VALÈNCIA. Chiwetel Ejiofor (Londres, 1977) es hijo de padres nigerianos y tanto en su niñez como en su vida adulta ha visitado a menudo la tierra de sus antepasados. El vínculo ha sido siempre tan estrecho que cuando arrancó su carrera artística, le llevó la contraria a los que le aconsejaron occidentalizar su nombre. Así que cuando decidió dar el salto a la dirección tras acumular dos décadas de experiencia como actor en el teatro y en el cine, optó por relatar una historia sobre África. Su ópera prima, distribuida por Netflix, adapta el libro biográfico homónimo del ingeniero William Kamkwamba, El niño que domó el viento, sobre el empeño infantil con el que su autor salvó a su familia y, con el tiempo, a toda Malawi, de la hambruna. El director novel, nominado al Oscar por 12 años de esclavitud (Steve McQueen, 2013), compartió en la pasada Berlinale su experiencia como realizador y su entusiasmo ante los inminentes papeles en la versión en acción real de El rey León, donde interpreta a Scar, y la secuela de Maléfica.
-¿Qué potencial global encontraste en un libro que cuenta una vivencia tan individual?
-Es un libro optimista, que funciona a diferentes niveles temáticos y habla de asuntos que pueden alcanzar a una audiencia universal. Toca tanto preocupaciones medioambientales como económicas, y aborda aspectos como la educación, el potencial y la desigualdad.
-¿Por qué era importante para ti debutar con una película sobre África?
-Las raíces son importantes para mí. Y África contiene una gran variedad de historias extraordinarias que pueden ser contadas. El lienzo es tan bello y amplio, que me resulta inspirador. Y me pareció relevante ubicar en este entorno un relato positivo e inspirador sobre los retos y los logros de una comunidad.
-Cada vez hay más películas basadas en hechos reales. ¿A qué crees que responde esta tendencia?
-El poder de las historias reales reside en que muestran lo mejor de los seres humanos y representan de qué somos capaces. El público y las comunidades artísticas están buscando formas de contrarrestar las políticas populistas y divisionarias actuales a través de historias que podemos disfrutar en común. Y en las que reside nuestro poder colectivo.
-La historia es africana, pero gran parte del equipo es brasileño, el compositor Antonio Pinto, el diseñador de producción Tule Peak, la diseñadora de vestuario Bia Salgado.... ¿Por qué elegiste para integrar tu equipo a varios miembros de Ciudad de Dios (Fernando Meirelles, 2003)?
-Ciudad de Dios es una película que combina con éxito la idea de autenticidad con el dinamismo cinematográfico: abraza la naturaleza épica de la vida, pero la ancla a su realismo. De ahí que Tule Peak fuera la primera persona a la que invité a venir a Malawi, porque quería replicar ese acercamiento cinematográfico a mi historia.
-Varias personas te aconsejaron filmar en localizaciones de Kenia y Sudáfrica, países curtidos en rodajes. ¿Te supuso algún contratiempo hacerlo finalmente en Malawi?
-Fue un reto, porque nunca se había rodado una película de esta escala en Malawi. Hubo retrasos, en cuestiones logísticas tuvimos que recurrir a Johannesburgo y Nairobi, y tuvimos que improvisar porque parte del equipo tardó en llegar, pero quería tener a toda costa una representación auténtica del lugar y de las circunstancias en las que vivió William.
William Kamkwamba sólo tenía 14 años cuando una sequía asoló su pequeña aldea, diezmando las cosechas. Como sus padres no podían pagar la escuela, el chaval comenzó a investigar en los libros de ciencia que había en la biblioteca municipal en busca de una solución. Allí se aficionó a la electrónica y a partir de materiales de reciclaje, una dinamo y fragmentos de bicicletas construyó un molino rudimentario que alimentó los aparatos eléctricos de su casa, lo que permitió que fluyera el agua de un pozo para poder regar los cultivos.
-Esta película tiene un componente de fábula que comparte con El Rey León y Maléfica II. ¿Qué valor tienen los cuentos en la edad adulta?
-Hay algo en el elemento de cuento de hadas que me gusta en las películas y a lo que respondo como artista y espectador. Lo asimilo al instante en Alicia en el país de las maravillas en el que Alicia cae por el agujero del conejo para encontrarse en un paisaje distinto y mirar el mundo a través de los ojos de gente diferente. En mi película aspiro a que el público viva una experiencia de teletransporte: caes por el agujero con William y apareces en Malawi, donde le acompañas en su búsqueda de una solución para la hambruna. Así, hacia el final, todos formamos parte de esa gran comunidad y estamos construyendo junto a él un molino que queremos que funcione.
-¿Cómo fue dirigirte a ti mismo?
-Soy el mejor director con el que he trabajado (risas). Durante el proceso de preparación no quise pararme a pensar cómo sería estar en el set tratando de dirigir y, al mismo tiempo, formando parte del reparto. Es muy complicado, pero al tiempo me di cuenta de que mi relación con el actor que interpreta a William mejoró, porque no había otra persona triangulando nuestra dinámica de trabajo. Yo era el director, su compañero de rodaje y su padre en la ficción, así que forjamos un vínculo muy fuerte que se transmite en pantalla. Sólo por eso, ya mereció la pena.
-¿Cuáles fueron las pegas?
-Que te pasas el tiempo cuestionando tu actuación y deseando que hubiera otro ojo opinando.
-¿Cómo evitaste el tono paternalista que normalmente adopta el cine occidental cuando filma en África?
-La historia de William anima a mantener una relación con África en igualdad, sin condescendencia, sino con el objetivo de ayudarnos a través de la educación, la ciencia, la tecnología, la información… Deberíamos empezar a construir un mundo en el que la mirada fuera global: hemos de trabajar todos juntos, con los Williams de este mundo, para hallar soluciones dentro de cada comunidad.
-¿Netflix formaba parte del proyecto desde el principio?
-No, cuando empecé a escribir el guión pensaba en un estreno de corte independiente. Era consciente de que a pesar de su épica universal, no iba a alcanzar 4.000 pantallas en EE.UU. Eso sólo lo logran una o dos películas en una generación, como Slumdog Millionaire (Danny Boyle, 2008). Cuando surgió la posibilidad de que fuera distribuida en una plataforma online en streaming, me pareció increíble. Es una gran oportunidad para que la película la vea muchísima más gente.
-En este caso, Netflix es un aliado, pero también una cortapisa, porque imagino que en la África rural no habrá mucho acceso a internet.
-Efectivamente. Estamos investigando con un centro de estudios de secundaria en Sudáfrica donde estudió Williams, la Academia de Liderazgo Africano, cómo hacer para que sus estudiantes, procedentes de 46 países distintos, puedan llevar la película a sus propias comunidades a través de proyecciones públicas.
-¿Qué impacto local crees que va a tener la película en Malawi?
-Gran pregunta. Una cosa es saber cómo impactará la película entre el público occidental, esperar que les inspire, les llené de esperanza y les haga sentir bien. Pero imagínate las posibilidades que puede tener este mensaje entre las comunidades rurales de África, que comparten los mismos problemas, pero de los que no se habla ni se sienten reflejados. Ese es otro tipo de esperanza.