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La nave de los locos / OPINIÓN

De la frivolidad como virtud

Foto: EFE

Se acerca el verano y toca rescatar la frivolidad del fondo del armario. Hartos de tanta seriedad impostada, vivamos la vida sin pretensiones, como algo liviano y agradable, deteniéndonos en la piel de las cosas y no en su engañosa profundidad. Ser superficial es una actitud virtuosa y hasta cívica, tal vez la única respuesta a las trampas del mundo     

30/04/2018 - 

Algunos viernes paro a comer, camino de València, en el restaurante El Retiro, en el polígono l’Alfac de Ibi. Llego siempre tarde, cuando la cocina está a punto de cerrar. Apenas queda nadie en el comedor. Los camareros, que me toman por un cliente esporádico, pasan de los cincuenta. El que me suele atender, un hombre de ojos verdes y sonrisa caballuna, sabe que de postre pediré arroz con leche. En realidad paro en El Retiro por su arroz con leche. Entre plato y plato leo el periódico local y escribo, en una servilleta de papel, posibles temas para el artículo de la semana siguiente. Uno de ellos se impondrá a los demás pero no en ese momento sino más tarde, cuando lo haya madurado en mi cabeza.

El último viernes sólo se me ocurrían temas de escaso o nulo interés para ti, amado lector. Las cremitas de la rubia cleptómana, el coñazo catalán, la crisis de los socialistas alicantinos, la última traición del PNV o las primeras emisiones de À Punt. Pura filfa. Iba desechándolos uno tras otro, lo cual me inquietaba porque no hay nada peor para un periodista que carecer de un tema sobre el que escribir. Pero el tema, a poco que estés despierto, llegará antes o después.

Pensaba yo en todo esto que te cuento cuando levanté la mirada hacia el televisor. La Cuatro emitía un programa histórico, Mujeres y hombres y viceversa. Sigue conservando el favor de la audiencia a pesar de sus diez años en antena. Confieso que lo sigo. Me encanta cuando las chicas, todas igual de analfabetas y siliconadas, luchan por llevarse a la cama al machote de turno. Ellos, que se sientan en unas sillas tipo Luis XVI, se hacen querer. También se parecen entre sí: carne de gimnasio, ciclados y sumamente bronceados, llevan el pelo muy corto y la barba cuidada, visten camisas ceñidas y pantalones de pitillo, y calzan zapatos sin calcetines. No faltan, por supuesto, los tatuajes ni los pendientes. Ninguno habrá aprobado la ESO, que ya es decir.

Ese día dos de las muchachas casi llegan a las manos por culpa de un mozo que tonteaba más de la cuenta. Disfruté como un enano siguiendo la escena. Y sé que no debería decirlo porque este programa tan burdo, tan soez, tan machista a juicio de algunos, hace un flaco favor a la igualdad entre sexos. Es más, me extraña que no lo hayan prohibido metiendo, acto seguido, a su presentadora en la cárcel.

Foto: EFE

El ingenio es preferible a la profundidad. Elijo a OSCAR Wilde antes que a Unamuno. Camela me llega más que un cantautor. Y para aprender gramática sigo a MARIO Vaquerizo

Ver Mujeres, First Dates y Sálvame me restará puntos en la consideración de los biempensantes. Puede que me consideren un hortera. Y puede que lleven razón, pero a estas alturas no oculto mi lado más hortera, que mimo con generosidad, ese rincón frívolo que me sirve de contrapunto a mi natural taciturno. Todos tenemos un yo profundo y un yo superficial, escribió Proust. El genio francés estaba en lo cierto. Otro colega de su país, André Gide, dijo que la profundidad es la piel. También acertaba. Era una invitación a disfrutar de la espuma de la vida, a dejarnos llevar por la sensualidad, a definirnos más por nuestros caprichos banales que por nuestras ideas, que serán siempre copia de las de los demás.

Figurones encopetados que aparecen en las televisiones

La frivolidad es una virtud; la profundidad impostada, un desatino. No hay nada más absurdo que tomarse en serio, darse ínfulas de personaje importante como esos figurones encopetados que aparecen en las televisiones —sean políticos, empresarios, obispos o militares—para arrojarnos sus necedades a la cara haciéndolas pasar por lecciones de sabiduría. Nadie se acordará de ellos al poco de morir, ni siquiera sus deudos, una vez cobrada la herencia. Entonces, ¿para qué tanto exhibicionismo?

El ingenio es preferible a la profundidad. Yo me quedo con Oscar Wilde antes que con  la carraca de Unamuno; leeré siempre a Boris Izaguirre y no a ese cura laico llamado Antonio Muñoz Molina. Con gusto arrojo los libros de Almudena Grandes y Eduardo Galeano a la piscina. Allí se pudran. En lo musical, Camela me llega más que cualquier cantautor de los fieramente comprometidos en la lucha contra las injusticias del mundo. Si quiero aprender gramática, escucho a Mario Vaquerizo y no al director de la RAE. Si deseo informarme me compro el Hola y no Le Monde diplomatique. La vida, después de leer esa revista, adquiere un maravilloso color rosa. 

Ahora que ha llegado el caloret y algunos extrañamos a santa Rita, toca guardar el gris de nuestra mirada de invierno y vestirnos —si pudiéramos— de Victorio y Lucchino, que no se merecen el trato recibido por los jueces de este país. En nada arribará el verano, la estación más propicia para ser frívolos sin cargo de conciencia. Vivamos, pues, para nuestros caprichos y no para nuestras necesidades, por otra parte tan vulgares. Hagamos de la vida una cosa liviana, agradable y pasajera, sin buscar otro sentido que el de disfrutar sin dañar a nadie. Todo bajo el yugo del deleite. Nada de compromisos engorrosos ni declaraciones de principios. Ya nos lo advirtió Fangoria: no más dramas, sólo comedias entretenidas.

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