VALENCIA. Aunque el público infantil sigue siendo su destinatario mayoritario, hace ya muchos años que las producciones de animación piensan también en los adultos. De hecho, si los niños van al cine es porque sus padres pagan la entrada y les acompañan durante la proyección. Por eso es cada vez más habitual encontrarse con películas diseñadas para satisfacer a los más pequeños que, sin embargo, contienen guiños cómplices dirigidos a sus progenitores. El de Shrek (Andrew Adamson y Vicky Jenson, 2001) era un caso paradigmático: No solo incluía canciones de Eels o John Cale en su banda sonora, sino también algunos chistes que solo los mayores podían entender. Cuando el ogro y el burro llegan al castillo del rey, que es prácticamente un enano, Shreck observa la enorme torre de aspecto fálico que se yergue ante ellos y comenta: “Hey, ¿no crees que está buscando compensar algo?” No es, ni mucho menos, la única broma subida del tono del film.
Incluso Disney tiene claro que no conviene que los padres se aburran cuando llevan a su progenie al cine. En Hércules (Ron Clemens y John Musker, 1997), por ejemplo, el protagonista se pregunta en un momento de la película: “¿Y ese asunto con Edipo?... Y yo que pensaba que tenía problemas”. Obviamente, las criaturitas del público no tienen ni idea de que el rey de Tebas asesinó a su padre y se casó con su madre. Como han revelado algunos autores, los cuentos de hadas tienen poco de inocentes y pueden ser susceptibles de una jugosa interpretación psicoanalítica. Con el cine infantil (y más si se trata de adaptaciones Disney de esos relatos clásicos) sucede otro tanto. Los mensajes más o menos explícitos se cuelan por cualquier rendija, para regocijo del adulto atento: En Aladdín y el rey de los ladrones (Aladdin and the King of Thieves, Tad Stones, 1996), se produce un terremoto y el genio comenta: “Pensé que la tierra solo se movía durante la luna de miel”. La lista de alusiones sexuales que salpican las películas infantiles sería infinita.
Salchichas juguetonas
La fiesta de las salchichas (Sausage Party, Greg Tiernan y Conrad Vernon, 2016), que llega hoy a las pantallas españolas, es otra cosa. Ya lo dice la publicidad: “¡Por fin una película de animación que no es para toda la familia!” Y es que en este caso no hay mensajes subliminales que valgan: Se trata de un film concebido para el público adulto, plagado de lenguaje soez, humor grueso, sexo en diferentes variantes y hasta gore, en una secuencia memorable en la que los alimentos antropomorfos que protagonizan la cinta descubren lo que significa caer en manos de los humanos y ser desollados y descuartizados vivos. El diseño de personajes potencia sus atribuciones sexuales (la boca en sentido vertical de los panecillos femeninos, dispuestos a recibir a las salchichas) y los despoja de cualquier atisbo de ingenuidad, tal como hizo Peter Jackson con los animales de Meet The Feebles (1989). “La película de marionetas adulta capaz de ofender a todo el mundo”, aseguraban los anuncios. Y no mentían. Después de su estreno, resultó difícil volver a ver a los Teleñecos con los mismos ojos.
Más allá de su procacidad y su condición de gigantesca broma, perpetrada por gamberros como Seth Rogen, Evan Goldberg y Jonah Hill (todos ellos involucrados de un modo u otro en Superfumados, Supersalidos o Juerga hasta el fin), La fiesta de las salchichas es algo más que una versión para mayores de Toy Story donde se sustituye a los juguetes por alimentos. La película se cuestiona las creencias religiosas y la idea de Dios (los hilarantes chistes protagonizados por un shawarma fundamentalista), aboga por la libertad sexual y contiene algunos personajes antológicos, como un chicle convertido en trasunto de Stephen Hawking. La guinda la pone un final en el que, rizando el rizo, y tras cuestionarse como personajes la existencia de un ser superior, los protagonistas adquieren consciencia de su propia condición de creación cinematográfica. Sí, el film es al mismo tiempo grosero e inteligente. Una auténtica rara avis en el cine comercial americano contemporáneo.
Eso sí, las salchichas del film no son las primeras que asoman por la gran pantalla. La animación para adultos es casi tan vieja como el propio cine. Que se lo pregunten a Eveready Harton (algo así como “Erección Siempre a Punto”), el protagonista de Buried Treasure, un cortometraje mudo clandestino fechado entre 1928 y 1933, que incluye sexo explícito, un glory hole y hasta zoofilia. Según recoge Casto Escópico en Solo para adultos. Historia del cine X (La Máscara, 1996), su calidad técnica ha llevado a algunos autores a atribuirlo a Pat Sullivan y Otto Mesmer, los creadores de El gato Félix (Felix the Cat), aunque según otra fuentes sus responsables serían Gregory La Cava y Walter Lanz, el autor de El pájaro loco (Woody Woodpecker).
Pese a esta temprana muestra, la pornografía y la animación han tenido una relación guadianesca, que incluye versiones X de Hansel y Gretel o Blancanieves producidas en Italia y Alemania a finales de los cincuenta, así como algunas cintas de imagen real como Caperucita Roja X (Le avventure erotix di Cappucetto Rosso, Luca Damiano, 1993), que han incorporado breves secuencias animadas. Sin embargo, el género goza de gran tradición en Japón, donde las referencias sexuales no son patrimonio del porno y se cuelan con frecuencia en series de corte fantástico como Urotsukidôji: La leyenda del señor del mal (Chôjin densetsu Urotsukidôji, Hideki Takayama, 1989).
A partir de mediados de los sesenta, la proliferación de festivales especializados también contribuyó a la diversificación de la animación, que comenzó a buscar nuevos públicos y temáticas. Si bien la violencia hiperbólica siempre había formado parte de sus ingredientes (los magistrales trabajos de Tex Avery o Chuck Jones), comienzan a surgir diferentes aproximaciones que ponen el acento en otras cuestiones. El corto Henry 9 ‘til 5 (Bob Godfrey, 1970) está protagonizada por un empleado de oficina víctima de agotadoras ensoñaciones, y se ganó una calificación X en Inglaterra, como le sucedería dos años después a El gato Fritz (Fritz the Cat, 1972), adaptación del cómic de Robert Crumb que marcó un antes y un después en la historia de la animación adulta, terreno donde su director, Ralph Bakshi, realizaría títulos tan importantes como Los hechiceros de la guerra (Wizards, 1977), El señor de los anillos (The Lord of the Rings, 1978) o Tygra: hielo y fuego (Fire and Ice, 1983). El gato Fritz era una sátira que situaba en primer plano temas como el sexo, las drogas y la contracultura, marcando el camino a seguir por la animación al margen de la edulcoración en contenidos y formas que había caracterizado el hegemónico reinado Disney, y que allanó el camino a films como La vergüenza de la jungla (Tarzoon, la honte de la jungle, 1975), producción franco-belga que parodiaba las películas de Tarzán en clave erótica y dirigieron al alimón Boris Szilzinger y Jean-Paul Walravens, conocido artísticamente con el sobrenombre de Picha. Sí, tiene guasa la cosa.
Fritz conectaba directamente el cómic underground con el cine, como sucedería casi una década después con Heavy Metal (Gerald Potterton, 1981), atractivo film de episodios basado en historias de Richard Corben, Jean Giraud (Moebius), Angus McKie o Bernie Wrightson, entre otros, dibujantes asociados a la revista francesa Métal Hurlant (1974-1987) cuya influencia, directa o indirecta, se puede rastrear en la sugestiva filmografía de René Laloux y en títulos como Mad Max (George Miller, 1979), Blade Runner (Ridley Scott, 1982), El quinto elemento (The Fifth Element, Luc Besson, 1997) y muchos otros. De algún modo, su testigo lo recogerían en los noventa algunas series de animación televisivas de ciencia-ficción como Aeon Flux (Peter Chung, 1991) o The Head (Eric Fogel, 1994), ambas producidas por MTV, canal para el que ha trabajado ocasionalmente Bill Plympton, uno de los directores más importantes de animación adulta de las últimas décadas.
Vamos a ponernos serios
Aunque pueda parecerlo, la animación adulta no solo se nutre de erotismo, humor grueso e incorrección política. Son ingredientes que, juntos o por separado, siguen dando excelentes resultados, como bien saben Matt Stone y Trey Parker, directores de South Park. Más grande, más largo y sin cortes (South Park: Bigger, Longer & Uncut, 1999), pero en los últimos años algunos directores también han recurrido a ella para vehicular historias de otro cariz. Es el caso del israelí Ari Folman, responsable de Vals con Bashir (Vals Im Bashir, 2008), magnífico documental sobre la matanza de refugiados palestinos en Sabra y Chatila en 1982. Posteriormente realizó El congreso (The Congress, 2013), donde combinaba la animación con actores reales. Por su parte, el danés Anders Morgenthaler contó con producción de Zentropa, la compañía de Lars von Trier, para rodar Princess (2006), una película sobre la industria del porno que inauguró la Quincena de los Realizadores del Festival de Cannes. Y no conviene olvidar Waking Life (2001) y A Scanner Darkly (2006), las dos peculiares incursiones en la animación de Richard Linklater.
En una similar línea de explotación de temáticas complejas se puede situar también Peur(s) du noir (2007), film colectivo que adapta los singulares universos de dibujantes como Blutch, Charles Burns o Lorenzo Mattotti; la célebre Persépolis (2007), de Marjane Satrapi; Le chat du rabin (2011), donde Joann Sfar, con ayuda de Antoine Delesvaux, dota de movimiento a su famosa serie de historietas homónima, o la cinta de acción futurista Renaissance (Christian Volckman, 2006). En España, ejemplos como los de Arrugas (Ignacio Ferreras, 2011), basada en el cómic de Paco Roca, y Chico & Rita (Fernando Trueba y Tono Errando, 2010), según personajes de Javier Mariscal, ejemplifican una tendencia creciente, como demuestra el hecho de que ambos dibujantes están preparando su regreso al cine. Roca, codirigiendo con Carlos Ferrer sus Memorias de un hombre en pijama, en fase de post-producción y con estreno previsto para el año que viene. Y Mariscal, tocando ya con los dedos el largo tiempo esperado proyecto de llevar a la pantalla Los Garriris, de nuevo con Trueba. Algunos de los bocetos de la película pueden verse estos días en Valencia, en la galería Pepita Lumier, como aperitivo de un film que viaja a los desenfadados tiempos de libertad de la era hippie.