Es imposible entender bien la biografía del de Iria Flavia sin conocer su enfrentamiento con Italo Calvino y el editor Giulio Einaudi
VALENCIA. “Camilo José Cela es alguien que quiere que lo traten como a Dios, se da aires de grandeza. Una de las personas más banales e insoportables de la literatura internacional”. Así se expresaba sobre nuestro último premio Nobel (o penúltimo si consideramos la nacionalidad peruano-española de Mario Vargas Llosa) el ilustre escritor italiano Italo Calvino, quien murió por cierto sin haber visto encumbrado al gallego, de quien tan bajo concepto tenía, con el Nobel de Literatura en 1989.
La fijación de don Camilo por el Nobel fue igual de pertinaz que la enemistad que le profesaron reconocidos escritores como Calvino y magnánimos editores como Giulio Einaudi durante largas décadas. Sin embargo los caminos de la cultura que seguían los tres estaban condenados a encontrarse y desencontrarse, bajo el brumoso paraguas del poder, el prestigio y la escena pública. Sus palabras, de unos y de otros, contenían una caudal de significados y connotaciones que iban mucho más allá de la simple polémica e incluso de la mera acusación. Los tres luchaban en el fondo, más que por un premio (Nobel), por eso que en las coordenadas judeocristianas llamamos, con atenuantes, la posteridad.
Valorar el resultado a día de hoy es a todas luces parcial, pero muertos todos Einaudi es una casa editorial de referencia, Calvino tiene colección propia, tirada y vigencia y Cela no pasa de manual de secundaria. Vendrán nuevos tiempos que redescubran a Pascual Duarte (extraordinario) y que entiendan el franquismo a través de sus novelas como una colmena viscosa y oscura, la misma que sirvió de pesebre cultural para que Camilo José Cela se convirtiera en una figura pública y notoria.
Los sesenta habrían de ser años dorados para los editores en España. La recomposición, mal que mal, del panorama literario español o el descubrimiento del boom americano fueron la base para la potencia editorial española hasta la actualidad. Las relaciones con el exterior fueron fecundas: en 1961 Carlos Barral y Giulio Einaudi fundaron el Premio Formentor, un prestigioso galardón que debía su nombre al hotel donde se entregaba, en el extremo norte de la isla de Mallorca, y que a día de hoy sigue vigente.
Mallorca era por entonces lugar de vacaciones y de letras. Camilo José Cela había trasladado hasta allá a su camarilla y había fundado en 1956 la revista Papeles de Son Armadans, un bálsamo para la maltrecha cultura en la dictadura donde podían aparecer voces jóvenes o voces escogidas del exterior, pero a la vez una coartada para filtrar nombres y frenar tendencias. Cela había sido censor y por aquellos años mantuvo línea directa con el flamante Ministro de Información Manuel Fraga Iribarne; al parecer muchas de las tertulias mallorquinas se detallaban posteriormente en informes que llegaban al ministerio con datos y valoraciones no precisamente sobre poesía que proporcionaba el mismo Cela.
En 1962 los jerarcas del franquismo montaron en cólera. Giulio Einaudi publicó ese año Canti della nuova Resistenza spagnola una recopilación de coplas populares cantadas por los republicanos durante la Guerra Civil y lo que en Europa entendieron luego como Resistencia, siguiendo la estela del éxito que las letras partisanas habían tenido entre el pueblo italiano. La diferencia era que en España los resistentes habían perdido la guerra y los fascistas seguía gobernando y habrían de gobernar mucho más tiempo.
Inmediatamente España declaró “persona non grata” al editor Einaudi y le prohibió la entrada al país, cuando su presencia en la entrega del Premio Formentor ya había sido confirmada. El diario ABC lo calificaría de “indeseable” y añadiría: “El prohibir la entrada o el invitar a salir de España a los comerciantes de aquel engendro blasfemo-político-pornográfico no puede considerarse una represión, ni una venganza, ni un abuso de autoridad. Es tan sólo una medida de higiene”.
Ante el escándalo internacional, el encargado para mediar entre Einaudi y las autoridades españolas fue el diligente Camilo José Cela, quien había visto publicada La familia de Pascual Duarte en Italia en 1960 por el propio Giulio Einaudi. Se puso del lado de los de siempre y envió una carta a su editor explicándole la postura oficial del régimen y reprendiéndole de forma vehemente por no ayudar a la causa de la libertad española: “El franquismo y el antifranquismo, amigo Einaudi, como todo y el envés de todo, son considerables y argumentables, defendibles y atacables. No lo es, sin embargo, el inmediato insulto personal. [...] No, amigo Einaudi, [...] la técnica de la injuria [no] da resultados entre nosotros. Y, menos aún, la de la blasfemia. La noble causa de la libertad en España, por cuya prosecución luchamos -patrióticamente y sin salirnos del reglamento, del código del honor que nosotros mismos nos marcamos- muchos españoles, no ha sido robustecida con el libro por usted editado. Dar armas a las fuerzas retrógradas no es ayudar, ciertamente, a quienes amamos la libertad”.
Al parecer, la contrapartida a esta férrea posición del gran escritor español del momento sería la mediación de las autoridades académicas y diplomáticas del Estado ante la Academia Sueca, para que Cela fuera premiado con el Nobel de Literatura. Los planes no salieron como el gallego pensaba: Einaudi rompió toda relación con el escritor, los cantos de la resistencia española editados en Italia no desencadenaron ninguna revolución en la Península Ibérica, y Cela en cambio se quedó sin el ansiado galardón.
Italo Calvino trabajaba entonces como asesor de Einaudi y había sido promotor de los Canti della nuova Resistenza spagnola. Se había afiliado al Partito Comunista y hasta su muerte en 1985 habría de convertirse en escritor y crítico indiscutible, en las antípodas del español. Cuando estalló el caso, se defendió públicamente en rueda de prensa; su contundente opinión sobre Cela nunca varió. El editor años más tarde diría indulgente al explicar la ruptura de la relación con Cela: “Créame que no fue por espíritu de venganza, sino porque reveló una personalidad que no era la ideal con respecto a los autores que siempre he preferido”.
Italo Calvino nunca recibió el Premio Nobel. Como Jorge Luis Borges o Julio Cortázar. Como Vladímir Nabokov o Virginia Woolf, Eugène Ionesco o James Joyce. Ninguno. Camilo José Cela sí.
Tras la muerte de Franco y del franquismo, sistema del que había formado parte como estraperlista cultural, censor e informante a la policía, fue nombrado senador directo por el rey Juan Carlos I y condecorado con Gran cruz de la Orden de Isabel la Católica en 1980, mantuvo el sillón Q de la Real Academia Española, fue acusado de plagio por la escritora María del Carmen Formoso tras ganar el Premio Planeta (causa archivada y reabierta por el Tribunal Constitucional) y compensado al año siguiente con el Premio Cervantes, del que había llegado a decir que era un “premio cubierto de mierda”. El rey creó el marquesado de Iria Flavia para nombrarlo aristócrata. Alguien que quiere que lo traten como a Dios, dijo una vez Italo Calvino, y no sin razón.
A modo de ironía, las palabras de elogio con que justificaron los miembros de la Academia Sueca la decisión de concederle el Nobel en 1989 fueron las siguientes: “su prosa encarna una visión provocadora del desamparo de todo ser humano”. Treinta y siete años después, eso sí.