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Bisila Bokoko o cómo caer del piso 26 de Empire State y vivir para contarlo

DANIEL DUART

Bisila Bokoko es una de las mejores embajadoras que ha tenido jamás la Comunitat Valenciana. Llegó a dirigir la Cámara de Comercio España-EE.UU. y le tocó reiventarse. Ahora solo trabaja en cosas que le divierten... y aún le sobra tiempo para sus labores filantrópicas en África, un continente en el que tiene sus raíces

| 25/11/2021 | 21 min, 37 seg

VALÈNCIA.- «En la vida, siempre hay un momento en el que caes, pero no es lo mismo pegártela del piso 26 del Empire State que de otro sitio», bromea Bisila Bokoko. Desde luego, para darse un trompazo de esas dimensiones primero hay que llegar muy alto. Nacida en València en 1974 esta emprendedora y filántropa ha sabido sumar la cultura africana, europea y americana para convertirse en una de las valencianas más internacionales que ha dado el cap i casal y que lo mismo ha sido portada de Forbes (como ejemplo de emprendedora) que de Vogue (la moda es una de sus pasiones). La suya es una historia de cómo llegar a lo más alto, un relato que siempre interrumpe para recordar a los que le ayudaron en el camino.

«Nací en València en 1974, en la terreta, por el barrio de Patraix, donde mi bisabuela tenía una casa. Mi padre vino de Guinea Ecuatorial —territorio español hasta su independencia en 1968— pero siempre dice que no fue un inmigrante habitual porque llegó con las llaves de una casa en el bolsillo». Su bisabuela, doña Pilar, compró un piso en España algunos años antes porque alguien le contó que en València, al tener tan buen tiempo, no tendría mucha diferencia con África. «Y yo, por casualidad, y por suerte, nací aquí», cuenta.

Su familia siempre estuvo vinculada a la Administración española en la excolonia. Su abuela estudió en España y era delegada de Educación —otra mujer en su familia que se anticipó a su tiempo—, así que ella y su abuelo, también funcionario, decidieron que sus hijos también tenían que estudiar aquí.

— Tú te criaste aquí, eres 100% valenciana

— Mis padres se conocieron y casaron aquí, y mis tres hermanos y yo nos hemos criado aquí, pero nunca he renunciado a mis raíces africanas. Mi primer colegio fue el San Juan de Ribera, un colegio público en el centro de València, y luego pasé al Guillen Tatay, que cambió de nombre y acabó en manos de los Legionarios de Cristo. A mis padres les entró algo de nerviosismo y dijeron «vamos a otro más liberal» y me mandaron al Iale. El Iale es mi alma mater y su directora, doña Marisa, es como una madre más y una maestra para mí. A sus ochenta años es dinámica y absolutamente increíble. El otro día me llama y me dice: «Oye, tú que sabes, ¿me puedes dar likes en Instagram». Yo de mayor quiero ser así [se ríe]. 

Bokoko se detiene para recordar a doña Marisa Marín, toda una institución en la educación privada valenciana. Es la primera vez, pero no la última, que la empresaria aprovecha la entrevista para saldar una pequeña deuda con quien le ayudó a ser como es y a llegar tan lejos. Curioso para alguien que se ha adaptado como un guante a la sociedad americana y se ha desarrollado en un ambiente donde la meritocracia (generalmente impostada) rinde culto al self made man… o, en este caso, woman.

De sus años en el Yale aprendió que el mundo era muy grande, pero también podía ser accesible. «Fue uno de los primeros colegios bilingües españoles, y ya ofrecía la posibilidad de ir un año a Irlanda a estudiar, lo cual era muy novedoso. Yo no llegué a ir, pero sí que se metió la semilla de que había que saber inglés y aprender a vivir en otros lugares».

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— ¿Cómo se mete Nueva York en tu cabecita?

—Cuando iba al colegio, el autobús me recogía junto al cine Gran Vía, donde había un hombre, el señor Pedro, que siempre pedía dinero allí. Yo tenía nueve o diez años y siempre le daba algo o le decía que me guardara la cartera mientras me iba a comprar chuches. Era un vagabundo, pero teníamos muchas conversaciones. Un día me dijo que había bailado en Broadway, que había tenido mucho éxito en Nueva York, pero que su hermana y su madre se habían matado en un accidente de tráfico y eso le llevó a una depresión que acabó dejándole en la calle. Esa historia me chocó porque yo vi Nueva York a través de sus ojos. Luego llegaron las películas, con las que todos tenemos la sensación de que hemos estado en Nueva York. Y más tarde, con La hora de Bill Cosby, fue la primera vez que vi una familia negra en la que el marido era doctor y la mujer abogada y, además, tenían unos hijos perfectos. Esa imagen no la tenía tanto de España porque en la mayoría de las familias negras que conocía las mujeres limpiaban casas o eran peluqueras. Y eso hizo que desde muy pequeña quisiera vivir en Nueva York… y el sueño se cumplió.

Lecciones de realidad

«Al principio fueron años duros porque tenía que lidiar con el tema de la diversidad —no existía— y éramos los únicos negros del colegio. Cuando pasaban lista decían ‘Bilisia África Bokoko’ y los niños se tiraban al suelo de la risa. Empecé a tener pánico escénico cuando pasaban lista. Una vez, en la clase de taekwondo, el profesor me pregutó cómo me llamaba y al contestarle que Bisila Bokoko me respondió ‘¡pues qué putada!’. Imagínate las carcajas», recuerda. 

Su piel le obliga desde pequeña a una lucha por ser quien es, a no perder sus raíces y, al tiempo, a integrarse en una sociedad, la valenciana, a la que pertenece por derecho propio: «Era una lucha continua. Yo rezaba y decía ‘¿Dios, por qué me has hecho así? Yo quiero ser como todo el mundo’. ¡Qué complicado!».

— ¿Y cómo se lidia con eso? Sobre todo cuando no tenías casi ni referentes.

— En ese sentido mis padres fueron siempre superprácticos y me decían: «Mírate al espejo, ¿de qué color eres? Negra, y además mujer. Así que coñas, las justas. Tienes dos problemas y con eso vas a tener que lidiar». Mis padres nos inculcaron que no nos podíamos portar como todo el mundo, que teníamos que ser un ejemplo. Éramos la primera generación de inmigrantes nacidos en España y me decían: «Si te portas mal, crearás un estereotipo que afectará a los demás». 

— Casi como Spiderman: sin un gran poder tuviste una gran responsabilidad.

— Siempre pensé que tenía ese compromiso de portarme lo mejor posible, de estudiar lo más posible… Si mis amigas hacían alguna travesura yo intentaba evitarla —aunque era un trasto, casi bandida— porque si participaba era la más visible. La verdad es que fueron años complicados, pero también maravillosos: me encantaba ir al colegio, lo pasaba bien, tenía muchos amigos, era muy sociable y mantengo las mismas amistades del cole. Cuando vengo a València sigo viendo de manera regular a amigos del colegio y del instituto [San Vicente Ferrer]; es una relación muy cercana que seguimos teniendo.

— ¿Hasta qué punto notabas la discriminación?

— La noté más en el instituto, porque allí cambia la actitud, no tienes tanto el apoyo de los profesores. Eres como un miniadulto; si hay alguna actitud negativa no dices nada porque debes buscarte tú la vida. Recuerdo que los skinheads pasaban por el instituto y tenías miedo. Ibas a Cánovas y decían «¡vienen los skinsheads!» o escuchabas una noticia de una paliza a un negro… ese era el tipo de dinámica que asustaba y tenías que vivir con ello.

El siguiente paso llegó con la universidad. Su gran pasión era el arte dramático, pero sus padres lo despacharon con un «déjate de historias, no hemos dejado África para que te hagas actriz», dice entre risas. Así que, siguió el consejo de uno de sus amigos —Íñigo Cristobal, ‘el de Maristas’— quien le habló de un programa especial en el CEU San Pablo en el que se cursaba Derecho con algunas asignaturas de Económicas. «Vamos, que de actriz nada; hice lo que se esperaba de mí», recuerda. En ese curso «no hice tantos amigos pero fueron años de salir muchísimo, de pasármelo muy bien y tampoco recuerdo matarme a estudiar. Yo nunca he sido superempollona, pero sí inquieta: iba a clases de baile, a la escuela de idiomas…», recuerda.

Cada vez que viene a España, y lo hace siempre que puede, Bisila aprovecha para volver a verse con sus amigos del colegio, del instituto o de la carrera. Nueva York le ha dado mucho, pero no le ha alejado de sus raíces, todo lo contrario, pues son tan importantes como siempre. 

Si los de Bilbao nacen donde quieren, Bisila no es menos: ella es africana nacida en València. «A nivel familiar mantuvimos las raíces gracias a mis abuelos, que han tenido una importancia fundamental en mi vida. Vinieron cuando tenía once años y yo, los fines de semana, siempre iba a comer allí comida africana… Han sido la gran influencia para conectar con mis raíces. Casi todo lo que sé de África lo sé por ellos. También me crie con mis tías, las hermanas de mi padre, que tenemos casi la misma edad. Iba con ellas a discotecas africanas; sobre todo en Madrid, donde hay mucha más diversidad. Yo me escapaba a Madrid siempre que podía. Mantuve mi vida española y africana, y mis amigas tienen la imagen de ir a comer comida africana a casa de mis abuelos y bailar. A veces, mi familia alquilaba un casal fallero y hacíamos una comunión o un bautizo, pero a la africana».

Tras la carrera, la realidad. Eran tiempos en los que los currículos se mandaban por carta y ella visitaba la sede de Correos en la plaza del Ayuntamiento para enviar una bolsa de Mercadona llena de solicitudes de empleos. Siempre sin contestación. El problema no era su cualificación sino el color de su piel: «Fue un momento de frustración total; pensaba que encontrar trabajo sería autómático, que casi vendrían a buscarme, pero no. Acabé el máster, me metí en la escuela de prácticas jurídicas y pensé en opositar. Entonces era muy frecuente entre las chicas lo de pensar en hacer una oposición para currar por las mañanas y tener tiempo para los niños: ya lo teníamos dentro. Pero intenté opositar a secretaria de ayuntamiento y casi me muero del aburrimiento» [se ríe].

«Entonces era muy frecuente entre las chicas lo de pensar en que haces una oposición así solo curras por las mañanas y tienes tiempo para los niños»

No lo sabía, pero la salvación llegó por casualidad. «Un día, en el máster, había una clase de marketing internacional que me encantó, y el profesor me habló de las becas del Ivex y el Icex. Me dije: ‘esto es lo mío’ porque era vender cosas fuera; tener un producto y promocionar algo de tu tierra fuera. Hice las dos pruebas y, tras hacer las del Icex en Madrid, volví a València, y me fui a la Virgen de los Desamparados a pedirle ayuda. Estaba rezando y tenía un móvil de esos antiguos, que parecía un zapato, entonces empezó a sonar en la iglesia y no sé cómo logré sacarlo del bolso. Era mi madre, me dijo que me había llamado una tal María Mompó para una entrevista», bromea.

Poco a poco su futuro se perfilaba, pero aún tocaba sufrir un poco. Pasó el proceso y no había plazas para Nueva York —su sueño— pero sí para Rusia, China, Argentina y tres para València, y «a mí me tocó una; me quedé hecha polvo», recuerda. Luego no fue tan malo. Desde València podía hablar con las veintitrés oficinas de la red en el extranjero, y tocaba todos los palos: mueble, textil, alimentación... «Además, era un momento muy boyante para la economía valenciana. No me había podido ir, pero estaba encantada», dice. Solo faltaba su oportunidad, y si no llegaba se la iba a crear ella.

No solo la situación económica era favorable sino que su llegada al Ivex se produce en el momento en que, por primera vez, la institución iba a contar con una directora general: Carmen de Miguel. «Como becaria, iba escuchando las conversaciones de pasillo, y escuchaba lo típico de ‘a ver cómo lo ha conseguido’ y todo ese tipo de comentarios. Al escucharlo me preguntaba por qué no estaban contentas de que viniera una mujer. Me sorprendía, porque yo era joven, pipiola, muy happy. Pensaba que tendrían que esperarle con alfombra roja», apunta.

Será porque la suerte sonríe a los audaces, pero su futuro estaba cada día más cerca. El primer día se topó con De Miguel en el ascensor y, con la confianza que da ser la última becaria en llegar, le preguntó «¿Qué tal tu primer día de trabajo? ¿Qué has hecho para ser directora?, porque yo un día quiero ser». Y Bisila recuerda con una de sus risas contagiosas que lo primero que le dijo fue: «¿Tú quién eres?». De la entonces directora general destaca lo amable que fue y cómo le dijo que sería «la mejor apuesta» si le mandaban a Nueva York. Se arriesgó a que le hubieran mandado a otro sitio, pero no, De Miguel habló con su superiora —Teresa Fayos, a la que también recuerda con mucho cariño y agradecimiento— y así fue cómo su siguiente parada fue la Gran Manzana. «Si una mujer no te pone la escalera no subes. Ellas me la pusieron y me abrieron las puertas, y siempre les he agradecido que vieran en mí ese potencial», explica.

Así aterrizó en Nueva York, con la misma ilusión de siempre y tan becaria como un día antes. «Allí estaba otra mujer, Eva Blasco [actual presidenta de la Asociación de Empresarias y Profesionales de Valencia, EVAP], una gran persona y absoluta mentora mía. Muy dura de pelar; eso sí, estábamos todos aterrados», recuerda con humor. Blasco fue clara: «No te hagas ilusiones, son seis meses y ni un día más; es un puesto muy goloso y hay muchos candidatos». Pero Bisila pensó: «De aquí no me sacáis ni con agua caliente» y aprovechó la ocasión para hacer networking. Tanto, que en el African Development Institute hizo un máster de relaciones internacionales: «mi plan era que, si se me acababa la beca, con la visa de estudiante podría seguir en EEUU». Un plan B que no hizo falta pues el destino fue a buscarle.

«Si una mujer no te pone la escalera no subes. A mí me la pusieron y me abrieron las puertas, y siempre les he agradecido que vieran mi potencial»

Faltaba poco para el verano y un día Blasco se le acercó. «‘Oye —me preguntó— ¿te gustaría quedarte?’ ¡Cómoooooooooo! ‘Sí, va a salir un puesto de marketing manager’. El consejo de Administación dijo que sí y así fue que me quedé cinco años en el Ivex», relata.

— Tu sueño hecho realidad.

— Totalmente. Fue entre 2000 y 2005 y fue una etapa fantástica porque ayudar a las empresas valencianas a entrar en EEUU es maravillo: es tu tierra, conoces los productos… Me acuerdo de un viaje con una DO a California, con la exconsellera Ramón Llin. Imagina, desde mi posición: nacida en València, hija de inmigrantes, y yo en plan Falcon Crest probando vinos y rodeada de enólogos. Yo trabajaba sobre todo gastronomía (también iluminación y mueble). Todo el día buscando importadores, distribuidores, ir a los supermercados a que pusieran producto valenciano… fue un sueño.

— Y del Ivex a la Cámara de Comercio España-EEUU, nada menos.

— En ese momento, mi ángel fue Lidia del Pozo, que llegó de becaria como yo en 2000 y se volvía a España porque tenía una oferta del BBVA. La llamé y quedamos a comer. En esa comida, que era para contarme por qué se iba, me preguntó, ya en los postres, «¿por qué no te presentas?». Seis meses antes acababa de dar a luz y además tenía una hija de dos años. Acababa de volver de la baja maternal, así que rechacé la oferta porque, además, sabía que ella siempre iba con la lengua fuera. Ella me insistió en que lo intentara y me ayudó a redactar el currículo. Lo mandó al Consejo de Administración y al cabo de una hora me llamó diciendo que me querían entrevistar. La vida te enseña que hay que portarse bien, porque esa reacción era de importadores y de emprendedores que me conocían. No te imaginas los nervios, toda inflada tras el embarazo, sin nada que ponerme, y entro en una reunión con ella y cuarenta personas; entre ellos el presidente de la Cámara, que es el mejor jefe que he tenido, Mario Díaz Cruz Tercero —lo de ‘Tercero’ le gustaba mucho—. Ahí me preguntaron cómo podía compaginar la maternidad con el trabajo y les dije que si no pensara que podía hacerlo no estaría ahí. Al final me dieron el puesto. Fue una suerte, sin la Cámara no sería quien soy.

Más dura fue la caída

El cambio fue brutal. Ahora en la mesa se sentaban los ejecutivos del BBVA, del Santander, de Iberdrola, Ferrovial, Dragados, Air Europa …Fue su escuela de emprendimiento. De pasar de una institución pública con una asignación presupuestaria a la Cámara, donde el Ministerio de Exteriores ponía el 20% del presupuesto «y el resto era: búscate la vida». Pero tuvo suerte de vivir lo que califica como «la mejor época de los negocios españoles en EEUU». Un tiempo en el que todas las firmas de moda venían: Custo, Agatha Ruiz de la Prada, Tous, Mascaró… Creé allí el Fashion Committee y por eso se me relaciona tanto con el mundo de la moda.

— Y entonces fue cuándo te caíste del piso veintiséis del Empire State.

— Sí. Al principio fue todo genial, pero se me subió a la cabeza: joven, acceso a todo el mundo, pensé que era intocable… hasta que me echaron. Fue una cura de humildad. Estaba muy asilvestrada. Quería hacer proyectos pero había un sistema y me lo pasaba por el forro. Mi jefe me dejaba hacer, pero cuando él se fue se acabó. Hubo un cambio y, con la nueva directiva, sus ideas y las mías no casaban. Salí perdiendo, pero toda la responsabilidad fue mía: mi actitud provocó esa caída. No es lo mismo caer del piso veintiséis del Empire State, que es donde estaba, que de otros sitios. Te quedas como un huevo frito. Verte con la cajita de cartón, en pleno febrero en Nueva York, fue dramático pero también de turning point. Allí tomé la decisión de ser empresaria porque si no te gusta que te manden, entonces te lo montas tú por tu cuenta. Con el dinero de otros es fácil, pero con el tuyo es distinto. 

«Empretec está dirigido a mujeres en países en vías de desarrollo, a las que damos un microcrédito y formación para que las empresas lleguen a buen puerto»

Recuerda aquello como una metamorfosis: «¿Voy de víctima porque me han echado o aprovecho el momento para crear algo? Cuando te la empiezas a jugar, cuando ves el riesgo que tomas, ves el precio de la libertad. Y yo quiero pagarlo y hago un cambio de personalidad absoluta, una metamorfosis de cómo soy y de cómo me veo. O voy de víctima tipo ‘¡Uy me han echado!, ¡Qué injusta es la vida!’. O es una oportunidad. Decidí que iba a pelear, pero de verdad».

— A nivel personal, ¿qué fue lo más importante que aprendiste?

— A quitarme la capa de superwoman. Queremos ser las mejores mujeres, las mejores parejas, las mejores madres, las mejores amigas, las mejores hermanas, hijas, etcétera. Si me caigo, me vuelvo a levantar y ya está. Fue un proceso, lógicamente. Muchas veces te das cuenta de que ese perfeccionismo es miedo; miedo al fracaso. Y el miedo nos paraliza. Y me di cuenta de que el fracaso es aprendizaje y ese fue un momento importante, de crecimiento personal, pero que no fue fácil. 

La gente ve los resultados externos, pero dentro ha habido mucho trabajo emocional, psicológico… y, por supuesto, contando con grandes apoyos de personas: mi familia, que estuvo al 100%, los amigos… En esos momentos es cuando te das cuenta de cuántos amigos tienes y cuáles son incondicionales. De ahí deriva que soy capaz de hacer mentorías, porque ese camino lo hice ya y sé lo que me sirvió. Leía mucho sobre conocimiento personal, cursos, incluso tuve mis propios coachs. Me trabajé mucho. La Bisila de ese momento no es la de ahora; se ha ido transformando y procesando hasta mejorar. 

Y así es como, en 2012, empezó su última aventura profesional. Pronto cumplirá una década desde que nació BBES, con la que ha sido embajadora de marcas como Rueda, Prada, Amparo Chordá, Pikolinos, Leticia Valera, el Liceo de Barcelona... «Lo que tuve claro desde el principio es que tenían que ser cosas positivas, así que solo nos dedicamos a gastronomía, cultura... así nunca siento que estoy trabajando. No cogemos otros sectores, más lucrativos, porque preferimos estar aquí y pasárnoslo bien», explica. Pasárselo bien y transformar. El éxito no ha sepultado a esa inmigrante de primera generación que quería hacer las cosas bien, pero ahora ayuda a otros a hacerlo. «Ahora estamos intentando implantar la diversidad cultural; antes no era importante, pero ahora sí. Diversidad de edades, cultura, movilidad, intelectual… a una empresa de Texas que tiene una planta en Ghana, que tiene gente de todo el mundo y que haya un liderazgo más empático. Trabajamos mucho en eso: asesoramos en materia de diversidad…».

En el mundo donde vive Bisila las jornadas deben tener 48 horas o no se entiende tanta actividad. Sus empresas, sus charlas y sus proyectos solidarios. «Además —cuenta—, desde hace cinco años trabajo como mentora desde Naciones Unidas (UNCTAD ayuda a los países en desarrollo a aprovechar el comercio internacional), a través del proyecto Empretec (programa internacional de la Organización de Naciones Unidas, concebido y diseñado para identificar, formar y apoyar emprendedores). Es un proyecto dirigido a mujeres en países en vías de desarrollo a las cuales les damos un microcrédito y una formación para que las empresas que quieran crear lleguen a buen puerto. Aparte de los microcréditos se les ofrece la formación y si, después de dos o tres años han conseguido sacar adelante sus empresas y generar empleo e impacto social en su comunidad, entran en los premios Empretec, en los que cada dos años premiamos a las mujeres que han logrado los objetivos marcados. La celebración se hace en Ginebra un año y el siguiente en un país diferente», dice. 

Y es que, con esa mentalidad, es difícil saber dónde empieza la empresaria y dónde su alter ego, la filántropa que no ha olvidado sus raíces africanas. Bisila Bokoko Literacy Project (BBLP) es su faceta más personal, la que le ha llevado a crear un proyecto educativo cuya misión es construir bibliotecas en localidades africanas a las que no llegan ni agua ni luz. Una aventura en la que cuenta con la ayuda de su mano derecha y director de la entidad, Eric Marson. «Él está más pendiente del proyecto y es quien lo está supervisando para ponerlo en marcha. El proyecto dará servicio al Daga Elementary School, en una zona sin electricidad ni agua, por lo que estamos también intentando conseguirla con energía solar. A mis 46 años, creo que de la manera que más puedo aportar es compartir lo que he vivido y animar a otros a cumplir sus sueños», concluye.

* Este artículo se publicó originalmente en el número 85 (noviembre 2021) de la revista Plaza

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