CRÓNICA DE CONCIERTO

Cecilia Bartoli en declive vocal

Desaparecieron del programa las obras más complicadas, y las de corte popular no se dieron con el carácter adecuado

31/03/2017 - 

VALÈNCIA. Cecilia Bartoli presentó, para esta gira que concluía en Valencia (Palau de la Música), un rótulo ambicioso: “Un viaje por 400 años de música italiana”. En el programa que se anunció inicialmente, la ópera ocupaba la primera parte, destinándose la segunda a canciones de concierto, música de salón y canciones napolitanas. La traca final (“Nel blu dipinto di blu”) suponía una aproximación al gran Domenico Modugno y el tipo de canción que representa. Es decir: música italiana, sí, aunque con diferentes códigos y estilos, que deberían controlarse para proporcionar una visión genuina. Apareció ahí la primera dificultad. Tampoco se obviaban nombres no italianos, como los de Mozart y Händel, puesto que bebieron mucho de la inagotable Italia. Sin embargo, tampoco se les puede negar su especificidad: dificultad número dos. Y la tercera vino cuando, tras la actuación de Madrid el día 19, una repentina indisposición del pianista que acompañaba a  Bartoli (Sergio Ciomei), obligó a buscar un sustituto. Se dice que las prisas forzaron entonces importantes cambios en la primera parte del programa: cayeron las arias operísticas de Vivaldi, Porpora y Mozart, cuyo lugar ocuparon “La farfalletta” (página atribuida a un Bellini de doce años) y “Monasterio’e Santa Chiara” (canción napolitana de Alberto Barberis). “Or che di fiori adorno” (Rossini) fue sustituida por la Canzonetta Spagnuola, del mismo autor. La Sonata K 380 de Domenico Scarlatti y la Fantasia KV 397 de Mozart, destinadas al piano en solitario, desaparecieron con el pianista, ocupando su lugar. “T’estim i t’estimaré”, del nuevo acompañante (Antoni Parera Fons). Por todo ello, lo que en principio pudo parecer un intento de mostrar los vasos comunicantes que han existido en Italia entre la música culta y la popular, al final se convirtió en una tomadura de pelo. No sólo porque los cambios en el programa hurtaron al público las tres arias con mayores dificultades que representaban –al menos en parte- el fascinante legado operístico de Italia, sino porque, incluso en páginas menos comprometidas, el estado de la voz de Bartoli se reveló preocupante para una persona que sólo tiene 51 años.

Limitadísimo viaje por la música italiana

La agilidad, que siempre ha sido una de sus mejores armas, no pudo calibrarse bien con el nuevo programa, pero sí las dificultades con el fiato. No podía concluir las frases largas, y sólo las tablas le permitieron disimular la respiración a destiempo o los apianamientos encubridores. También se hizo perceptible el aumento del vibrato, aunque esto sí sucede con frecuencia en cantantes de su edad. Apareció la aspereza (todavía puntual) de unos graves que antaño la hicieron famosa. El volumen de su voz siempre ha sido pequeño, y así continuaba, con el agravante de que esta vez el acompañamiento se limitó a un pianista. Antoni Parera, por lo demás, se ocupó bien en no taparla. Los 400 años de música italiana pasaron, pues, de puntillas por la ópera, a pesar de que el inicio con Giulio Caccini, uno de los pioneros, creara vanas ilusiones. Se sabía que Bartoli no iba a embarcarse con Verdi o similares, pues su voz no es la adecuada. Pero sí se esperaba de ella que ofreciera una muestra de lo que mejor puede hacer una mezzosoprano coloratura: repertorio del XVIII y principios del XIX, sin escamotear los pentagramas que, precisamente, le han dado la fama. Y es verdaderamente difícil aceptar que, con su nombre y sus medios, no haya encontrado un pianista capaz de acompañarla en el programa inicial.

Apenas ópera, pues. Las canciones de concierto de Puccini con las que se inició la segunda parte, siguieron mostrando apuros en el fiato, aunque medias voces y matices dinámicos ayudaban a olvidarlo. A continuación, O mio babbino caro, la página más popular de Gianni Schicchi, donde Bartoli trató de aguantar los amplios trazos melódicos con diversa fortuna. Las tres piezas de salón de Tosti tuvieron, de nuevo, detalles bonitos, pero el conjunto de su ejecución difícilmente se atribuiría a una gran diva. En cuanto a las canciones napolitanas, oscilaron entre una alambicada sofisticación de los recursos vocales -que casaba mal con el carácter de las mismas- y una comicidad impostada en busca del aplauso fácil. Esto último es aplicable al encantador tema de Modugno que cerraba el programa, y que sólo una cierta soberbia permite cantar así. 

Cuatro fueron los bises: la seguidilla de Carmen, con los graves extremadamente abiertos y un poco afortunado conato de baile; O sole mio (Eduardo di Capua), desnaturalizado con filigranas mil; Mamma son’ tanto felice (C. A. Bixio) y, para acabar, Non ti scordar di me (De Curtis). Para los dos últimos, la mezzo romana pareció encontrar una aproximación más certera. 

En definitiva: la ópera, en el tintero; la música de salón, a medias; y la canción napolitana, poco o nada convincente. Sin embargo, la diva salió entre aplausos, porque vive de sus logros en el pasado y porque, sin duda, sabe imantar al público. 

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