A punto de estrenarse la tercera parte de una saga de animación susceptible de diversas lecturas
VALÈNCIA.En 2006, las producciones Pixar ya habían hecho correr ríos de tinta. Cada nueva película con su sello era saludada como una obra maestra indiscutible, un prodigio animado, un nuevo paso en la evolución del séptimo arte. Si creen que exageramos, busquen en la hemrotecas. Toy Story (John Lasseter, 1995), Monstruos, S.A. (Pete Docter, David Silverman, Lee Unkrich, 2001) o Los increíbles (Brad Bird, 2004) eran ejemplos de cine para niños inteligente, mordaz y apto para el público adulto. Una revolución que parecía no tener fin, liderada por un puñado de directores bendecidos por la crítica, la industria (Oscars incluidos) y la taquilla. Hasta que llegó Cars (John Lasseter, Joe Ranft, 2006), una película clave en la historia del estudio. El público la recibió con el mismo entusiasmo que sus predecesoras (recaudó la friolera de siete mil millones de euros en venta de juguetes), pero se alzaron algunas voces que le achacaron su carácter excesivamente infantil. Era el último film como estudio independiente de Pixar, recién comprada por Disney, y flotaba en el aire el temor de que sus productos futuros acentuaran la tendencia en esa dirección.
Rodolfo Sánchez, en Sensacine, argumentaba: “El humor de Cars es francamente inocuo y la constante aparición de personajes ocasiona un batiburrillo narrativo que acaba abrumando y aburriendo. Aun así, Cars es entretenida, pero sin más, algo que, por ejemplo, no sucede en la extraordinaria saga de Toy Story, en la que el entretenimiento se da la mano con una gran inteligencia y comicidad”. Es solo una de las muchas críticas de la película que se pueden encontrar en la red y que inciden en los mismos aspectos. Cuando llegó Cars 2 (John Lasseter, Brad Lewis, 2011), la inevitable secuela, un servidor la tildó de “amable y edulcorada”. Escribía entonces, para la revista Rockdelux, que se trataba de “un producto abiertamente derivativo, cuyo único objetivo parece ser el de comercializar merchandising” y la acusaba de reiterativa, condescendiente y paternalista. Bien es cierto que ambas películas articulan un discurso sobre la amistad y el trabajo en equipo de alarmante simpleza, pero cuando la tercera entrega está a punto de llegar a las pantallas españolas quizá es el momento de analizar la franquicia con mayor detenimiento.
Cars presenta un mundo en el que los vehículos poseen vida propia y actúan según su voluntad. Una premisa que el cine no explora por primera vez, aunque casi siempre lo haya hecho desde planteamientos de género. Stephen King, por ejemplo, ha abordado el tema en dos ocasiones. En Christine (John Carpenter, 1983), un Plymouth Fury de 1958 alberga un insaciable deseo de venganza, mientras que en La rebelión de las máquinas (Maximum Overdrive, 1986), que el novelista dirigió personalmente, la influencia de un cometa dota de vida a todo tipo de máquinas, entre ellas una amenazadora flota de camiones asesinos. También era un camión, aparentemente no tripulado, el que acosaba sin piedad a Dennis Weaver en El diablo sobre ruedas (Duel, 1971), donde Steven Spielberg convertía el vehículo en una metáfora del mal bastante más elaborada que la de Asesino invisible (The Car, Elliot Silverstein, 1977). Y la australiana Los coches que devoraron Paris (The Cars That Ate Paris, Peter Weir, 1974), entre muchas otras, también proponía la velada posibilidad de que los automóviles adquirieran vida propia. A diferencia de Cars, todas ellas se desarrollan en un escenario en el que los coches comparten el territorio con el hombre.
En Cars, por el contrario, el ser humano ha desaparecido. Un matiz de significativa importancia, según la periodista, investigadora y programadora búlgara Yoana Pavlova, que recientemente ha visitado Valencia para formar parte del jurado del festival Cinema Jove. En su opinión, el panorama que presenta el film de Pixar estaría conectado con Ciudad, una antología de relatos del escritor de ciencia ficción Clifford D. Simak que narra la desaparición de la raza humana de la tierra, dejando como herederos a los perros (a los que previamente forzó su evolución hacia la inteligencia). La obra está narrada desde el punto de vista un can que, desde un futuro muy lejano, analiza unas dudosas leyendas que hablan sobre la existencia del hombre, que no habría desaparecido a causa de una guerra, sino por disolución de la cultura y la dispersión de los humanos en diferentes destinos. “La idea es similar a la de Cars, porque cuando ves la película desde un punto de vista adulto, te planteas cómo han llegado esos coches ahí, quiénes son o dónde está la gente”, reflexiona Pavlova. “Cuando ves coches, la primera idea es preguntarse quién los conduce. En una época en que se habla tanto de la extinción de la humanidad y la crisis ecológica, máquinas inteligentes y con rasgos humanos habitan el planeta. Hoy en día los coches son cada vez más inteligentes, algunos se conducen solos. Quizá se organicen en alguna manera de civilización”.
¿Por qué precisamente coches? La elección no es casual si tenemos en cuenta su significado en la cultura estadounidense. Pavlova recuerda que el automóvil “es el sustituto moderno del caballo. Cuando los europeos llegaron a América trajeron consigo a los caballos, que no solo eran un medio de transporte, sino que inspiraban temor a los indios. Se convirtieron rápidamente en parte del paisaje en todo el continente, y han generado una mitología que en el cine se plasma perfectamente en el western”. A partir del siglo XX, el sustituto natural del caballo es el coche, que de algún modo comienza siendo también un privilegio restringido a la población blanca. “Otorgan independencia y son símbolo de tecnología y progreso”, recalca. Y se han convertido en un símbolo de la cultura pop: Están relacionados con la iniciación sexual (las citas que acababan en el asiento de atrás), con el cine (los drive-ins) o con la libertad de viajar de costa a costa y experimentar cierta idea mitificada de América. No es casual que muchas de las canciones del primer rock and roll sean odas al automóvil, de Maybellene (Chuck Berry) a Little Deuce Coupe (The Beach Boys). “¿Qué hubiera sido de la generación beat sin coches?”, se pregunta Pavlova. “Existen muy diversas interpretaciones detrás de la simple idea de Cars”.
Ella misma ofrece otras líneas de análisis relacionando el aspecto antropomórfico de los coches con el ciberpunk. “Ese aspecto biomecánico conecta con la fantasía de reemplazar ciertas partes del cuerpo o la mente con elementos tecnológicos”. Desde aquí no es difícil dar el paso hacia el concepto de la Nueva Carne, presente en una gran parte de la filmografía de David Cronenberg, que además adaptó Crash, una novela de J.G. Ballard donde se establece un fuerte vínculo entre excitación sexual y accidentes automovilísticos. “En este caso, los personajes pierden el control conscientemente para experimentar algo más allá de lo ordinario, y de ahí procede la perversión y el deseo sexual que experimentan”, explica Pavlova. “Aquí, los humanos todavía poseen el control y lo pierden de manera voluntaria para comprobar qué sucede. En Cars, la presencia humana y su psique solo están en la historia de manera inmanente, porque los coches actúan como personas. Además, tras los choques en las competiciones es posible reparar los daños y volver a la normalidad inicial, a diferencia de lo que sucede con Patricia Arquette en Crash. En Cars no hay drama, porque se supone que está destinada a los niños. Pero hay muchos puntos en común cuando piensas en la carne y la mecánica; quizá Cars es una historia post-Crash. ¿Es el coche la evolución del ser humano? ¿Necesita un alma? ¿Prefiere permanecer en ese estado semiemocional? Ahí habría una película muy diferente, oscura y definitivamente para adultos”. Como lo era la checoslovaca Upír z Feratu (Juraj Herz, 1982), donde un vehículo de carreras actúa como un vampiro con sus pilotos, al succionar su sangre a través del pedal del acelerador. La impactante imagen de un motor donde se mezclan los elementos mecánicos con los órganos humanos que el vehículo ha desarrollado en su interior sin duda haría las delicias de Cronenberg.
Aún se puede ir un poco más lejos si implicamos en el asunto a los neolacanianos. Con Slavoj Zizek como cabeza más visible, utilizan el psicoanálisis como principal herramienta para la crítica política, cultural y estética. El éxito de Pixar no podía pasarles desapercibido, especialmente porque sus películas de animación son al mismo tiempo obras de arte y productos de una industria cultural que confirma la ideología del tardocapitalismo al mismo tiempo que la cuestiona, dirigiéndose al público mayoritario al tiempo que interpela al consumidor de cultura. En 2015, Lilian Munk Rösing publicó Pixar with Lacan: A Hysteric’s Guide to Animation, un ensayo en el que no falta un capítulo dedicado a Cars, titulado The Mother Road, el apelativo metafórico con que se conoce la famosa Ruta 66. La autora comienza recordando Ahí va ese bólido (The Love Bug, Robert Stevenson, 1968), el precedente Disney del coche con vida propia (el famoso Volkswagen escarabajo Herbie, que protagonizaría varias secuelas), para después adentrarse en terrenos psicoanalíticos y plantear una serie de jugosas consideraciones sobre el modo en que la película describe las relaciones entre los diferentes personajes.
A otro nivel, Yoana Pavlova reflexiona sobre la película desde su condición de madre. “Cars me choca porque veo cómo se reproducen ciertos clichés en función de su apariencia. El coche deportivo es el guay y el que compite; la chica es sexy; la grúa, llena de óxido y con los dientes torcidos, es el personaje cómico y torpe. Son estereotipos del cine convencional bajo la apariencia de coches. Repiten modelos humanos, porque en la primera parte se ve cómo usan a los tractores como animales de carga. Los coches son el vehículo supremo y los demás son tratados como bestias. Pero, al mismo tiempo, Cars ha enseñado a mi hijo que puede jugar con los coches del mismo modo en que las niñas juegan con las muñecas. Los chicos juegan habitualmente con los autos haciendo lo que se supone que deben hacer: Organizar carreras. Ahora, mi hijo de cuatro años les construye casas y establece conversaciones entre ellos. Ya no son objetos que agarra con la mano y dirige, sino que tienen su propia voz y personalidad, y juega de manera diferente con ellos”. La próxima semana llega Cars 3 (Brian Fee, 2017), donde veremos al el legendario Rayo McQueen quedar repentinamente relegado del deporte de alta competición, sorprendido por la llegada de una nueva generación de autos más rápidos. Tiempo habrá para analizar cómo asumen los espectadores más jóvenes la encrucijada a la que se enfrenta su héroe. Los adultos, por nuestra parte, seguiremos pensando en un mundo futuro distópico, gobernado por una nueva raza biomecánica que ha reemplazado al hombre. Es otro de los muchos inconvenientes de crecer.