Nos sentamos con el cardenal Cañizares para conocer a la persona que hay detrás de aquel hombre que se presentó en València con una capa púrpura de cinco metros que le impusieron y que le avergonzó. Su amistad con Mónica Oltra, sus años en Roma, donde le llamaban Il piccolo Ratzinger, su pasado como pívot…
VALÈNCIA.- La campana ‘Miguelete’ tañe dos veces. Se escucha de fondo, casi como un susurro, mientras Antonio Cañizares, el ‘cardenal de piedra’, como lo cinceló Rubén Amón hace un lustro, sonríe convertido en fina arena. Hace una hora y cuarto, monseñor Cañizares era un hombre serio y desconfiado que se sentaba en su butaca —«esa es la suya», nos advierte su jefa de prensa minutos antes— al lado de una mesita con un retrato del Papa Francisco flanqueado por dos estatuillas de san José y sant Vicent. Su rostro se ha ido ablandando como en una cocción a fuego lento y al final de la charla ese hombre tímido, muy tímido, y duro, muy duro, sonríe con ojitos de niño bueno. Como si el viaje que acaba de recorrer hubiera rescatado hasta la epidermis a aquel chaval de pueblos churros que solo quería una cosa en la vida, ser cura. Es el final de un viaje que parte en Benagéber, donde su padre tenía un sueldo modesto como jefe de Telégrafos, pasa por Utiel, donde nació, y Sinarcas, donde se crio y se ordenó sacerdote influido por otro clérigo, don José. Luego llegaron València, Salamanca, Ávila, Granada, Toledo, Roma y València, la última estación antes de su retiro, cuando Francisco acabe aceptando su renuncia —se la denegó cuando el arzobispo la presentó en octubre al cumplir 75 años—, en un monasterio de esa España vacía que le angustia.
— ¿De dónde procede su familia?
— Yo procedo de Benagéber, que estaba donde se construyó el pantano que se llamó de San Bartolomé; luego, con Franco, pantano del Generalísimo, y ahora solo pantano de Benagéber. Mi padre era jefe de Telégrafos. Trabajaba en Chelva y fue trasladado a Utiel, donde nacimos mi hermano y yo. Mi hermana mayor había nacido en Benagéber. Mi abuelo paterno, con el dinero que le dieron de indemnización por las tierras, compró una fábrica de harinas en Sinarcas, que era un buen negocio, y allí empezaron a trabajar mis tíos mientras mi padre seguía con un sueldo muy bajo en Telégrafos. Entonces decidió pedir una excedencia e irse a Sinarcas con sus hermanos, a la fábrica del padre. Por eso hay una rivalidad entre Utiel y Sinarcas por de dónde soy yo. Y yo soy de Utiel, pero me he criado en Sinarcas.
— ¿La vocación, de dónde le viene?
— A los tres años cogí el sarampión y estuve muy grave. Estaban esperando a que muriese. Al final me salvé, pero había olvidado andar y tuve que aprender de nuevo. Mi madre me animaba a ir poco a poco. Ya entonces me preguntaban qué quería ser de mayor y yo decía: «Cuando sea grande quiero ser cura». El sacerdote de Sinarcas, don José Martínez, era amigo de mi padre y me influyó mucho. Yo soy sacerdote gracias a él. Mi primer destino fue Alcoi, donde un párroco, don Cirilo, fue mi maestro. Aunque mi gran maestro ha sido santo Tomás de Villanueva, sobre quien hice mi tesis doctoral.
— ¿A qué jugaba de niño?
— Al marro. Un juego de dos bandos con el que nos entreteníamos en el recreo. O al saltillo de la picaraza, los hierros, los bambuses… Y al fútbol.
—¿Conserva su afición por el fútbol?
— Sí. Jugaba de lateral izquierdo. Recuerdo que con nueve años hicimos un equipo y lo llamamos el equipo de la Cruz y nuestro escudo era In hoc signo vinces [con este signo vencerás]. Pero perdíamos todos los partidos… Cuando vine a València, a Moncada, aunque parezca mentira, jugaba al baloncesto. ¡Y de pívot! Cuando vinieron las chicas del Valencia Basket les dije que había sido jugador de baloncesto y se reían, claro.
* Lea la entrevista íntegra en el número 79 (mayo 2021) de la revista Plaza
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