La incursión de Woody Allen como creador de su primera serie ha cosechado fuertes críticas, algo injustas si lo miramos desde la perspectiva de la trayectoria del cineasta, y no de la plataforma Amazon. La miniserie consumida del tirón, como una película, entretiene, algunas situaciones divierten, pero, sobre todo, nos muestra al mismo Allen de siempre. Un cineasta capaz, a sus 81 años, de crear una miniserie amena
VALENCIA. Créditos. Letras blancas tipo Windsor sobre fondo negro. Se escucha música de jazz. Un escritor hipocondríaco, Sidney Munsinger (Woody Allen), le insiste a su médico que tiene una grave enfermedad porque le duele el dedo pulgar. El doctor le asegura que está sanísimo. Surge la nostalgia. Nos llega el olor a Hannah y sus hermanas.
Son los años sesenta. Una amiga de la familia, la joven Lennie (Miley Cyrus), huye de la policía por motivos políticos. Se refugia en casa de los Munsinger, en un tranquilo barrio donde apenas hay delincuencia. La policía les visita de improviso. El matrimonio no sabe cómo salir del paso. “Entonces no están solos”, se sorprende el agente al ver a Lennie. “Nuestra hija no cuenta, nació por cesárea”, espetan al ser pillados in fraganti.
Después llegan las situaciones en las que Kay (Elaine May), esposa de Sid, organiza un club del libro. Participan mujeres con aspecto de amas de casa y edad de ser abuelas. Hablan de compras, de zapatos, de La Metamorfosis de Kafka… Ahora, con la llegada de Lennie, han descubierto a Mao Tse Tung. Deslumbradas por su filosofía política, quieren realizar un acto de desobediencia civil. Mostrar su oposición a la guerra de Vietnam. Van a tumbarse en un edificio público... desnudas. Una de ellas quiere quemar su sujetador.
Más adelante el matrimonio intenta zafarse de la policía. Saltan de azotea en azotea como si fueran el Batman y Catwoman del geriátrico. Él lleva su gorro de siempre. Ella es una mezcla entre Ingrid Bergman en Casablanca y Diane Keaton en Annie Hall, pero en versión octogenaria. Se respira el ambiente de Misterioso Asesinato en Manhattan.
A medida que avanza la historia, la pareja se implica todavía más. Deben entregar un maletín con dinero a un enlace de los Panteras Negras. Sid entra en una cabina para simular que realiza un llamada y dejar el maletín, pero, con los nervios, finge que manipula el teléfono público sin tocar el aparato, apuntando hacia el cristal de la cabina. Se nos dispara la carcajada. Es cine mudo, comedia gestual, slapstick. Harold Lloyd o Charles Chaplin… Imposible no conectar con esa simplicidad cómica.
En el último acto los personajes se amontonan en el recibidor de la vivienda. La puerta se abre y se cierra sin cesar, y cada vez aparece más y más gente. Los diálogos disparatados se multiplican. Suena de nuevo el timbre. “¡Por todos los santos, Sid, abre la puerta!”, exclama Kay. “Si, desde luego, podrían ser los hermanos Marx”, responde Sid.
Puro teatro, guiños al cine mudo, al cine clásico, multitud de auto-homenajes, y toneladas de referencias culturales: estamos en el universo de Allen. No hay nada nuevo. La película, cortada en seis episodios de veinte minutos para cumplir con los compromisos con Amazon, nos congratula por no salirse del tiesto, por ser una historia humilde en ambición y presupuesto.
Los admiradores del guionista y director de cine celebramos sin más que a sus 81 años, que se dice pronto, consiga aún sacarnos carcajadas, que fabrique otra pieza de entretenimiento, exhibida, esta vez, a través de una plataforma bajo demanda en internet. Los espectadores menos entusiastas ven a un creador estancado, que no cuenta nada nuevo, que aburre en sus primeros tres episodios, que decepciona. Ha cometido una herejía por experimentar.
Hay algún que otro “impuesto revolucionario”, además de su partición en cachitos para simular que es una serie: Milley Cirus, el reclamo juvenil, es el cebo para captar nuevos públicos, aquellos acordes al entorno digital. Es cierto que a la miniserie le cuesta coger el vuelo, que hay escenas que sobran y algunos diálogos alargados. Tampoco Miley Cirus ayuda. Resulta antipática en pantalla. No ha sido una buena elección.
Hay una forma de salvar el pequeño escollo si en otras ocasiones han disfrutado del gran Woody Allen: recomendarles que la vean del tirón, porque realmente son dos horas, como una película larga. El visionado de una sentada ayuda a mitigar el bajón inicial. En realidad ese es el truco, la fórmula de la coca cola que le funciona estupendamente a Netflix: antes de que el espectador se desanime y abandone la serie, arranca automáticamente el siguiente episodio. Para entonces habrán olvidado el tedio puntual.
Las críticas en los medios han sido demoledoras, a nuestro entender un poco injustas. ¿Qué esperábamos?, ¿que se transformarse en J.J. Abrams? Por suerte se ha limitado a hacer lo que sabe hacer, no es la primera vez que se repite, lo lleva haciendo años, pero sus historias siguen resultando encantadoras. Es como si pretendiéramos que el próximo disco de Bob Dylan, el nuevo Premio Nobel de Literatura, fuera de música tecno porque se va a escuchar por Spotify. Lo que importa es el contenido, no el canal.
Seguro que recordarán decenas de momentos del Woody Allen más brillante. El de la película Annie Hall, por ejemplo. En el film se dibujaba la relación sentimental entre el personaje de Alvy Singer, interpretado por el propio Allen, con Annie Hall (Diane Keaton). La magia del guión estaba en el contraste entre el arco de personaje de cada uno de ellos. Ella fue cambiando con el paso del tiempo, fue buscando un nuevo rumbo: “lo que necesitaba en realidad”. Por el contrario Alvy era un personaje sin arco, que se negaba a cambiar. Desde el principio al final de la película fue siempre el mismo.
Alvy es el alter ego del Woody Allen cineasta, el personaje que no cambia. Nosotros somos Annie Hall. Buscamos nuevos caminos, nuevas fórmulas de consumo. Somos nosotros los que hemos cambiado, los que ya no aceptamos igual las antiguas fórmulas. Los que devoramos series sin parar, los que buscamos historias cada vez más complejas.
Desde esa perspectiva deberíamos alabar su honestidad. Gesto que se ha repetido tras el estreno. Ha terminado la producción y se ha mostrado ante la prensa contando abiertamente sus dificultades con el formato, en vez de generar spin e inventar una burbuja anticipada de éxito en los medios, como hizo HBO con la fallida Vinyl. La serie de Scorsese renovó por una temporada antes incluso de estrenarse, para después contradecirse y cancelarla.
Allen ha admitido con total sinceridad que, con esa estructura, la historia no ha funcionado como debería. El intento le ha servido como experimentación, y su conclusión es que debe volver al cine, a las historias de 90 minutos.
“¿No crees que Norteamérica ha perdido el rumbo de alguna forma?”, se pregunta el personaje de Alan Brockman (John Magaro) en la serie. Hace tiempo que lo perdimos, y no solo en los Estados Unidos, con el dichoso Donald Trump (o sin él). También como espectadores. Nuestra voracidad nos impide detenernos un segundo para alabar a Woody Allen en aquello que merece, ni más ni menos.