VALENCIA. Pese a la extensión y diversidad de su filmografía, que abarca una cincuentena de películas, el espectador medio sigue asociando a Woody Allen con el humor. Tampoco sorprende, ya que sus títulos de mayor éxito han sido siempre comedias. Y demostró un infalible olfato cómico desde edad muy temprana, siendo contratado por primera vez como escritor de gags en su adolescencia. Pocos años después, lograría convertirse en una cara conocida gracias a sus trabajos como actor, y cuando comenzó a dirigir se decantó también por el humor, hasta el punto de que la prestigiosa revista Time lo puso en su portada en abril de 1979 y lo calificó como “genio cómico”.
Sin embargo, Woody Allen ha declarado en alguna ocasión que tuvo éxito en su segunda elección por orden de interés, pero “no era eso lo que en último término deseaba hacer”. Por sorprendente que pueda parecer, su ambición era otra. Lo cuenta Eric Lax en su documentada biografía del cineasta, donde asegura que su objetivo principal era “escribir y dirigir películas dramáticas originales, sin actuar en ellas”. Sin embargo, tras haberse labrado una excelente reputación como humorista, cualquier intento de llevar adelante una obra dramática estaba condenado a chocar con la incomprensión de su público. Su primer intento llegó tras el gran éxito de la comedia romántica AnnieHall (1977). Gran admirador de Ingmar Bergman, Allen rodó Interiores (Interiors, 1978), un film de gran carga simbólica en el que no interviene como actor y donde es posible hallar ecos de Gritos y susurros (Viskningar och rop, 1972), Pasión (Enpassion, 1969), Persona (1966) o la miniserie televisiva Secretos de un matrimonio (Scener ur ett äktenskap, 1973).
Infructuosa perservarancia
La crisis en el seno de una familia de clase acomodada servía al cineasta para explorar las relaciones entre sus diversos miembros y abordar temas como las relaciones paterno-filiales, la muerte o los lazos afectivos. “Quería hacer la forma más elevada de drama. Y si fracasé, pues fracasé. No importa”, declaró Allen, que también adujo falta de experiencia en el género cuando fue evidente que la película no lograría la misma repercusión en taquilla que sus títulos precedentes. Pero no por eso dejaría de intentarlo. En 1987, tras haber recuperado su posición gracias a films como Manhattan (1979), Zelig (1983), La rosa púrpura de El Cairo (The Purple Rose of Cairo, 1985) y, sobre todo, Hannah y sus hermanas (Hannah and Her Sisters, 1986) y Días de radio (RadioDays, 1987), anunció el rodaje de September, su regreso al drama puro.
La película era, nuevamente, un drama familiar, en este caso emparentado con Chejov, y el rodaje fue especialmente complicado, tal como recordaba Mia Farrow: “El guión era ambicioso y problemático. Woody volvía a escribir escenas importantes por la noche, mientras los actores se esforzaban por aprender los nuevos textos y pronunciar los largos parlamentos y diálogos, a veces un tanto laboriosos, con la mayor naturalidad y frescura posibles. Había una especie de incertidumbre en el ambiente”. Una vez terminada, el director dijo: “Metí un pie en la puerta con Interiores, y September debería abrirla un poquito más”. Se refería a que su público aceptara sus dramas, pero tampoco fue el caso. Y lo mismo pasaría con su siguiente trabajo, Otra mujer (Another woman, 1988), donde contó por primera vez con Sven Nykvist, director de fotografía habitual de Bergman.
Protagonizada por Gena Rowlands, musa de John Cassavetes, Otra mujer es una apuesta aún más radical, un estudio de un personaje femenino en la cincuentena (alter ego de Allen), en plenitud intelectual pero con un grave bloqueo afectivo. El cineasta comentó que era “la culminación de un viaje” y estaba convencido de que la audiencia le respaldaría. Según Eric Lax, “Woody esperaba que sirviera para establecerlo como escritor y director de películas dramáticas ante un amplio público”, pero fue un sonoro fracaso, también entre gran parte de la crítica, hasta el punto de que Allen terminó renegando de ella: “Es fría, aburrida, sin coraje. Una buena cura para el insomnio. Los actores están bien, pero no supe darle vida. Es celuloide rancio”. Al año siguiente, se quitaría la espina, al menos parcialmente, con Delitos y faltas (Crimes and Misdemeanors, 1989).
El consuelo solo fue parcial porque la película, una indiscutible obra maestra, tiene un importante componente dramático y fue, por fin, un gran éxito. Pero, al mismo tiempo, Woody Allen se veía obligado a ponerse ante la cámara para dar el contrapunto humorístico en una historia que discurre en paralelo a la trama principal. El film abordaba serios problemas éticos y ponía el acento en cuestiones como las consecuencias morales del crimen y la gestión de la culpa y los remordimientos, temas sobre los que volvería en El sueño de Casandra (Cassandra’s Dream, 2005) y Match Point (2007). Escéptico incurable, Allen no se fiaba de la excelente respuesta obtenida. “Algo debo haber hecho mal si está viendo la película en pases privados en Hollywood un puñado de gente que dice que es mi mejor trabajo, cuando resulta que muchas de las cosas que critico en ella son las que ellos representan. Si fuera realmente buena, no creo que hubiera despertado tanto interés”.
Entre la preocupación y la obsesión
Curiosamente, y pese a su elevada consideración en Europa, a Woody Allen siempre le ha preocupado ser un cineasta de minorías en su país. Se entiende, teniendo en cuenta que Nueva York ha sido durante décadas el principal escenario de sus películas. Pero lo cierto es que sus referentes intelectuales proceden mayoritariamente de la tradición cultural del viejo continente. No solo Bergman o Chejov, ya mencionados, sino también las obras de Ibsen o Strindberg, por no hablar del elemento freudiano, ingrediente primordial en su trabajo desde sus primeras comedias. Sin llegar a ser una obsesión, la falta de conexión con el público americano ha llevado al director a tomar decisiones cuestionables, como escoger al popular Jason Biggs para protagonizar Todo lo demás (Anything else, 2003). Al mismo tiempo, no parece que la preocupación haya llegado nunca a quitarle el sueño, puesto que también ha continuado experimentando con diferentes géneros o rodando en blanco y negro (un suicidio comercial). Por ejemplo, en Sombras y niebla (Shadows and Fog, 1991), un nuevo homenaje a la cultura europea, en este caso al expresionismo alemán. Con motivo de su estreno, dijo: “Hace tiempo que intento hacer comedias que tengan una dimensión seria o trágica al mismo tiempo. Y no me resulta tan fácil”.
La ya citada Match Point marca otro de los puntos álgidos de Woody Allen en territorio puramente dramático. Planteada como una relectura contemporánea de Crimen y castigo, expone como pocas el tremendo pesimismo del director, que retrata un entorno social en el que el arribismo, la apariencia y la crueldad son los únicos medios de supervivencia. Del mismo modo que el personaje de Dostoievksi, el protagonista no perpetra un crimen para robar (en una escena que es un homenaje directo a la novela), sino para devolver su vida a su cauce normal, pero el moderno Raskolnikov no tiene remordimiento alguno por haber cometido un monstruoso doble asesinato; al contrario, se sabe un elegido en medio de una jungla depredadora que tampoco anda lejos de la que habitan los yuppies de Bret Easton Ellis. Un film con aires de tragedia operística y de obligada visión, que se sitúa al lado de Delitos y faltas por la oscura precisión con que radiografía la sociedad contemporánea.
En 2013 llegó Blue Jasmine, de nuevo sin su participación como actor. Un demoledor retrato femenino (es curioso que se hable de Almodóvar como director de mujeres y nunca se recuerde la extensa galería de personajes femeninos de la filmografía de Allen) en el que se pueden encontrar ecos de Una mujer bajo la influencia (A Woman Under the Influence, John Cassavetes, 1974) y que le valió el Oscar a Cate Blanchett por su encarnación de una mujer rica y glamourosa, perteneciente a la alta sociedad neoyorquina, que de repente se encuentra arruinada y sin futuro (su marido ha sido encarcelado por desfalco), y decide mudarse a San Francisco con su hermana Ginger, una mujer de clase trabajadora que vive en un pequeño apartamento. Además de una serie de jugosas reflexiones acerca de la relación entre clases, Allen traza un modélico perfil psicológico y emocional de la protagonista, que se dedica a beber, tomar antidepresivos y recordar su antigua vida en Manhattan. En esa lotería permanente que es para Woody la recepción crítica de sus películas en los últimos años, volvió a gozar del consenso de un sector crítico que de inmediato consideró su sofisticada comedia posterior, Magia a la luz de la luna (Magic in the Moonlight, 2014), como un título menor.
En tal tesitura llega a las pantallas Irrational Man (2015), una nueva tentativa dramática centrada en un profesor de filosofía que atraviesa una crisis existencial e inicia una relación con una de sus alumnas. La trama se complica con un asesinato, que conecta la película con títulos previos como Delitos y faltas, El sueño de Casandra o Match Point, aunque Allen también introduce elementos de comedia negra para lograr el equilibrio que mencionaba al referirse a Sombras y niebla. La recepción crítica del film (que se proyectó por primera vez en el festival de Cannes) no ha sido demasiado entusiasta, pero a partir de hoy es el espectador quien tiene la última palabra.