Las galerías y los anticuarios se nutren en buena parte de las compras que realizan a particulares. Estas transacciones dan lugar a situaciones más o menos anecdóticas y más o menos complicadas. El Stock de los anticuarios no se pide a fábrica: es todo un poco más peculiar y también fascinante, porqué no decirlo
VALENCIA. Los desayunos son en ocasiones la puesta en común del más variado anecdotario. He vivido durante años los chascarrillos entre abogados y siendo divertidos, creo los del mundo del arte y las antigüedades son difícilmente superables. Hace un tiempo me contaba un compañero que le visitaron dos mujeres que querían vender algunas cosas. Su buen aspecto no aventuraba lo que se produciría unos minutos después. Una de ellas le enseñó dos cuadros de buena factura, la otra desenfundó su smartphone y le mostró fotos de un relieve románico de piedra. Una pieza, sin duda, interesante. El anticuario le dijo que querría verlo en directo para comprobar su autenticidad, así como conocer su procedencia, dado el especial carácter de la pieza. La mujer, no exenta de ingenuidad, le intentó aclarar este extremo: “su autenticidad no admite dudas. ¿Cómo está usted tan segura?”, le preguntó el anticuario. “Porque, de primera mano, sé de dónde sale. Se sacó de una ermita hace quince años -(el nombre de una ermita que no lo recordaba el anticuario, situada en una localidad del norte de España)”. El profesional sorprendido de lo que la mujer explicaba con pasmosa tranquilidad, le advirtió de las cuestiones legales y patrimoniales. La mujer, lejos de amedrentarse, aclaró bajando el tono de voz “Si, si, claro, esto es para que lo venda usted en el mercado negro”. Mi compañero, un profesional especialmente serio para estas cosas no salía de su asombro.
Quienes venden antigüedades, entre los que me incluyo, también las compramos. Esta aclaración, que parece demasiado elemental, no es baladí porque diariamente nos hacen la misma pregunta: ¿además de vender, compran antigüedades?. Aunque no deje de sorprenderme este hecho, intento contestar con toda naturalidad y evitar dar una sensación de altanería “para vender algo, tengo antes que comprarlo”. Si les decía la semana pasada que existía una barrera mental para entrar en una galería o en un anticuario por quien puede estar interesado en comprar, también existe, en cierto modo, para el que lo está en vender. Y para muestra de ello, mientras escribo este artículo, me entra un correo electrónico: “Buenas tardes quisiera saber si estarían interesados en este tipo de muebles, me gustaría venderlos. Disculpen el atrevimiento. Muchas gracias”.
La compra de una obra de arte, una antigüedad a propietarios que no son profesionales se torna en ocasiones una tarea ardua y delicada. La falta de conocimientos genera desconfianza, y es comprensible. Comprar una pieza en este mundo tan particular no es como llamar a fábrica y pedir 5 unidades de un modelo para reponer. Suele producirse porque, en términos generales, diría que los propietarios piensan que su apreciada propiedad tiene un valor en el mercado bastante superior al que el profesional les ofrece. En muchas ocasiones si la pieza tiene una carga sentimental fuerte, y veo que no se le puede ofrecer una cantidad apreciable por ella, les sugiero que se la queden. La sorpresa puede acontecer, pero es la excepción.
¿Han visto alguna vez el programa de la BBC Antiques Road Show?. Se lo recomiendo. Comenzó a emitirse en 1977 (si, han leído bien) y en él se habla del mundo de las antigüedades. En una de sus secciones el flemático y sonrosado equipo de expertos ingleses con sus impecables tweed jacket, valoran piezas que la gente les lleva, formándose largas colas, y puntualmente surgen sorpresas más que agradables. El anecdotario es enorme, en la web tienen muchos de sus programas. En una ocasión el experto en cristal antiguo analizaba una especie de macetero propiedad de una tierna anciana de esas que todos nos podemos imaginar haciendo pastas de té en su cocina de la campiña inglesa. El aspecto peculiar es que dicho macetero lo empleaba para cultivar sus preciados tulipanes (o cualquier otra flor que se les ocurra). El experto le hizo salir de la oscuridad con una pregunta: ¿conoce usted Gallé? (Emile Gallé 1846-1904), le preguntó con ese tono de cierta superioridad amable del que sabe que además de que su interlocutora va a contestar que no, le va a dar una buena noticia, “pues le voy a decir algo que no se esperaba: su maceta es una rara pieza del diseñador francés del último tercio del XIX valorada en más de treinta mil libras.” Ya pueden imaginarse la cara de la tierna anciana.
Ha circulado como un erróneo mantra la especie de que el arte y las antigüedades “siempre incrementan su valor”. Una especie de regla no escrita lógica como la Ley de la Gravedad que viene a decir que cada año de existencia de una pieza genera un mayor valor de esta. No hay bien sobre la tierra tanto creado por la madre naturaleza o fabricado por el hombre que en un momento no sufra fluctuaciones al alza y a la baja. Les aseguro que el arte y las antigüedades no son la excepción y como ya les contaba en otra ocasión, hay muchos mercados del arte. Otro de los mantras es que la muerte del artista genera un efecto automático al alza de su obra. Esto puede haber sucedido con artistas que mueren jóvenes y que ya llevaban una carrera meteórica o que su obra es escasa y de una gran calidad. Se me viene a la cabeza el nombre de Jean Michelle Basquiat o Francis Bacon. Pero son la excepción. Hay ocasiones en que el debate se centra sobre la antigüedad de la pieza y el concepto mismo de “antiguo”: “Esta pieza es antiquísima” se afirma cual verdad absoluta, por lo menos de siglo XVIII. No señor/a, rebate el anticuario, este cuadro es a lo sumo de principios del siglo XX ”. Eso es imposible, rebate afrentado “porque era de la abuela de mi madre”. Se tiene a situar la época en que vivieron nuestros antepasados allá por el inicio de los tiempos. Por muy lejana que nos parezca la época de la abuela de nuestra madre, posiblemente vivió ya en el siglo XX. Cuando sí que me ofendo es cuando me intentan convencer que algo de cuarenta años es una antigüedad. Por ahí sí que no paso: “Señora,¿ no me estará llamando antigüedad? “.