VALENCIA. Este sábado se celebró en todo el mundo el Día Internacional de los Derechos Humanos, a punto de cerrar un año tétrico para el inaudito problema humanitario entre Oriente Próximo y Europa con el conflicto sirio garantizando la voluntad de las potencias armamentísticas por mantener el gasto, Yemen como guerra a la misma escala y sustitutiva por si hubiera que resolver la anterior, los peores atentados terroristas de la Historia en Europa, Boko Haram a sus anchas en Nigeria, Irak a la mano de Alá y al menos un muerto al mes por ejercer su oficio como periodista en México. Son solo un puñado de ejemplos del escenario global, pero muestras al fin y al cabo del penoso estado de las reglas de juego que promueven las Naciones Unidas.
Ajenos o no a todo ello, en el pabellón 8 de Feria Valencia este sábado por la noche se celebró un apartado del Artículo 27 de la citada lista, el que asegura que “toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad y a gozar de las artes”. En esencia, el concierto de Crystal Fighters fue una exaltación de la diversión; una celebración del derecho a pasárselo bien. El grupo, convertido estética y musicalmente en una suerte de catedral flúor del bombo a negras ha capitalizado como nadie podía esperar el uso de la txalaparta y algunos instrumentos tradicionales del País Vasco. Eso y el bombo a negras, en una pulsión cardíaca que conecta sus directos con cualquier sesión de techno como la que precedió al concierto (por momentos, con la sospecha de que alguien hubiera sintonizado Maxima FM).
La conexión entre el Reino Unido y el Norte de España a través de algunos de esos instrumentos ancestrales que les valieron de exploración (y storytelling) han evolucionado en una de las carreras de éxito más vertiginosas de todo el mundo. Su público celebra el aquelarre musical de aquello que se quiso reducir a folk y electrónica y baila por igual la sesión previa al concierto, corea que pinchen “La Bicicleta” (sic) antes del último bis de la noche y no tuerce el gesto cuando a lo largo de todo el show aparece el sonido de un imponente bajo a octavas sin que en el escenario haya nadie tocando el bajo. Disfruta, salta, sonríe todo el mundo y todo el tiempo. El público es presciptivamente feliz entre el fosfi de algunas tersas mejillas y las coronas de florecillas de plástico que colorean la fría noche de diciembre.
El concierto sirvió –en el caso de Crystal Fighters, una vez más- para comprobar el efecto creciente de lo que en la psicología para adolescentes se puede llamar ‘grupo de pertenencia’. Esa fuerte sensación de estar siendo partícipe de una misma sensación en un mismo momento y que, a la misma hora, en las salas de conciertos de la ciudad con peor o mejor estímulo, no habían reunido ni de lejos semejante euforia. La euforia de un público que corea sus coros creados para tal fin y disfruta de la siguiente imaginería: sol, playa, amor, paz y bebérselo todo, tempus fugit en la noche de cualquier festival y la ideología que cabe en cualquier producto de Mr. Wonderful. De hecho, la gran virtud de su último álbum es la de completar el cancionero más sincronizable –verbo que se utiliza para hablar del uso de música en publicidad- que ningún técnico de marketing pueda soñar. ‘In your arms’, por escoger una de ellas, bien podría ganar Eurovisión o ser la canción principal de la película navideña de Disney.
El concierto de casi dos horas tuvo un frío prólogo a cargo de El Guincho, una de las discografías más interesantes hechas con base en España. Las canciones de Pablo Díaz y sus tres acompañantes de la escena barcelonesa no conectaron con un público que accedía al interior del recinto según se agotaba su botellón en los escalones de acceso. Generoso, el productor canario equilibró su repertorio entre el nuevo Hiperasia (2016) y el fundamental Pop Negro (2010). La distancia entre ambos trabajos no se percibió en un bolo corto y en el que el sonido empastrado contrastaba con la enigmatica ausencia de ningún técnico de sonido al volante del asunto. Poco definido, pese a ser un show de voces, guitarra y cajas de compresión, tal y como empezó acabó. Por el feeling del público a lo largo del concierto, con pocas sumas entre sus adeptos que a estas alturas, con su propuesta y algunos gustos consolidados en la ciudad de Valencia, debería ser notable.
A partir de ahí, Crystal Fighters repasaron casi una veintena de hits. Uno tras otro, sin concesiones y con un sonido que apenas tardó dos canciones en ajustarse, la fiesta tuvo una marcada zona de recesos para canciones algo más lentas. No se guardaron ninguno de los cartuchos de Star of Love, su primer álbum: ‘Follow’, ‘At home’, ‘Plage’, ‘Solar System’ o la epiléptica ‘I Love London’. Tampoco de Cave Rave, el segundo LP: ‘Wave’, ‘Love Natural’, ‘LA Calling’, ‘Bridge of Bones’ (algo así como un tributo a Oasis desde su identidad musical); y, sobre todo, las canciones del nuevo disco (‘All night’, ‘Good girls’, ‘Lay Low’ o ‘Yellow sun’) que ya fueron acogidas como si hubieran sonado en los multitudinarios conciertos vividos por parte del público (FIB 2011, Arenal Sound 2012, SOS 4.8 2013…). Para la otra parte del público, trufada de erasmus –un activo para sus conciertos en Valencia o en Granada, donde también repitieron hace unos días- canciones que desde que hace apenas unos meses fueran llegando como singles ya se han convertido en parte de la eucaristía de la fiesta.
Canciones que sonaron redondas por la producción de directo, pero que llegan al escenario con un trabajo encomiable de producción musical. Redondas y con una identidad propia surgida en la hibridación de la voz Sebastian Pringle los citados instrumentos del País Vasco –donde han tenido base y actividad durante estos años- y una revisión interesante de las necesidades de beat para cualquier BPM en pleno boom internacional de los macrofestivales de música. Una carrera de órdago con apariciones junto a Jools Holland recién nacidos y sincronizando sus canciones con numerosas series de televisión y anuncios de supermercados, videojuegos y hasta de Casa Tarradellas entre tantos.
La sensación en todas esas escenas es la de asistir a una fiesta constante, la fiesta de la música de Crystal Fighters. La misma fiesta que en directo tiene un momento de receso católico para que todo el público ‘se de la paz’, con abrazos y manos. La fiesta en la que se sigue recordando la inesperada muerte de su batería Andrea Marongiu por un fallo cardíaco a mitad de gira en 2014. Es la fiesta la que convence a un público atípico de aquelarres más íntimos. Una sensación de masa sonora y agitación que es como una bola de nieve y que con los conciertos de la banda británica tiene una cita a mitad de año para recordar qué vivieron el pasado verano y convencerse de lo que ha de venir. Si hay party, hay concierto. ¿Y si no?