VALÈNCIA A TOTA VIROLLA

Cuando en 2001 nos anunciaron que iba a desaparecer todo el comercio del centro de València

Hace dos décadas la prensa valenciana daba cuenta del cierre continuado de comercios históricos, el inicio de una nueva era en el centro. No era una premonición, era una foto fija que durante 20 años parecía no moverse. Hasta ahora

1/06/2024 - 

VALÈNCIA. En los powerpoints de motivación que se les enseña a los futuros profesores, como aviso para navegantes, suelen colarse algunas frases como: “¿Qué está ocurriendo con nuestros jóvenes? Faltan al respeto a sus mayores, desobedecen a sus padres”. O: “los jóvenes de hoy no tienen control y están siempre de mal humor. Han perdido el respeto a los mayores, no saben lo que es la educación”. Y luego, como quien descubre el truco, se hace saber que el autor de la primera frase fue Platón y de la segunda Aristóteles.

Sigamos con ese juego. 

“Los jóvenes prefieren los grandes almacenes donde nadie sabe nada. No hay subvenciones para el pequeño comercio”, “pequeños comercios y oficios artesanos desaparecen de Ciutat Vella al jubilarse los dueños y subir los alquileres”, “los nombres sobre los umbrales de los comercios vacíos y un puñado de vecinos entrados en años son los únicos testigos de la antigua prosperidad de los pequeños comercios y oficios artesanos en Ciutat Vella”, “a la gente ya no le gusta pasar por aquí. Se la quedarán los restaurantes y los burócratas”. 

Todas ellas son frases extraídas de testimonios que, en distintos reportajes publicados por El País entre 2001 y 2002 reflejaban la decadencia del comercio en Ciutat Vella. El centro histórico que ya no era lo que fue. En una de esas piezas esenciales, la periodista Mavi Corell tomaba el pulso en el entorno comercial de las calles de los oficios: Cadirers, Bordadors, Teixedors… Una de las vecinas le decía: “Hace un año se fue el del horno. Estaban hartos de comerse su propio pan. Es que todo el mundo se va del barrio. No hay niños, no hay familias. Esto está muerto”, se queja. Era febrero de 2002. Han pasado 22 años.

No es que se tratase de ningún spoiler, tampoco es que aquellas vecinas supieran cosas a las que estábamos predestinados. Era más bien una erupción cutánea que, como en casi todas las ciudades del mismo rango, reflejaba que las cosas esteban cambiando a ras de calle. Fue allí cuando, entre elegir si queríamos un centro histórico que recordara a su pasado o un centro histórico que pensara en qué quería ser en el futuro, nos quedamos en lo primero: un autohomenaje, un producto pinturero con el que poder contar la vida bucólica del centro. 

Estos días hacía fortuna la infografía de Washington Post -a partir de un sondeo de YouGov a 2.000 personas- en la que los encuestados indicaban cuándo fue el mejor momento de la historia en aspectos como la música, la televisión, el cine, la cocina… pero también la polarización política, el sentido de la comunidad o la felicidad familiar. Un índice de la nostalgia. Aunque la foto fija mostraba que mayoritariamente creemos que la mejor época para cualquier manifestación cultural fue justamente cuando éramos adolescentes (“ya no se hace música como en mi época…”), en aquellos ejes relacionados con nuestras relaciones en sociedad el recuerdo todavía retrocedía más en el tiempo: el mejor momento para las familias, las comunidades, las ciudades, la economía… fue cuando acabábamos de nacer. Un sesgo relacionado con la transmisión paterna y su propia percepción del esplendor personal.

Cargados de nostalgia tratamos de aplicar soluciones reactivas: no perder la imagen de lo que fue. Pero se trataba de otra cosa: procurar que hubiera vida sobre esos comercios. Los bajos comerciales eran la manifestación evidente de aquello que ocurría encima de sus superficies.

Igual que durante la crisis del COVID se descubrió que el barrio en el que menos personas se desplazaban de Málaga era su centro histórico -apenas un 7,4%- porque ya solo vivían 4.000 personas, y un tercio eran mayores de 65 años, los centros históricos han acabado descubriendo que sus problemas iban más allá del último horno en cerrar. 

Que estos días todos los partidos del Ayuntamiento hayan llegado al consenso de poner freno al crecimiento desaforado de pisos turísticos resulta bien simbólico. Aunque requiere seguimiento, rompe las narrativas que demonizaban hasta ayer cualquier crítica a la industria turística y venían a considerar que ‘más’ era ‘mejor’ (queda por ver cómo Ayuntamiento y Generalitat hacen confluir un relato que en parte se contradice).

Pero no bastará con reaccionar ante la riada. Si fuera un duelo de estrategias, la estrategia del centro de las ciudades responde al modelo perfectamente ideado por Ryanair, primero, y Airbnb, después. Impusieron su hoja de ruta porque la de las ciudades estaban en blanco. 

Si hay un punto especialmente relevante en la última obra de la economista Mariana Mazzucato sobre las administraciones y las grandes consultoras, es la parte en la que cuestiona cómo buena parte de estamentos públicos han dejado de pensar (han externalizado esa masa gris), han dejado de valorar qué quieren hacer, bloqueados por su falta de agilidad. Y cuando no piensas, otros lo hacen por ti.

“Pequeños comercios y oficios artesanos desaparecen de Ciutat Vella al jubilarse los dueños y subir los alquileres”, se podía leer en 2002, en el fin de una época que no regresará. No es recuperar lo que fue, es encontrar lo que puede ser, de lo contrario las moratorias solo serán una tirita insuficiente.