Hoy es 6 de octubre
VALÈNCIA. “¿No te das cuenta de que todo es política? ¡Hasta un sombrero es política!”. En plena ocupación nazi de Francia, las autoridades prohíben a la casa Balenciaga que siga utilizando sombreros grandes y llamativos. Balenciaga no lo entiende y discute con su socio, quien le suelta la frase en cuestión, tras afirmar el modisto que él es apolítico. Para las autoridades, llevar grandes sombreros era un desafío a la austeridad que estaban imponiendo al pueblo francés. Y es que, efectivamente, todo es política. Pero antes de entrar en ello, algunos datos necesarios porque reconocer el talento y el trabajo bien hecho con nombres propios es algo que nunca hay que dejar de hacer.
La serie Cristóbal Balenciaga (Disney +), excelente, lo dejamos dicho ya aquí, es una creación de Lourdes Iglesias, Aitor Arregi, Jon Garaño y José Mari Goenaga. Los tres últimos, a quien debemos películas tan valiosas como Loreak (2014), Handia (2017) o La trinchera infinita (2019), son también los directores. Balenciaga está interpretado, de forma excelsa, por Alberto San Juan. La música corre a cargo de Alberto Iglesias, una banda sonora magnífica, original y poco previsible, imprescindible para el tono tan particular que la serie mantiene.
Vamos a lo de la política. Los autores han entendido a la perfección que toda producción cultural es política y lo juegan a fondo. Vaya por delante que toda obra lo es, simplemente porque nace en un sitio, en un tiempo y en unas circunstancias, pero no siempre los creadores son conscientes de esa dimensión o, si son conscientes, puede que decidan ignorarla. No es el caso. No nos referimos a que la serie sea política porque refleje la España franquista, el exilio, la ocupación nazi o Mayo del 68, o porque se hable de política en ella, no es ese concepto. La política a la que nos referimos está en lo más profundo, en sus elecciones narrativas y estéticas. Porque, evidentemente, como los sombreros, las imágenes, la cultura, el arte, son, siempre, política.
Cristóbal Balenciaga es una serie diferente, de apariencia clásica, pero poco convencional. Una que no se construye sobre la progresión dramática constante, ni sobre el suspense, ni, aunque tenga momentos emotivos y dramáticos, sobre la emotividad. Los capítulos funcionan de manera bastante autónoma cada uno de ellos, no hay cliffhangers ni giros sorprendentes de guion. No es una serie sentimental, más bien apela a otro tipo de relación con el espectador, más cerebral. Quizá por eso no nos cuenta los orígenes del modisto, ni su llegada y ascenso en el mundo de la moda, ni las pruebas que tuvo que superar el hijo del pescador y la costurera para llegar a ser quién fue, los que sin duda debe ser una buena historia para contar en una serie.
Cuando comienza el relato nos presenta a Balenciaga viviendo en París, convertido ya en una figura de prestigio y en el rey de la moda. In media res. Y esa es una decisión de enorme calado, porque supone escamotearnos, de forma muy consciente, la posibilidad de la identificación primaria con el personaje, la de familiarizarnos con él y entenderle con facilidad. Esa historia de superación, tan presente en los relatos biográficos, aquí no está. De hecho, algunas valoraciones hablan de cierta frialdad o distancia (en esta casa no pensamos así), en gran medida debido a la ausencia del relato de los orígenes.
Además, resulta que el personaje o, mejor dicho, la persona, el Balenciaga real, era un hombre muy esquivo, del que prácticamente no hay fotos, que no concedió nunca entrevistas, que no tenía vida social y que ni siquiera salía a saludar al acabar un desfile. Tampoco es una figura popular, no sabemos prácticamente nada de él y no forma parte del imaginario colectivo como, por ejemplo, Coco Chanel. La marca es conocida y sabemos que simboliza elegancia, estatus y elitismo, pero no sabemos nada del hombre tras la marca. Un misterio. Así que la serie, con ese tono cerebral, poco sentimental y nada dado al subrayado, no hace más que reflejar, en su forma y en su estética, a aquel a quien retrata. Una estética que ofrece imágenes pulcras, elegantes, precisas. Algo muy parecido a las propias creaciones de Balenciaga.
La serie, es obvio, está centrada en un mundo profundamente elitista y también de enorme carga simbólica, la alta costura. Podemos pensar en qué sentido tiene contar hoy en día la historia de Balenciaga, más allá de poder crear imágenes bonitas sobre gente rica y rendir pleitesía a un mundo bello hecho de apariencia y lujo. Es lo que cualquiera esperaría, como mucho una frivolidad inteligente, pero, vista la serie, que es muy bella de otro modo, es evidente que esa no es su intención. Siempre queda claro que sus creaciones de moda, aunque le sobreviven y permanecerán por mucho tiempo, están determinadas por el momento y el lugar, por las circunstancias en que se crearon. “La alta costura siempre ha estado al servicio de las clases dominantes”, dice Balenciaga en un momento dado. Y sí, eso no se olvida nunca viendo la serie.
En una escena situada en la playa de Guetaria en 1971, Balenciaga le hace una reflexión de mucho calado a una periodista acerca de lo que supuso la invasión nazi y lo que quedó después de la liberación: “Los uniformes se convirtieron en abrigos para los niños y de las banderas con la cruz gamada se hicieron delantales. Siempre me llamó la atención pensar que las telas con las que se habían fabricado aquellos uniformes y aquellas banderas seguían estando allí. Los símbolos habían desaparecido, pero las telas con las que se había fabricado seguían estando allí vistiendo a los niños.”. Una confesión que se oye en off mientras vemos durante un buen rato un plano de pescadoras arreglando una red de pesca. Ese algo que permanece, que queda después del horror, está ahí, contaminando cualquier imagen. Y así es como la puesta en escena, la elección de ese largo plano de las trabajadoras cosiendo una red, casi una contrafigura del propio modista y su vida, le da una dimensión inusitada y atemporal, y mucho más política, a un pensamiento que ya es, de por sí, turbador.
En 1968, Cristóbal Balenciaga acepta el encargo de Air France para diseñar los uniformes de las azafatas, aunque el modisto nunca había salido del mundo de la alta costura. Es algo nuevo para él, y lo acepta con sus propias condiciones, como, por ejemplo, ajustar el uniforme a cada una de las azafatas individualmente. Pero, a pesar de ello, recibió críticas de las propias trabajadoras que no se sentían cómodas porque, al levantar los brazos, las prendas se desajustaban y eran incómodas. Lo que pasa, como le dice a Balenciaga su ayudante, es que él “nunca ha hecho nada para mujeres que tienen que levantar los brazos”. Esto es, para mujeres que trabajan. Y así es como lo que, estamos seguras, en cualquier otra serie menos exigente y más convencional hubiera sido un momento de disfrute pop y retro, aquí es otra cosa bien diferente.
Así pues, tenemos un tono poco o nada sentimental, una narración sin giros de guion ni cliffhangers, una puesta en escena de planos estables y movimientos de cámara poco evidentes, un uso poco convencional de la música, que a veces parece solo ruido y que también esquiva, la mayoría de las veces, el sentimentalismo, todo ello para contar la vida de un personaje enigmático y huidizo, no especialmente simpático ni hablador que soltaba toda la represión que acumulaba, y era mucha, en sus diseños de moda. Proponer una serie así, aquí y ahora, es un desafío que no puedo más que agradecer. Y que, como toda obra cultural, incluidos los sombreros o los uniformes de las azafatas, también es, en este caso deliberadamente, política.
Fue una serie británica de humor corrosivo y sin tabúes, se hablaba de sexo abiertamente y presentaba a unos personajes que no podían con la vida en plena crisis de los cuarenta. Lo gracioso es que diez años después sigue siendo perfectamente válida, porque las cosas no es que no hayan cambiado mucho, es que seguramente han empeorado