Entrando en el bosque alumbrados por el colectivo valenciano Gigamo. Con su obra Al·luvió reconfiguran la manera de entrar y pensar en espacios naturales, subordinándose al lugar
VALÈNCIA. Al estudio RCR Arquitectes fundado en Olot por Rafael (Aranda), Carme (Pigem) y Ramón (Vilalta), le acompaña desde 2017 un sufijo imperecedero: Premio Pritzker 2017. La fidelidad al entorno y el resguardo del paisaje, en plena Garrotxa, les valieron el máximo reconocimiento arquitectónico. En el seno de RCR, dos valencianos, Jordi Giner y Alberto Moragrega, conocen a un andaluz, Francisco Garrido. Entonces -disculpen la broma-, se hizo la luz. Formaron un colectivo que articula proyectos con el nombre de Gigamo. Daría como fruto Al·luvió, justo con el propósito de acompañar luminicamente el bosque. Las primeras señales de un proyecto entre lo arquitectónico, lo artístico y lo natural que alumbra la relación de los humanos con aquella naturaleza que envuelve los lugares que habitamos.
Ya tendríamos la primera jerarquización: en RCR, Gigamo; de Gigamo, Al·luvió. Para llegar al monte habrá que tomar algunos atajos. Como el que dirigía al Festival Lluèrnia, que “cada edición ofrece a artistas y arquitectos la oportunidad de trabajar con la luz o el fuego en un contexto urbano”.
“La pregunta la formula el Lluèrni pero es el lugar, sin embargo, el que nos marcó el camino. Empezamos buscando el carácter del paisaje de la Garrotxa, tan evocador, tan potente, y vimos que estaba marcado por la piedra negra volcánica, dura, pesada, en contraste con una frondosa naturaleza fruto de un clima húmedo y lluvioso. Mientras nos sumergíamos en este paisaje, uno de los compañeros recordó la poesía de Federico García Lorca, Lluvia, y resonó fuerte para nosotros.
“La lluvia tiene un vago secreto de ternura, algo de somnolencia resignada y amable, una música humilde se despierta con el la que hace vibrar el alma dormida del paisaje (...)”.
“Desde el contacto con el lugar planeamos una intervención lo más sensible con el entorno, huir de focos, que pudieran intervenir en los hábitos de la fauna o que nos obligaran a establecer un suministro eléctrico y al recordar el poema, quisimos plantear una lluvia blanca, luminosa, ligera, ajena al suelo, en contraste con la piedra del lugar, negra, pesada, aferrada a la tierra a la que siempre había pertenecido. Queríamos conseguir que esta lluvia parada en el tiempo, actuara como un potenciador que consiguiera hacer vibrar el alma dormida del paisaje”.
“Teníamos dos temores principales: El primero fue que, en un lugar tan delicado y hermoso como éste, la intervención no encontrara su lugar o su escala, y empeorara la preexistencia, en vez de potenciarla, como era nuestro objetivo principal. El segundo temor fue que nuestra propuesta no conectara con los vecinos y la gente que lo fuera a visitar. Nos preocupaba que, en una sociedad en la que abunda la sobrexcitación sensorial, el ruido y el estímulo constante, no llegase a dejar huella en las personas una propuesta sutil, más calmada, estática, cuya experiencia se asemejaba más a una contemplación y recorrido claustral (…) Quizá la parte más apasionante fue la de experimentar con los materiales foto-luminiscentes, con el nylon, y después ir configurando en el sitio, lo que había estado en un primer momento solo nuestras cabezas”.
“Al haberla instalado nosotros de forma progresiva durante unos días y ver cómo crecía, la sensación más intensa quizá no fuera al ver el resultado, sino unos días más tarde, cuando comprobamos cómo el paisaje había respondido al nuevo estímulo proporcionado por la intervención. La colonizó, cubriéndola de una pátina con un nuevo valor: Las telarañas configuraban nuevas estructuras en este micro-ecosistema ajeno, el rocío perló los cables, dándoles brillo en el alba, y la propia lluvia acentúo sus formas y reflejos. Fue muy bonito ver como la naturaleza había respondido, y como se sentían en armonía”.
“El mayor valor es la capacidad que deberían llegar a tener de ensalzar las virtudes ya presentes en el paisaje en el que se sitúan. Las intervenciones deberían mantener un diálogo con la esencia del lugar, con su Genius loci, con la intención siempre de ofrecer una nueva mirada o lectura a un entorno tiempo atrás consolidado, y nunca con el propósito de competir o pretender ser el elemento principal del conjunto. Si esto se consigue, se suele alcanzar un efecto de simbiosis, en el que el paisaje gana potencia y vigor, vibra y, a cambio, ofrece a la intervención ‘el escenario’ perfecto para ser vivida”.
“Si pudiéramos elegir un entorno natural en València, sería sin duda L’Albufera, un lugar con una belleza tan fuerte y delicada a la vez. Sería un verdadero sueño poder intervenir allí. La aproximación sería la misma: conocer el lugar, extraer su esencia, y con sensibilidad y respeto, insuflar la poesía para potenciar su carácter. Conociendo el lugar de primera mano, el diálogo se produciría con el agua y la luz, nos podríamos imaginar algún elemento ligero que se pose en el agua, pero sin llegar a tocarla, que no disturbe el gran espejo que conforma su superficie, pero que a la vez, saque nuevos reflejos, colores y brillos”.