VALÈNCIA. Desconfío de las mayorías aplastantes. Llámenme escéptico, si quieren, pero eso del pensamiento único me impone un poco. Más aún cuando se trata de productos culturales. Justifica las dictaduras del gusto. Y estos días parece que Dunkerque, se mire donde se mire, es una obra maestra. Rotunda e indiscutible. Desde el mismo momento de su estreno. O puede que incluso antes. La firma Christopher Nolan, un cineasta a quien hace ya años le colgaron la etiqueta de heredero natural de Stanley Kubrick, y cuya obra suele generar consenso acerca de su magisterio. Cinco estrellas por aquí, cinco estrellas por allá, una de las mejores películas bélicas de la historia, la cumbre de su director, blablabla… Bien es cierto que estas manifestaciones de ardor crítico se suceden cada semana, y que suelen aparecer en muchos medios justo al lado de grandes reclamos publicitarios de la película en cuestión. Sin ir más lejos, hoy lo van a leer y escuchar mucho sobre Spider-Man: Homecoming (Jon Watts, 2017). No ganamos para obras maestras. Salimos a varias por mes, oiga. O eso dicen.
No es por llevar la contraria, pueden estar seguros, porque quizá (solo quizá) Dunkerque sea una película estimable, correcta, incluso hasta notable. ¿Obra maestra? Tendemos a usar ciertas calificaciones con demasiada ligereza. De hecho, también salimos a genio por semana. Seguro que en este momento debe estar naciendo uno en algún hospital cercano. El presente texto pretende aproximarse al film manteniendo la distancia, lejos de la euforia que parece arrebatar a algunos cronistas en el mismo momento en que pisan la sala y se apagan las luces. Y, por supuesto, contiene spoilers. Se trata de una película sobre la evacuación de las tropas inglesas de la costa francesa de Dunkerque en la Segunda Guerra Mundial. Ya saben los detalles y el final. Nadie se come las uñas atacado de los nervios pensando que Hitler va a morir como consecuencia del complot que narra Valkiria (Valkyrie, Bryan Singer, 2008). Son películas que respetan en lo esencial los relatos históricos en que se basan, así que no hay sorpresas en ese sentido. La obsesión enfermiza y ridícula por los spoilers es otra de las muchas tonterías que hay que agradecer a la fiebre por las series. ¿Deja alguien de ver (o volver a ver) Casablanca (Michael Curtiz, 1942) porque sabe que al final Ingrid Bergman cogerá el avión? Pues eso.
Al lío
Pero no nos desviemos del asunto. Aquí hemos venido a hablar de Dunkerque, y no precisamente en los términos desmesuradamente laudatorios en que lo ha hecho la gran mayoría de la prensa mundial. La idea es tan simple como intentar situar la película en su contexto, a riesgo, evidentemente, de equivocarnos (tampoco sería la primera vez). Huelga decir que se trata de la aproximación más realista a un episodio clave en la contienda bélica, llevado ya al cine en Dunkirk (Leslie Norman, 1958) y De Dunquerque a la victoria (Contro 4 bandiere/From Hell to Victory, Umberto Lenzi, 1979). La primera, inédita comercialmente en España, ya supuso un intento serio de dramatización de los hechos históricos, mientras que la segunda es una cinta de explotación muy poco rigurosa, donde la repatriación de los soldados ingleses acorralados en la playa es solo uno de los muchos lances que se abordan. También la producción francesa Fin de semana en Dunkerque (Week-end à Zuydcoote, Henri Verneuil, 1964) reproduce el mismo episodio, y resulta conveniente echarle un vistazo para calibrar en su justa medida las aportaciones de la nueva versión. Ninguna de ellas, en todo caso, contó con los 150 millones de dólares de presupuesto de Dunkerque, que incluyen, ojo al dato, veinte para Nolan como director, además del 20% de la taquilla. La inversión, por cierto, ya ha sido recuperada.
Si bien es verdad que se ha dado algún caso en el que una gran cuantía económica en producción no se ha visto fielmente reflejada en la pantalla, parece ridículo rendirse ante la película por su enorme calidad técnica, que se da por hecha con un presupuesto de tal calibre, que permite contar con los mejores profesionales en todos los ámbitos. Ese excelente trabajo se refleja en el realismo de las imágenes, que sin necesidad de recurrir en exceso a los efectos digitales, logran transmitir con fidelidad la angustia de los protagonistas. Una voluntad realista que Nolan acentúa limitando los diálogos al mínimo, haciendo que sus personajes se expresen más por sus acciones que a través de sus palabras. Inspirado, según propia confesión, por películas como Un condenado a muerte se ha escapado (Un condamné à mort s'est échappé ou Le vent souffle où il veut, 1956) y Pickpocket (1959), ambas de un Robert Bresson que debe estar revolviéndose en su tumba. Porque, efectivamente, las películas del cineasta francés eran parcas en palabras, pero además subrayaban su apuesta realista prescindiendo de la música. No tiene sentido resucitar a estas alturas cuestiones en torno al uso de la música diegética y extradiegética, pero en Dunkerque debe haber una orquesta escondida detrás de alguna duna, porque esa puesta en escena que se pretende espartana y ajustada a la realidad salta por los aires (nunca mejor dicho) cada vez que entran las notas compuestas por Hans Zimmer. Y no conviene olvidar que una de las estrategias clásicas de manipulación del espectador por parte del cine es la música. Aquí, incluso por medio de un casi omnipresente tic-tac subliminal que subraya el carácter de salvamento contrarreloj que tiene la operación. Y que, de paso, incide en la película como mecanismo de precisión.
No es tampoco asunto menor el tema de los cliffhangers, salvamentos en el último suspiro o rescates in extremis, como se decía antes de que los términos ingleses coparan nuestro vocabulario. Ya que el espectador conoce el desenlace del film desde antes de acceder a la sala (los ingleses, lo dicen los libros, fueron evacuados), Nolan genera tensión y suspense poniendo en diversas situaciones límite a los principales rostros de la película. Porque el suceso histórico fue protagonizado por las masas, pero el cine mainstream requiere individualizar la experiencia para que el público tenga la posibilidad, por mínima que sea (poco arco dramático tienen aquí los personajes), de empatizar con los seres humanos que contempla. Y así, se abusa hasta la náusea de situaciones en las que se encuentran con el agua al cuello (otra vez de manera literal), a sabiendas de que solo se trata de un recurso tan gastado que ha perdido eficacia. En este sentido, el colmo del ridículo se produce cuando el aviador interpretado por Tom Hardy, tras abatir a un caza alemán en modo planeador (ya que se ha quedado sin combustible), intenta sacar el tren de aterrizaje y le falla la palanca. ¿En serio? Cada vez más cerca del suelo, el piloto hará lo imposible para que las ruedas finalmente emerjan del vientre del avión y (adivinen) se consume un suave aterrizaje.
La voluntad realista del film tiene como objetivo mostrar que la guerra es repugnante, una lucha sin cuartel contra un enemigo invisible. Es un gran acierto de Nolan, que nunca muestra a los alemanes, lo que posiciona al espectador desde el inicio. No obstante, otra de las grandes contradicciones internas de Dunkerque es que esa supuesta intención de poner en evidencia el inhumano infierno de la contienda está vehiculada a través de una puesta en escena en la que se impone el espectáculo, en formato IMAX y 70 mm., convirtiendo el sufrimiento en una exhibición estética. De hecho, la película no es tanto una denuncia del horror de la guerra como un homenaje a los héroes que lograron la quimérica labor de sacar de la playa a más de trescientos mil soldados mientras los aviones nazis lanzaban proyectiles desde el cielo. Muy especialmente, a aquellos que salieron de las costas del sur de Inglaterra con sus pequeñas embarcaciones civiles para recoger a cuantos militares pudieron y devolverlos a su país. En sus memorias, Sir Winston Churchill asegura: “Hemos de ser precavidos y evitar caer en la tentación de dar a este rescate el significado de una victoria. Las guerras no se ganan con evacuaciones”. Sin embargo, se ha dado una dimensión al suceso que lo convierte en el paso decisivo hacia la vitoria final de los aliados, y la película acaba glorificando el carácter de victoria que puede tener una retirada a tiempo. Aún más: El oficial que interpreta Kenneth Branagh no abandonará el espigón aunque ya no quede en la playa ni un solo inglés. Permanecerá allí para salvar a los franceses. Si en ese momento hubiera sonado un himno y se hubiera fundido su imagen con la de una patriótica bandera no hubiera extrañado a nadie. El efecto es el mismo. Así de grabadas tenemos en el inconsciente las imágenes que han configurado la hegemónica mitología cinematográfica anglosajona.
Hemos citado a Churchill y sus memorias de la Segunda Guerra Mundial. Recordemos otro de sus pasajes. En el tercer volumen, centrado en la caída de Francia, incluye un capítulo dedicado íntegramente a la evacuación de Dunkerque donde se encuentra el origen de la idea de Nolan de diversificar la película en tres espacios: tierra, mar y aire. El político británico especifica claramente que la operación de rescate fue un éxito porque las bombas caían en la arena blanda de la playa, lo que sofocaba las explosiones (tierra). Acto seguido, se refiere al combate aéreo, explicando que pese a la superioridad numérica alemana, los potentes Spitfires ingleses les infligieron daños notables (aire). Y el tercer factor al que alude Churchill es la calma de las aguas del Canal de la Mancha, que permitió a las pequeñas embarcaciones acercarse a la orilla (mar). A partir de este triple análisis de la situación, Nolan articula un relato que no solo atiende a los tres frentes citados, sino que además se organiza en tres planos temporales también diferentes y complementarios: La actividad en tierra dura una semana, la del mar un día y la aérea una hora. En el segmento final del film, todas confluyen en un estallido épico más logrado que otros de similar intención pirotécnica que salpican anteriores títulos del cineasta, como Origen (Inception, 2010).
El objetivo es siempre la espectacularización del drama humano. “Sin olvidar los valeroso esfuerzos de los tripulantes de las embarcaciones menores, no se ha de olvidar que la carga más pesada recayó sobre los buques que zarpaban del puerto de Dunkerque, donde embarcaron dos terceras partes de nuestros hombres”, recalca Churchill. Nolan, en una decisión significativa, prefiere poner el foco en los voluntarios civiles, del mismo modo que Steven Spielberg (tarde o temprano tenía que aparecer) prefirió hacer en La lista de Schindler (Schindler’s List, 1993) una película sobre un puñado de judíos que se salvaron del Holocausto, en lugar de sobre los millones que perecieron. Opciones legítimas, consecuencia directa de voluntades ideológicas, que además enlazan con la lectura desde el presente de los hechos narrados en Dunkerque y su relación con la situación geopolítica global.
La realidad y la ficción
En 1940, una vez los soldados regresaron a tierra inglesa, recibieron instrucciones para guardar silencio sobre los sucesos que habían vivido. Al fin y al cabo, una retirada era una deshonra y podía minar la moral de la población. Sobre ese silencio forzoso se construyó el mito de Dunkerque, que ahora se amplifica mediante una película donde apenas se ve una gota de sangre (está calificada PG-13, es decir, tolerada para todos los públicos, menores acompañados) y el horror está descrito con tal pulcritud y brillantez técnica que resulta muy fácil saltar en el asiento a causa del sonido panorámico de una bala que cruza la pantalla, pero nos deja emocionalmente inertes cuando los vivos apartan los cadáveres anónimos que flotan en el mar. El despliegue dramático en tres tiempos puede resultar aparatoso y espectacular, pero impide el desarrollo dramático de los personajes que, literalmente, no existe, excepto en el caso del encarnado por Mark Rylance. Las dos únicas muertes que importan a nivel emocional, muy significativamente, son la de un soldado (francés) que no abre la boca en toda la película y la de un chaval que trata de alcanzar la costa gala en una embarcación civil, y que se produce de la manera más absurda posible (en realidad, toda la subtrama que le afecta es superflua).
Antes hicimos referencia a las miradas previas del cine sobre la evacuación. Faltaba una menos obvia, pero mucho más importante, que ha sacado a colación Jonathan Raban en un interesante artículo para The Stranger donde, además, afirma que su padre, que fue uno de los soldados evacuados, no reconoce el Dunkerque retratado por Nolan. Se trata de Expiación (Atonement, Joe Wright, 2007), basada en la novela de Ian McEwan, donde la evacuación ocupa un tercio del metraje y se puede establecer una comparación definitiva entre la apuesta de Nolan por un realismo aséptico de playas impolutas, destructores recién salidos de chapa y pintura o soldados sin un grano de arena entre el cabello después de un ataque aéreo, con la costa descrita por Wright, llena de basura, vehículos abandonados, cadáveres y cráteres provocados por las explosiones. El sucio paisaje que queda detrás de un ejército derrotado, filmado (ya que se valora la pericia de la puesta en escena) mediante un soberbio plano-secuencia de varios minutos de duración. Pero Wright, ay, no tiene categoría de auteur. Y Expiación fue calificada Rated-R, es decir, para adultos.
La campaña por los Oscars 2018 ya ha comenzado. Y la película está muy bien situada. Los premios nunca han reconocido a Christopher Nolan, que ni siquiera ha sido nominado como director hasta ahora. Por no tener, no tiene ni un Globo de Oro. Así que la ocasión es más que propicia. Los premios a montaje y otras categorías técnicas parecen también cantados, y Hans Zimmer está en una situación parecida a la de Nolan. Tiene Oscar (lo ganó en 1995, por la partitura de El rey león), pero ha sido candidato hasta ocho veces más sin conseguir la estatuilla. Dunkerque se ajusta a la perfección al tipo de film premiado en los últimos años: Un crowd-pleaser de manual (heroísmo, suspense, estrellas, patriotismo, espectacularidad) que, además, tiene coartada de autor. Es cierto que se ha estrenado meses antes de que comiencen las quinielas, y con títulos muy esperados todavía pendientes de llegar a las pantallas, pero medios como Variety (portavoz oficial de la industria) no dudan en situarla a la cabeza de las apuestas. Su consagración en la entrega de los galardones más conservadores de la industria del entretenimiento mundial sería su triunfo definitivo. Y también la prueba más rotunda de que Nolan nos ha vuelto a dar gato por liebre.