VALÈNCIA.-Es abrir Powerpoint y una fuerza inexplicable nos llama a empezar a decorar la pantalla. Recursos de colores, letras locas, movimientos, divertidas transiciones, ponga aquí su foto, y un dibujo, y otro, y aquí una galería de elementos florales… y de repente esa presentación comercial sobre el estado en quiebra de una empresa se convierte en una ornamentada sucesión de gráficas y números saltimbanquis, con música coreana de fondo, que nos invita a saltar por la ventana.
Tan importante es la presentación como el mensaje. Y las herramientas para este tipo de exposiciones en público han evidenciado el mal uso que hacemos de este tipo de soportes visuales, sin formación en ello y con un atrevimiento que no tendríamos en otros aspectos de la vida profesional, pero un ordenador nos dio las posibilidades de ponernos creativos y, precisamente, nos creímos uno de esos creativos por poder elegir tipos de letra.
Es extrapolable al mal general que ha causado la popularización del software ‘de diseñadores’, y sea una presentación o una web, el impacto de los usuarios la primera vez que lo descubren es tan positivo que se queda implantado como estándar. Hablamos de la hegemonía del powerpoint (de forma genérica a las presentaciones ya las llamamos así), pero también de sus derivados y falsas alternativas, todos ellos a menudo vilipendiados, con razón, por enmascarar los contenidos y convertir en aburrimiento todo lo que tocan.
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Aunque la mona se vista de seda, mona se queda, o la tiranía del formato contra el contenido. Precisamente el mes pasado en estas páginas hablábamos de la tiranía de la tecnología en el desarrollo y diseño de productos, y hoy el enfoque es más bien de cómo al servicio de los usuarios la popularización de las herramientas informáticas nos ha hecho confiar en esta parte técnica para quitarle peso a lo verdaderamente importante; en este caso, las presentaciones. Y si bien este tipo de asistentes informáticos no son buenos o malos por sí mismos, vemos que sí han condicionado la forma de presentar devaluando al ponente pensando que por hacer algo gracioso la cosa saldría bien. Y nada más lejos de la realidad.
* Lea el artículo completo en el número de 61 de la revista Plaza