mis pasos. Al llegar me sorprende muchísimo la casa, con sus formas onduladas, con los árboles en las terrazas y esos colores que, pese a que está nublado, no dejan de sorprender. Busco el museo y me dicen que está a unos metros —está un poco mal indicado—. Entro sin muchas expectativas y al profundizar en la vida de Hundertwasser sus obras comienzan a tener sentido para mí porque reflejan su visión del mundo: escapar de la arquitectura monótona y repetitiva para diseñar edificios que estén en armonía con la naturaleza. Como él mismo dijo: «La línea recta es un peligro creado por el hombre, ya que es ajena a la naturaleza del hombre, de la vida, de toda la creación».
Último día. Madrugo para pasear por la ciudad —¡hace sol!— antes de que abran el museo Albertina Modern, con obras de Monet, Picasso, Miró... Habría deambulado durante todo el día pero no hay tiempo que perder porque quiero visitar el nuevo museo de Viena, que cuenta con 60.000 obras de 5.000 artistas. A través de la muestra The Beginning. Kunst in Wien 1945 bis 1980 conozco mejor el arte austriaco desarrollado tras la II Guerra Mundial.
Toca despedirse de Viena y lo hago donde empezó el motivo de mi viaje: la Secesión vienesa. Me dirijo al Palacio de la Secesión y lo distingo por su cúpula con hojas de laurel doradas y ese lema que dice: «A cada tiempo su arte. A cada arte su libertad». Una filosofía que rigió la vida y la obra de Gustav Klimt por el que, además, estoy aquí. Y es que, en la planta baja del museo está el Friso de Beethoven, que rememora la histórica interpretación que Wagner hizo de la Novena de Beethoven. La obra nació para ser efímera pero gracias a un coleccionista hoy la podemos admirar —aunque dividida en siete fragmentos—. Al bajar me encuentro en una sala vacía, incluso fría y me siento en el sofá. Me pongo los cascos y me dejo llevar por las melodías de la Novena sinfonía, admirando cada uno de los detalles de ese friso hasta el clímax del Himno a la alegría, y ese abrazo final retratado por Klimt. Y así recuerdo que la felicidad está en los pequeños detalles.
* Lea el artículo completo en el número de agosto de la revista Plaza