VALÈNCIA. Una nueva esperanza es el subtítulo de la primera película que se estrenó de la saga de Star Wars. Cuando los rebeldes lograron su objetivo de destruir la primera Estrella de la Muerte, el Imperio galáctico quedó conmocionado. Pero, pese a todo, no tardó en reaccionar. Así que la segunda película se tituló El Imperio contraataca, y en efecto el Imperio contraatacó, destruyendo las bases rebeldes y, por si fuera poco, capturando al capitán Han Solo en una emboscada en la que también hubo tiempo para el desgaste psicológico de los líderes de la rebelión (ese «No, Luke. Yo soy tu padre», diabólicamente insertado en el combate para desbaratar la voluntad de lucha de Luke Skywalker).
Pero hete aquí que en la tercera película, El retorno del Jedi, la rebelión le dio la vuelta a la tortilla, incluyendo la ya clásica destrucción de la Estrella de la Muerte, que definitivamente demostró ser un artefacto bélico lleno de vulnerabilidades, impropias del, a buen seguro, elevado presupuesto destinado a su construcción (me permitirán que no me extienda en la infecta tercera trilogía, aunque creo que también tiene por ahí ‘Superestrellas de la Muerte’, tan eficaces para destruir planetas indefensos como impotentes para impedir que una escuadrilla de pequeños cazas, o un caza en solitario, acabe con ellas).
Pero Star Wars es una saga de películas, y ahí las cosas pueden suceder y cambiar a gran velocidad. La política, en cambio, es diferente. Cuesta unos años recuperarse de las derrotas y volver a estar en disposición de enfrentarse a los archienemigos atávicos (quienes ocupan las poltronas que legítimamente deberían ocupar los políticos momentáneamente relegados a la oposición).
La Comunitat Valenciana es un buen ejemplo de ello. Le costó veinte largos años, a la izquierda valenciana, recuperarse de la derrota de 1995. Pero cuando obtuvo el poder, la derecha entró en un periodo similar de depresión. Hay que decir que, pese a todo, la derecha estuvo cerca de sumar en mayoría en 2019, y como mínimo logró recuperar posiciones. Pero las cifras mandan, y finalmente tendremos un mínimo de ocho años de gobiernos de izquierdas en la Generalitat, y lo mismo cabe decir en el Ayuntamiento de València.
Durante estos años, los liderazgos en la derecha no han acabado de consolidarse nunca. En el principal partido de la oposición, el PP, Alberto Fabra le entregó el testigo a Isabel Bonig al poco de perder las elecciones de 2015. Bonig intentó sostener una alternativa viable, atravesada por los problemas de disgregación del voto de la derecha y el peligro, muy real, de ser superada por Ciudadanos, que en 2019 vivió su canto del cisne. Con todo, Bonig estuvo a punto de hacer un Ximo Puig en 2019: obtener el peor resultado de la historia del PPCV y, a pesar de ello, sumar con Ciudadanos y Vox (como haría Puig en 2015: sumar con Compromís y Podem con el peor resultado de la historia del PSPV).
Ahora que se ha retirado del primer plano de la política, todos son parabienes para Bonig, al igual que antes se le reprochaba su falta de tirón electoral, su incapacidad para constituirse en auténtica alternativa, etc. Pero la realidad es que su problema fue, fundamentalmente, equivocarse de apuesta en el congreso del PP que dirimió la sucesión de Rajoy: apostó por Soraya Sáenz de Santamaría y salió Pablo Casado. La nueva dirección del PP nunca le perdonó esa apuesta, y como no consiguió pertrecharse detrás de un Gobierno (como el líder andaluz, Juanma Moreno, y por supuesto el gallego, Alberto Núñez Feijóo), era cuestión de tiempo que intentasen deshacerse de ella, como así ha sido.
En Ciudadanos, por su parte, la no-consolidación del liderazgo se ha convertido casi en un chiste: los sucesivos líderes del partido han acabado abandonándolo. Carolina Punset, Alexis Marí y, recientemente, Toni Cantó. De todas formas, es poco probable que llegue a las elecciones de 2023 en condiciones de disputarlas, esté la barrera electoral en el 3% o en el 5% (y estará en el 5%, muy probablemente).
Todo está dispuesto, en fin, para que la derecha valenciana haga un revival, un remake, una nueva esperanza: otra vez un político de Alicante que se apropia del espacio del centroderecha haciendo profesión de fe en el regionalismo valencianista y que, además, coquetea con cierta vocación centrista sorprendentemente compatible con pactar con Vox: como Zaplana en 1995, en resumen (aunque Zaplana no pactó con Vox, que no existía, la ultraderecha estaba en el PP).
«El inveterado archienemigo y sucesor de Zaplana coquetea con presentarse a la alcaldía de València y, aunque dice que solo lo haría con el PP, la verdad es que ya ha dado muchos pasos para postularse»
Ahora el líder se llama Carlos Mazón y los movimientos son muy similares a entonces. Una apuesta que quizás no resulte ganadora, pero tiene más visos de prosperar que la de Bonig, aunque solo sea porque Mazón solo tendrá que competir en su espacio político con Vox, una vez Ciudadanos se diluya definitivamente (y lo haga, como es previsible, en el PP).
Es curioso constatar que la gran esperanza de la izquierda para desbaratar este proyecto aglutinador del PP, este zaplanismo 2.0, se llame Paco Camps. El inveterado archienemigo y sucesor de Eduardo Zaplana coquetea con presentarse a la alcaldía de València, y aunque él dice que solo lo haría bajo las siglas del PP, la verdad es que ya ha dado muchos pasos para postularse. En València la candidatura del PP está sólidamente agarrada por María José Catalá, que —por las mismas razones esgrimidas con Mazón— tiene muchas posibilidades de recuperar la alcaldía para los conservadores, sobre todo si los votos de Unidas Podemos o la coalición que aglutine a Podemos y Esquerra Unida (si la hay) no alcanzan el 5%. Pero si Camps consumase su apuesta ritabarberista y se presentase, se abrirían nuevos escenarios, en València ciudad y también en la Comunitat Valenciana.
No nos engañemos: probablemente no suceda, dada la capacidad del PP, contra viento y marea, para mantener la disciplina de sus filas, por mucho que ahora Camps se presente como un verso suelto en el partido. Y aunque no suceda, las elecciones en la capital estarán tan abiertas como en la Comunitat. Pero hemos de reconocer que la perspectiva de que Camps, doce años después de su dimisión y veinte después de suceder a Zaplana en la Generalitat, le crease un agujero electoral a su partido, suficientemente grande como para impedir la llegada del nuevo Zaplana, tiene muchos tintes peliculeros.
Que el lector le asigne a Camps el papel en la trama que considere más oportuno, aunque a mí me parece que el Darth Vader crepuscular que se deshace en el último momento del malvado Emperador zaplanista, propiciando así la victoria de los rebeldes socialcatalanistas se ajustaría bastante bien a esa tesitura.
* Lea el artículo íntegramente en el número 80 (junio 2021) de la revista Plaza