A medio camino entre la Europa Central y el mar Adriático, Zagreb es una ciudad repleta de matices trazados por su convulsa historia
VALÈNCIA.-Al mal tiempo buena cara. La llegada a Zagreb no fue la más deseada: lluvia y un cielo gris que te invita a quedarte a buen refugio y unirte al ritual de la Spica: tomar un buen café mientras se cotillea lo que ocurre en la calle (y nada de comer, que eso es de guiris). Como no tenía muchos días decidí enfundarme el chubasquero y conocer la capital de Croacia más allá de esa silla. Y también por no volver a coger el coche, que aparcar aquí es casi una misión imposible, con parkings estrechos sobre la acera e infinidad de zonas de pago —ojo, que aquí son blancas—.
Para empezar, descubrí que Zagreb es el resultado de dos antiguas ciudades: Kaptol (donde hoy está la Catedral) y Gradec (la ciudad alta). Ambas ciudades estaban unidas por un puente, que hoy es la calle Krvavi Most (puente sangriento) —allí se libraron numerosas batallas—. Luego está lo que se denomina la ciudad baja, edificada en el siglo XIX como resultado del crecimiento de la propia urbe. Decidí comenzar a explorar Zagreb por esta última, la más contemporánea. En un primer momento, sus amplias avenidas organizadas en perfectas cuadrículas y numerosos parques recuerdan a las urbes centroeuropeas, pero luego descubres ese espíritu mediterráneo —tan nuestro—, con sus coquetos cafés (no hay apenas cadenas) y sus casas de colores, como las de la calle Vlaska.
No hay que dejar de ver el pasaje Oktogon (en alguna tienda verás el pomo en forma de corbata, en honor a su invento más conocido), el Archivo Nacional o el edificio del Teatro Nacional de Croacia. Y puedes viajar al pasado adentrándote en el Hotel Esplanade —ni se te ocurra tomar algo, que tendrás que limpiar platos para pagarlo— construido cuando el Orient Express pasaba por aquí.
Sin lugar a dudas el centro neurálgico se concentra en la plaza de Ban Josip Jelacic, repleta de gente a todas horas esperando el tranvía azul, citándose bajo la estatua de Ban Josip Jelacic o yendo y viniendo de las numerosas calles peatonales que confluyen en ella. Y en medio de esa algarabía una explosión me hizo saltar del susto (incluido grito) mientras los demás seguían con sus quehaceres. Al ver el reloj me di cuenta: era el cañonazo disparado desde la torre Lotrščak que marcaba las doce del mediodía, una tradición que se remonta al 1 de enero de 1877.
Aún riéndome de mí misma me enfilé por las escaleras —las primeras de muchas— que te adentran al barrio de Kaptol. Llegué a la plaza del mercado de Dolac, un manto de sombrillas rojas que dan cobijo a puestos de pescados, quesos (como el paski sir), miel y la famosa lavanda de Croacia. Mantiene la esencia de los mercados de antaño, con los precios marcados en bolsas de papel, sus vendedores conversando con los clientes mientras colocan los pesos sobre las balanzas… y tú, turista, invisible a todos ellos porque es ‘su mercado’. Después de comprar un trukli (pastel de masa filo relleno de queso) y lidiar con el idioma —no todos hablan inglés— me dirigí hacia las dos puntiagudas torres de la Catedral de Zagreb (su nombre oficial es Catedral de la Asunción de la Santísima Virgen María), que se ven a kilómetros a la redonda. Al acercarte parece que la torre de la izquierda es más baja, pero es solo una ilusión óptica. Me quedé con ganas de ver su interior porque estaba abarrotada e incluso había personas con sus ramos de olivos esperando a entrar. Era Semana Santa y los croatas son bastante devotos. Lo que sí pude ver son las murallas renacentistas que se construyeron para proteger Kaptol y el antiguo reloj de la catedral congelado en las 7:04, hora en la que el terremoto de 1880 destruyó gran parte del edificio.
Y ahora hay que mirar de nuevo al cielo, a esa colina que indica dónde está la parte alta de la ciudad (Gradec). Puedes llegar andando o, si lo prefieres, coger el funicular más corto del mundo (66 metros), que curiosamente se encuentra en la calle Llica, la más larga de la ciudad. La caminata se compensa con las vistas, con la omnipotente catedral y un manto de tejados rojos. Callejeando por sus serpenteantes calles me topé con la puerta de piedra Kamenita vrata, iluminada por la tenue luz de las velas que hay junto al cuadro de la Virgen María que, según me contaron, fue lo único que se salvó del incendio de 1731.
En esta zona también está la iglesia de San Marcos, que destaca por su colorido tejado, con los escudos del reino formado por Croacia, Dalmacia y Eslavonia, y la ciudad de Zagreb bajo un fondo con colores rojo, blanco y azul entrelazados. El interior solo se puede visitar durante el culto, así que hay que mirar el horario antes. En esta misma plaza también está la sede del Gobierno de Croacia, el Parlamento, el Tribunal Constitucional y el antiguo ayuntamiento. Y muy cerca la Torre Lotrščak —desde donde tiran los cañonazos—. Si te esperas al anochecer, verás a dos hombres encendiendo las 200 lámparas de gas que alumbran las calles de la ciudad alta. Eso sí, no los vi apagándolas, que debía descansar para coger el coche e ir al parque nacional de Plitvice —también se puede ir en autobús pues hay varias líneas que hacen la ruta por unos once euros—.
Tenía muchas ganas de conocer este paraje del que tanto me habían hablado. Nada más entrar, la cascada de 76 metros de caída libre te deja con la boca abierta y piensas que ya lo has visto todo. No es así, te sorprenderán sus 30.000 hectáreas de naturaleza impoluta con aguas turquesas y esmeraldas encadenadas por escalones de cascadas inmersas en un gran bosque. En total son dieciséis lagos que el río crea en este lugar, conectados a través de un centenar de cascadas y arroyos que desaparecen para volver a aparecer más adelante. La caminata es muy cómoda gracias a la pasarela de madera que te permite observar los lagos, ver los troncos sumergidos y admirar las cascadas. Eso sí, también te espera esquivar los grupos de turistas —fundamentalmente asiáticos— porque llegan en bandadas y lo ocupan todo. Vamos, esquivarlos no es fácil.
Según las ganas que tengas de andar puedes decantarte por uno de los tres recorridos. Yo opté por hacer el más largo (18.300 metros), que incluye los lagos superiores e inferiores. Mochila al hombro cogí un autobús —ellos lo llaman tren— para llegar al lago más elevado, el Prošćansko, y desde allí empecé a recorrer el parque, con el salto de Labudovac, con sus veinte metros de atronadora caída, las cascadas del lago Galovac, el paseo en barco eléctrico por el lago Kozjak y esa gran cascada (¡ojo con los empujones aquí!) que se ve desde la entrada al parque. Si las fuerzas acompañan, puedes subir las escaleras de la izquierda para tener unas buenas vistas. Eso sí, no mires hacia arriba que te desanimas.
Y de Plitvice puedes regresar a Zagreb (son dos horas en coche) o seguir en ruta por Croacia para conocer la parte más costera.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 56 de la revista Plaza