Aprovechando que termina el año, repasamos algunos de los mejores films estrenados a lo largo de los últimos doce meses
VALENCIA. Se acaba el año y es tiempo de listas. Una manera como otra cualquiera de resumir la temporada de algún modo, porque ya se sabe que nunca contentan del todo a nadie. Siempre aparece quien no encuentra su película favorita entre las seleccionadas por la crítica, quien considera que se ha cometido una injusticia al no escoger una en lugar de otra... Es parte del encanto de confeccionarlas, aunque también es cierto que cada una se circunscribe a lo que ha visto quien la firma.
Mientras no sean objeto de una votación amplia y diversa, e incluyan la totalidad de la producción anual mundial, no serán del todo ecuánimes. Pero, aún así, es difícil resistirse a su magnetismo. Como en 2014, esta sección escoge una decena de títulos que han marcado el año, sin orden de importancia alguno. Una selección en la que quizá no están todas las que son, pero desde luego sí son todas las que están, y que hemos elaborado tratando de evitar en lo posible el rodillo hegemónico de la producción anglosajona.
Y empezamos por una película que no solo se estrenó con dos años de retraso, sino que, desgraciadamente, ni siquiera llegó a las pantallas comerciales valencianas, aunque la Filmoteca tuvo la perspicacia de rescatarla. Qué difícil es ser un dios (Trudno byt bogom, 2013) es la cinta póstuma de Alexei German, adaptación de la novela homónima de los hermanos Arkadi y Boris Strugatski, en la que un viajero del futuro visita como observador imparcial y sin capacidad de intervención un planeta que se encuentra estancado en una sociedad feudal.
El realizador ruso, que solo rodó seis películas en cincuenta años, falleció en 2013, antes de ver terminada su obra, en la que llegó a trabajar durante más de una década. Su mujer y su hijo (el también director Alexei German Jr.) completaron el montaje de esta epopeya de tres horas en la que el espectador asiste atónito e hipnotizado a una recreación de la Edad Media que se asemeja a una sucesión de tableaux vivants de Brueghel El Viejo. Un monumental testamento fílmico elaborado a base de magistrales planos-secuencia que, además, es una reflexión sobre el papel del cineasta como demiurgo.
Otra de las imprescindibles del año ha sido Taxi Teherán, premiada con el Oso de Oro en la Berlinale. En 2010, Jafar Panahi fue inhabilitado durante veinte años por la justicia iraní. Desde entonces, ha sorteado la condena en tres ocasiones. En Esto no es una película (In film nist, 2011) y Telón cerrado (Pardé, 2013), rodando en el interior de sendos domicilios. Esta vez, lo hace dentro de un vehículo. Encierros simbólicos, reflejo de la coyuntura que sufre como consecuencia de una mordaza gubernamental que, sin embargo, no le va a impedir seguir realizando películas.
Taxi Teherán es un nuevo alegato en favor de la libertad artística, que el director articula logrando embutir en el reducido espacio de un coche un microcosmos de personajes y circunstancias que retratan con tanto sentido del humor como voluntad crítica la situación social, política y cultural de su país.
El planteamiento del film (rodado con dos pequeñas cámaras rotatorias colocadas en el salpicadero) lo vincula con Ten (Abbas Kiarostami, 2002), pero Panahi está tan interesado en los retazos de historias que cuenta como en el modo en que las presenta al espectador, y desvela de inmediato el mecanismo sobre el que se sustenta la construcción de la película, en un juego metacinematográfico que remite a otros títulos de su filmografía, como El espejo (Ayneh, 1997). De este modo, Taxi Teherán se convierte también en una cinta autorreferencial que cuestiona, desde la acción, el estrangulamiento a que se encuentra sometido el cine iraní.
El Oso de Plata de Berlín fue para El Club, el quinto largometraje de Pablo Larraín, galardonado también con el Gran Premio del Jurado y escogido para abrir la sección Horizontes Latinos en San Sebastián. Se trata del segundo título del director que llega a las pantallas españolas, después de No (2012). Anteriormente, el chileno era un cineasta desconocido en nuestro país, al que solo había accedido a través del circuito especializado.
De ahí que el espectador pueda sentirse incómodo con el tercio final de El club, una película que aborda el tema de la pederastia en el seno de la Iglesia desde una perspectiva alejada del tremendismo, pero que se cierra desatando toda la violencia contenida que anida en lo más profundo de su historia. Una violencia no sólo física, sino también moral, común a los mejores films de Larraín, especialmente las magistrales Tony Manero (2008) y Post Mortem (2010), terribles miradas sobre sucesos todavía recientes en el devenir histórico de su país.
Y siguiendo con la cosecha festivalera, la Palma de Oro de Cannes se la llevó, no sin polémica, Dheepan, que quizá no es la mejor cinta de Jacques Audiard, pero se mantiene fiel a su filmografía previa, porque aunque se contaminen de elementos de género, sus películas siempre hablan de gente que busca su lugar en el mundo.
Dheepan, bajo su apariencia de drama social primero, y thriller después, no es la excepción. La historia de tres inmigrantes tamiles (hombre, mujer y niña), sin relación entre sí, que forman una familia ficticia para huir de la guerra y rehacer sus vidas en un barrio del extrarradio parisino (para descubrir que solo han cambiado una guerra por otra), es una nueva demostración de su maestría en el terreno de la puesta en escena y una compleja reflexión sobre los patios traseros de una Europa en proceso de cambio.
El film explora, además, cuestiones como los vínculos afectivos (la evolución de la relación entre los protagonistas y la menor) o la violencia (de la que el hombre huye, pero a la que debe recurrir para sobrevivir), que pocos como él filman hoy en día.
Todavía en cartel, Langosta (The Lobster, Yorgos Lanthimos) es otro de los títulos básicos del año. Una película que se sitúa en un porvenir indeterminado, pero cercano, ese futuro que era el único que interesaba al escritor James G. Ballard: Los próximos cinco minutos. En la ciencia ficción distópica del cineasta griego no hay naves espaciales, extraterrestres o colonias interestelares (tampoco, curiosamente, en la de Alexei German), pero sí un hotel que funciona de manera parecida a una cárcel, un lugar donde se recluye a las personas solteras y se les obliga a encontrar pareja en un plazo de cuarenta y cinco días. Si no lo consiguen, son transformados en un animal de su elección y abandonados en un bosque.
El ser humano, sin amor, se convierte en un animal. Literalmente. Es un futuro muy parecido al que plantea Charlie Brooker en la serie Black Mirror (2011-2015), basado en nuevas normas sociales que, a su vez, generan nuevos comportamientos. Según Lanthimos, la idea de la película nació “de la observación de cómo las personas sienten la continua necesidad de tener una relación amorosa; de la forma en que la gente ve a quienes permanecen solteros; del fracaso que supone no conseguir estar con nadie”. Y, por supuesto, del miedo que implica todo eso, porque como muestra Langosta, tener pareja es sinónimo de seguridad.
El club no está sola en su representación del cine latinoamericano. Le acompaña la argentina Paulina, segundo largometraje (tercero, si se cuenta el colectivo El amor, primera parte, 2005) de Santiago Mitre, probablemente uno de los directores contemporáneos que mejor elabora un cine político sin necesidad de subrayados.
Si en El estudiante (2011) hablaba del compromiso ético en un entorno viciado, aquí da un paso más allá en su retrato de un personaje con unas convicciones morales que chocan de lleno con su familia y la sociedad. Se trata de un remake de La patota, una película dirigida por Daniel Tinayre en 1960 y conocida en España como Ultraje, a la que Mitre da una inteligente vuelta de tuerca al modificar el sentido de su discurso.
Mientras en la película original, que se abre con una cita de San Mateo, el perdón es el tema central, en la de Mitre lo que importa es la voluntad de una mujer de entender la marginalidad, la violencia y el motivo de la agresión que padece (y sus consecuencias), en un proceso que implica aprender a aceptar lo que le ha pasado y a convivir con ello, en una decisión que incomoda y desconcierta no solo a los otros personajes, sino al espectador. Un personaje memorable y controvertido, encarnado por una soberbia Dolores Fonzi.
Ya lo avisamos el principio. Este texto pretende reivindicar algunas de las mejores películas de 2015 evitando, en la medida de lo posible, los lugares comunes y el eurocentrismo imperante en la exhibición y distribución de nuestro país. Por eso creemos que vale la pena destacar uno de los escasos estrenos africanos (¿el único?) de 2015, especialmente porque Timbuktú es un film excelente, el primero en ocho años de Abderrahmane Sissako, cineasta nacido en Mauritania y criado en Mali que se ha convertido en uno de los pocos directores procedentes del continente negro que ha alcanzado relevancia en el circuito internacional de festivales.
Con una naturalidad aterradora y sin subrayados innecesarios, aunque sí con cierta voluntad didáctica, la cinta retrata la vida cotidiana en una ciudad tomada por el yihadismo. Una descripción de la barbarie que elude el morbo sin por ello dejar de poner el acento en el modo en que se articula una sociedad regida por normas contrarias a la racionalidad más elemental, que podrían competir fácilmente con las de Qué difícil es ser un dios, con la diferencia de que el film de Sissako no se basa en ninguna novela de ciencia ficción.
Y de África nos trasladamos a Ásia, para recordar que la japonesa Naomi Kawase estrenó dos apreciables películas a lo largo de esta temporada (Aguas tranquilas y Una pastelería en Tokio), pero, sobre todo, que el taiwanés Hou Hsiao-Hsien firmó la que para muchos fue la vencedora moral en Cannes: The Assassin (Nie yin niang). Un film trabajado a lo largo de cinco años, heredero directo del legado de Akira Kurosawa, donde el realizador logra una hazaña que parecía imposible a estas aturas, y más viniendo de alguien como él: La reinvención del wuxia.
En contra de la tradición, la película (que se abre con un prólogo en blanco y negro para dar paso después a una espectacular gama de colores) apuesta por reducir los combates y eludir los efectos especiales que han caracterizado al género en las últimas décadas (cables, cromas) para centrarse en la complejidad de los personajes y su relación con unos espacios que, como en Qué difícil es ser un dios (aunque de un modo muy distinto), remiten a los grabados pictóricos. Un paso decisivo, tanto para el cine de artes marciales como para el director, asociado hasta ahora al reducido entorno de los festivales especializados.
Cada vez que estrena película, el canadiense David Cronenberg suele aparecer en los recuentos con lo mejor del año. Y Maps to the Stars no es una excepción. Como ocurría con Audiard, puede que no nos encontremos ante su mejor film (en su caso, es complicado escoger), pero es imposible pasar por alto la mirada quirúrgica sobre la fama y las cloacas privadas de Hollywood que propone el malévolo guión de Bruce Wagner.
Una sátira mordaz con ribetes de cuento de fantasmas, protagonizada por una estrella madura e inestable que arrastra un trauma materno (Julianne Moore) y un repelente niño prodigio con turbio pasado tóxico. La enfermedad, uno de los temas clave en la obra de Cronenberg, se manifiesta esta vez no como un virus mortal, sino como un carcinoma social que afecta a unos individuos más parecidos a espectros que a personas reales, acostumbrados a vivir otras vidas pero incapaces de gestionar las propias. Una fauna miserable que guarda demasiados secretos en los armarios, y que destila una pestilencia que el cineasta se divierte en explicitar mediante algunas secuencias particularmente memorables.
Cerramos con otro director heterodoxo, que en su última película también ha fijado su mirada en el universo cinematográfico, aunque desde posicionamientos muy diferentes. Se trata de AbelFerrara, que en Pasolini recreaba los últimos días del imprescindible cineasta italiano, precisamente cuando se cumplen cuarenta años de su trágica muerte. De la mano de un inmenso Willem Dafoe, la cinta es una exploración biográfica similar a la que Ferrara planteó con Welcome to New York (2014), alejándose del biopic tradicional y sumergiéndose en la complejidad psicológica del personaje escogido.
Lo hace centrándose en sus últimas horas y su vida cotidiana, quizá interrogándose sobre sí mismo a través de otro cineasta, también acusado de escandaloso e iconoclasta:
La lista podría extenderse más, lo que demuestra que 2015 ha sido un bueno año. De hecho, debería incluir P’tit Quinquin, la maravillosa miniserie de Bruno Dumont que también se estrenó en cines, y de la que ya hablamos largo y tendido aquí.
También Viaje a Sils Maria (Clouds of Sils Maria), del siempre interesante Olivier Assayas. Y Edén (Mia Hansen-Løve), La profesora de parvulario (Haganenet, Nadav Lapid), Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia (En duva satt på en gren och funderade på tillvaron, Roy Andersson), The Look of Silence (Joshua Oppenheimer), El año más violento (A Most Violent Year, J.C. Chandor), National Gallery (Frederick Wiseman), 45 años (45 Years, Andrew Haigh) o Nightcrawler (Dan Gilroy), entre muchas otras… No se quejarán: Ya tienen deberes para estas vacaciones.