VALENCIA. El 5 de mayo de 2013 falleció en Virginia a los 76 años el investigador Robert K. Ressler. 10 años antes, este coronel retirado de la Armada y leyenda del FBI, inventor del término asesino en serie, estuvo impartiendo un seminario en Valencia invitado por el ahora desaparecido Centro Reina Sofía para el Estudio de la Violencia. Ressler había alcanzado una relativa notoriedad en los años anteriores merced curiosamente a un éxito cinematográfico, el de la película El silencio de los corderos (Jonathan Demme, 1991), de ahí que no resultara extraño el lleno que tuvo aquel seminario que se celebró en el salón de actos del Jardí Botànic.
La película adaptaba a la pantalla grande un libro de Thomas Harris, quien se había inspirado en el trabajo que realizaban Ressler y su equipo en la Unidad de Ciencias de la Conducta del FBI. El personaje de Jack Crawford, que en aquel film encarnó Scott Glenn, era un remedo a mitad camino entre lo que hacía Ressler y la forma de ser de su compañero en la unidad John H. Douglas. Ressler ya había estado en Valencia donde se granjeó el afecto de los responsables del Centro Reina Sofía, que le invitaron a dar el seminario. Resultó ser un americano tranquilo, agradable, de exquisita educación, simpático y levemente distraído, quizá a consecuencia de la sordera de uno de sus oídos.
Al investigador la notoriedad de El silencio de los corderos le incomodaba porque su negociado era otro, pero la aceptaba y mostraba una actitud transparente sobre su relación con Harris, a quien reconocía su talento como narrador. “Como ficción, las dos novelas de Harris [El dragón rojo y El silencio de los corderos] son soberbias, aunque no son muy realistas en sus retratos de los asesinos en serie o de los héroes y heroínas dentro del FBI. (…) Los agentes del FBI no persiguen personalmente a tales asesinos; valoramos las escenas del crimen, realizamos perfiles de la supuesta personalidad y hacemos nuestras sugerencias a los cuerpos de seguridad encargados, los cuales realizan el duro trabajo de campo y proceden finalmente a los arrestos”, matizaba.
Igualmente dejó patente que su descontento era principalmente con las interpretaciones erróneas sobre su trabajo que se habían derivado de la fama de la película y “algunas extrañas y desconcertantes reacciones”, como las describía. Entre otras, la mitificación de los asesinos en serie (“son ejemplos espantosos de la humanidad y no deberían ser idolatrados o emulados”) o el afán de notoriedad que había descubierto entre varios agentes que se arrogaban ser los modelos para los personajes del FBI. Al contrario que estos compañeros, que decidieron hacer fortuna con entrevistas en las que aseguraban haberse visto en tal o cual escena, Ressler reivindicaba la separación entre realidad y ficción para evitar malentendidos. “Harris ha dejado bien claro (y yo estoy de acuerdo con él) en que los personajes son enteramente de su creación y no se basan en individuos particulares”, decía.
De todo ello dejó testimonio en su libro El que lucha con monstruos, coescrito con Tom Shachtman y publicado en España por Seix Barral en 1995, en el que también describía su relación con el novelista; un vínculo que surgió a iniciativa del escritor. Según explicaba Ressler, fue Harris el que se dirigió al FBI porque tras el éxito de su primer libro, Domingo negro, que también fue llevado al cine, quería escribir una novela sobre un asesino en serie. Pasaron días juntos y Ressler le facilitó información sobre asesinos que había investigado. “Harris era como una esponja: lo absorbía todo”, relataba Ressler. Esta colaboración dio pie a una primera novela en 1981, El dragón rojo, y posteriormente a El silencio de los corderos.
Ressler le manifestó algunos reparos al argumento de El dragón rojo, como que el protagonista no fuera un agente en activo. “[Harris] Me dijo que había querido que el hombre tuviera problemas mentales como resultado de su primera discusión con Lecter, problemas mentales que le habrían descalificado como agente. Pensé que esto era cómico, teniendo en cuenta las pérdidas de peso, los falsos ataques de corazón y otros problemas que muchos de nosotros habíamos experimentado”. Harris tomó nota.
Las dudas y objeciones de Ressler no llegaron nunca hasta Hollywood, donde a los cinco años de publicarse El dragón rojo se realizó una adaptación al cine de la novela, la fallida Manhunter (1986), a cargo del visionario Michael Mann. El cineasta vio las posibilidades dramáticas del material de Harris pero los resultados fueron un tanto decepcionantes. Con un presupuesto cercano a los 15 millones de dólares, recaudó poco más de ocho millones en Estados Unidos y su productor, Dino de Laurentiis, en uno de sus más legendarios errores, abandonó la franquicia y se olvidó de Hannibal Lecter. El productor volvería a tropezar con la misma piedra por el otro lado, pero eso se verá más adelante.
Dos años después del fracaso de Manhunter se publicó El silencio de los corderos, la segunda novela de la saga. En ella Harris retomaba el personaje de Hannibal Lecter desde otra perspectiva. En esta ocasión se inspiró en la única agente femenina que trabajaba en la unidad de Ressler en aquella época. Harris la reconvirtió en una agente en prácticas, Clarice Starling, a la que su jefe Jack Crawford le ordena interrogar a Lecter para intentar atrapar a un asesino en serie, Buffalo Bill, que secuestra a jóvenes obesas y las despelleja de manera sistemática tras retenerlas durante unos días. Para construir el personaje de Buffalo Bill, Harris tomó préstamos de tres asesinos en serie reales: Ed Gein, cuyos horrores le había detallado Ressler; Ted Bundy, de quien Ressler dijo que era el único hombre que le había asustado “de verdad”; y Gary Heidnik.
La novela, más absorbente incluso que la primera, fue un éxito tanto de crítica como de público desde su aparición y volvió a llamar la atención en Hollywood. Una de las personas que mostró interés en llevarla al cine fue la actriz Jodie Foster, una estrella emergente que estaba a punto de ganar el Oscar por Acusados. Foster se sintió atraída por el personaje de Clarice Starling. Intentó comprar los derechos pero descubrió que se le había adelantado Gene Hackman, quien sopesaba la posibilidad de interpretar a Hannibal Lecter en una producción que además iba a dirigir para Orion Pictures.
Esta pequeña productora, escisión de la United Artists, se había labrado un gran prestigio en los años ochenta con filmes como Robocop o Terminator, películas de género que seducían por igual a las grandes audiencias como a los críticos, largometrajes de Woody Allen (Broadway Danny Rose, La rosa púrpura del Cairo, Hannah y sus hermanas, Delitos y faltas…), así como con producciones tan laureadas como Amadeus, Platoon o Bailando con lobos. El ejecutivo de Orion Mike Medavoy tomó las riendas del proyecto y contrató el guión a un novato, Ted Tally, algo que jamás haría un productor español; por eso quizás en España jamás se hará una película como El silencio de los corderos.
Cuando Tally acababa de terminar el primer borrador del guión, Hackman, aconsejado por sus hijas, abandonó el proyecto porque veía la historia muy violenta. Medavoy no se arredró y, decidido a sacar adelante la película cómo fuera, contrató a Jonathan Demme como director quien venía de lograr dos éxitos consecutivos: Algo salvaje (1986) y Casada con todos (1988). Con todo, la decisión no fue aprobada por todo el mundo en la compañía ya que era una elección extraña. “Me tacharon de loco cuando llame a Jonatahan”, confesaría Medavoy. Especialista en comedias singulares con buenas escenas de acción y en cine musical, Demme no parecía el tipo de director indicado para este argumento, pero la pasión que puso por la historia venció cualquier reticencia.
Ya con director y guionista, en Orion comenzaron a trabajar en uno de los elementos fundamentales de la película: su reparto. Entre los candidatos al puesto de Lecter, Sean Connery, quien lo rechazó de plano, Robert de Niro, Robert Duvall, Jeremy Irons y un más que sugerente Jack Nicholson que nunca se supo si conoció el proyecto a fondo o no. Demme tenía un candidato para el puesto, Anthony Hopkins, pero a Medavoy no le convencía. Algo parecido pasaba con el personaje de Clarice. Demme intentó convencer a Michelle Pfeiffer, Melannie Griffith, Meg Ryan… Llegó a probar hasta más de 300 actrices. Mientras, Jodie Foster se había puesto en contacto con el productor y a éste le había convencido, pero no a Demme. Así que productor y director llegaron a un acuerdo: Yo acepto a tu actriz, tú aceptas a mi actor.
Acertaron. La química fue perfecta. Por ejemplo: Demme tuvo claro desde el principio el componente feminista del argumento. “[El silencio de los corderos]Es una historia de una mujer que trata de salvar a otra mujer, y para ello deberá enfrentarse a la estructura patriarcal del mundo; en su camino, Clarice se enfrentará a lo peor del género masculino”, decía. Foster quería hacer la película por este motivo, así que se entendieron a la primera. Por su parte, la historia del enamoramiento del doctor Lecter de Clarice Starling adquirió una extraordinaria sutileza gracias a la habilidad de Hopkins, seductor, encantador, implacable, con momentos como el plano en el que roza con un dedo a Foster (tan similar al que realizaría años después en Lo que queda del día el propio Hopkins con Emma Thompson). Foster y Hopkins fueron fundamentales en el resultado final. Así pues, la solución pactada resultó ser la mejor posible.
Para darle mayor verosimilitud los productores acudieron a algunos de los agentes del FBI con los que había tratado años antes Harris. Glenn compuso su personaje de Crawford tras estudiar con Douglas, el sucesor de Ressler. Por su parte, Jodie Foster se entrevistó con una agente especial, Mary Ann Kraus. Ressler, ya jubilado, apenas participó en la producción del filme. “Uno de los últimos asuntos que pasó por mi mesa antes de que me retirara fue el guión de esta película”, recordaba el investigador en sus memorias. “Puse reparos a varios aspectos del guión. Pensaba que si el FBI iba a verse implicado en la filmación hasta el punto de permitir que Quantico fuera usado como plató, debíamos ejercer más influencia para que la película resultara más realista (…). [Los errores] No se cambiaron, sin embargo, y en algunas de las escenas de Quantico aparecía incluso personal de Bureau en papeles menores o de extras. Las autoridades obviamente razonaron que la película reportaría tan buena publicidad para el Bureau que no importaba que el film fuera más o menos exacto en sus detalles”. Había llegado la hora de imprimir la leyenda y la realidad ya no importaba.
La implicación de todos los intérpretes fue absoluta. La actriz secundaria Brooke Smith, quien encarnó a la secuestrada Catherine, engordó once quilos para su papel, de apenas una veintena líneas. Los diálogos entre Lecter y Starling, el inicial que concluye con la mención a la cocción del hígado de un encuestador del censo, o el posterior en la jaula, son un modelo narrativo. Algunas situaciones, como la idea de que Lecter huele el perfume de Clarice, surgieron en el plató como consecuencia de los decorados. La combinación de actuación y buen material fue perfecta y, como reconocería el propio Harris, los actores se apoderaron de los personajes. El monólogo de Jodie Foster sobre la matanza de corderos lechales no iba a ser sólo un diálogo con primeros planos; Demme encargó a Tally que escribiera una secuencia con vaqueros que se añadiría en paralelo. Cuando filmó el monólogo entendió que con el rostro de Foster bastaba y ahorró costes para la producción.
La elegancia de la dirección de Demme, con sus suaves panorámicas y su cámara subjetiva, la fría luz de Tak Fujimoto, junto con la intensa banda sonora de Howard Shore, se combinaron con resultados impecables cinematográficamente hablando. Desde su inicio en los bosques de Quantico hasta su final, la película maneja todos los recursos a su alcance. El uso de las variaciones Goldberg de Bach para la secuencia del ataque de Lecter a sus vigilantes en Memphis es modélico. La siguiente secuencia de la huida es brillante. Todo está cuidado, con detalles tan encomiables como la respetuosa forma en la que se muestra la desolación de las familias de las víctimas de Buffalo Bill. La película vence a sus propios errores, excesos narrativos, situaciones sin explicación (¿cómo llega el bolígrafo del profesor Chilton al bolsillo de Lecter?), trampas, y todo queda compensando por los elegantes movimientos de cámara, los primerísimos planos y la interpretación de los actores que transmite veracidad.
El filme se preestrenó el 30 de enero de 1991 en Nueva York, este fin de semana hará 25 años. A los cines de todo Estados Unidos llegó el 14 de febrero, día de San Valentín, una irónica decisión de Demme, y a España el 6 de septiembre. Con un coste de 19 millones de dólares recaudó más de 272 millones en todo el mundo sólo en cines y fue bendecida por la Academia de Hollywood con cinco Oscars, y qué cinco: mejor película, mejor director, mejor actriz principal (Foster), mejor actor principal (Hopkins) y mejor guión adaptado. Sólo tres veces en la historia de estos premios una película ha atesorado los llamados cinco grandes (película, director, actriz, actor y guión, ya sea adaptado u original), con un añadido: El silencio de los corderos obtuvo los premios cuando ya había concluido su carrera comercial. Muchos habían vaticinado que por ese mismo motivo la Academia no iba a concederle los galardones. Se equivocaron.
Su éxito empero no evitó la quiebra de Orion Pictures que se hundió a mediados de los noventa a causa de las deudas de su división de televisión. Por si fuera poco, años después Seven (1995), la obra maestra de David Fincher, se convirtió en el modelo a seguir, orillando El silencio de los corderos, dejándola en un punto indefinido entre el cine clásico y el nuevo cine. Sí, era buena, pero la película que todos los jóvenes directores querían imitar era la de Fincher. Así lo certifica el crítico Quim Casas en su artículo ‘Serial Killer’ para el libro American way of death. “A partir de Seven más que de El silencio de los corderos, que viene a ser un film fundacional sin fundamento, la variante del cine de serial killer sigue una determinada pauta en cuanto a tonalidad, escenario, situaciones de base, comportamiento de los asesinos e incluso rostros y gestualidad”, escribe. Con todo, la huella de El silencio de los corderos fue notable. Objeto de miles de parodias, en televisión, cine y hasta en el teatro con un musical, algunas de sus secuencias son ya parte del imaginario colectivo. Igualmente, dejó un buen regusto en todos sus implicados, empezando por el propio Jonathan Demme, quien destacaba hace sólo unas semanas en Madrid cómo la película le había permitido después hacer el cine que quería.
Tanto Foster como Hopkins han hablado siempre bien de El silencio de los corderos y no así de las secuelas. Foster directamente no quiso ni participar en Hannibal, que Hopkins rodó en 2001 a las órdenes de Ridley Scott. Esta secuela, azares de la vida, tuvo como productor de nuevo a Dino de Laurentiis quien recuperó los derechos que con tanta soberbia despreció en el pasado para exprimirlos ahora de manera indecente. Con un presupuesto de 87 millones de dólares, Hannibal recaudó más de 350 millones en todo el mundo pero buena parte su éxito fue gracias al recuerdo de El silencio de los corderos. Sin ser mala, Hannibal no obtuvo ni el refrendo de la crítica ni, por supuesto, los premios que sí logró su antecesora. Otro tanto o peor pasó con la nueva versión de El dragón rojo (2002), firmada por el artesanal Brett Ratner y con la precuela Hannibal, el origen del mal (2007) de Peter Webber. Por su parte, la serie basada en el personaje no hace más que confirmar un adagio que sostienen muchos profesionales: No, no y mil veces no: las series de televisión no son el relevo del cine.
Ninguna de estas producciones ha alcanzado el prestigio de El silencio de los corderos, que está considerado como uno de los mejores largometrajes de la historia, en el número 23 de la lista de IMDB precedido significativamente por Seven en el 22. Con motivo de su veinte aniversario una copia fue seleccionada para ser incluida en el Registro Nacional de Films de la Librería del Congreso de Estados Unidos por ser considerada "culturalmente, históricamente o estéticamente" significativa de la sociedad estadounidense. Modelo de cine de Hollywood inteligente, lección de ritmo, una de las virtudes de la película que explica su vigencia es su capacidad de observar el mundo desde una perspectiva más escéptica de lo habitual. Su inquietante final mismo, con Lecter vivo, es un recordatorio de que el mal nunca muere, todo lo contrario a un happy end.
Una idea que concuerda con la conclusión de las memorias de Robert K. Ressler, en las que el cazador de monstruos reflexionaba sobre la pervivencia de su lucha. “Sería agradable creer que todo el trabajo que he realizado en relación con los criminales violentos ha hecho mella en la incidencia del crimen violento”, escribía el investigador, “pero los titulares sobre terribles asesinatos que aparecen con regularidad en los periódicos de la nación, y los informes rutinarios de violencia de los informativos, me dicen que la lucha contra los monstruos sigue y sigue, y que debo continuar estando en lo más arduo del combate”. En la vida real los corderos no dejan nunca de chillar.