La Orquesta de València, dirigida por Lawrence Foster, supo traducir el perfume exótico que irradiaba el programa
VALÈNCIA. Cabría preguntarse qué hacían juntos en un programa (y por este orden) Brahms, Saint-Saëns, Ravel y Kodály. La concreción de las obras que se escucharon en el Palau este viernes puede ayudar a entenderlo, en cierta manera: Sinfonía núm. 3 del primero; Habanera para violín y orquesta / Introducción y rondó caprichoso, del segundo; Tzigane del tercero; la suite de Háry János del cuarto: Brahms aparte, hay una cierta mirada hacia lo exótico. Pero sólo después de escuchar a Arabella Steinbacher se encontraría la razón profunda de esa combinación. Porque su violín, ancestral y joven al tiempo, fue capaz de hilvanar la secuencia entre piezas bien diversas. Incluso sin actuar en la primera y la última obra, donde sólo intervino la Orquesta de Valencia (dirigida esta vez por Lawrence Foster), tendió los puentes necesarios entre las partituras, transmitiéndolos al público con una rara intensidad. Y el oyente, tras la intervención de la violinista alemana, pudo pasar sin problemas desde una sinfonía de Brahms -donde siempre, y con razón, se menciona la herencia de Beethoven (porque el eco zíngaro que contiene es, sin duda, muy pequeño)-, hasta una obra (Háry János) cuyo anclaje con la música húngara es enorme. Tanto que pueden reconocerse maneras que también utilizó Bartók en su Microkosmos. Entre estos extremos del programa, el suave exotismo transoceánico de la Habanera de Saint-Saëns, o la tremenda Tzigane de Ravel, que combina dureza y sofisticación al recrear el folklore.
Si en la Tercera Sinfonía de Brahms la lectura se quedó en una estricta corrección, la intervención de Arabella Steinbacher pareció contagiar a todos los intérpretes en el disfrute de una alegre simbiosis entre lo culto y lo popular. La encantadora Habanera de Saint-Saëns recuperó, por encima de su academicismo, la delicadeza llena de matices y el perfume marino que de tal danza se espera. Steinbacher lució en ella el bellísimo sonido de su violín, que profundizó en una amplia gama de matices entre el piano y el pianissimo. Legato y staccato estuvieron servidos con idéntica fortuna por el arco, mientras la afinación siempre se escuchaba impecable. La orquesta dispuso una eficaz y sobria alfombra para las figuraciones de la solista, que brilló igualmente en la Introducción y rondó caprichoso, también de Saint-Saëns.
Con la violinista alemana, la técnica está siempre al servicio de la música
En la siguiente obra, Tzigane, de Ravel, el exotismo de carácter magiar hizo acto de presencia, y ya no abandonó la sala hasta el final del concierto. La partitura de Ravel presenta todo un catálogo de sonoridades y ritmos de la música popular húngara, filtrados, eso sí, por la muy occidental y sofisticada visión del compositor vasco-francés. Tzigane, al margen de su discutida “autenticidad” folklórica, tiene un encanto superlativo, especialmente cuando es interpretada por una violinista capaz de trasladar al oyente el espíritu de la música, y de solucionar con éxito las endiabladas exigencias que el compositor demanda al solista. No es de extrañar que sea una de las obras más conocidas y aplaudidas de Ravel, pues también los pentagramas dedicados a la orquesta están plagados de hallazgos. Tantos son que es imposible reseñarlos todos, pero podrían destacarse, entre otros, la seductora intervención del arpa, que dio entrada a la orquesta tras una larga sección con el violín en solitario, o el bonito solo de oboe haciéndose cargo de la melodía, mientras la violinista acompañaba en pizzicato. El público aplaudió con ganas, y Steinbacher ofreció como regalo el primer movimiento (“Obsession”) de la Sonata op 27/2 de Eugène Ysaÿe, donde se entremezclan la Partita núm. 3 de Bach con el Dies Irae medieval. Señalar que Steinbacher es una violinista virtuosa no basta. Porque, en su caso, la técnica, realmente impecable, está siempre al servicio de la música, que consigue desentrañar hasta en sus más recónditos secretos.