VALENCIA. No hay estreno de Quentin Tarantino que no sea un acontecimiento. Y el de Los odiosos ocho (The Hateful Eight, 2015) tampoco es la excepción. La gran diferencia con sus anteriores películas es que esta vez no se habla tanto del contenido del film (y lo merece sobradamente) como de diversos aspectos colaterales. Primero fue la filtración de un borrador del guión en internet, que a punto estuvo de echar a perder el proyecto. Se dice que fue el actor Samuel L. Jackson quien, tras una lectura del texto, le animó a seguir adelante. Después, con la cinta ya terminada, saltó la noticia de que el director estaba muy molesto porque Disney había ocupado el Cinerama Dome de Los Ángeles con Star Wars: El despertar de la fuerza y no le dejaba estrenar allí. Y, finalmente, la madre del cordero: Su negativa a seguir haciendo cine si se ve obligado a rodar en digital. Lo dijo en The Treatment, un programa de la emisora KCRW, también en Los Ángeles.
Y no parece que se trate de una boutade. A su paso por el Festival de Cannes de 2014, Tarantino ya declaró que el cine digital "confirma que el cine ha muerto y que no tiene sentido salir de casa para ver la televisión”. Y añadía: “Esta generación está perdida, solo espero que la siguiente valore el celuloide y recuperemos el cine de verdad”. ¿Es el director de Pulp Fiction un alarmista? ¿Se trata de un modo de llamar la atención y acaparar titulares? Si establecemos una comparación con la música, no está tan lejos el debate entre la calidad de sonido del vinilo y de los archivos mp3, la eterna pelea entre lo analógico y lo digital. No se trata de renegar de los avances tecnológicos, sino de preservar la personalidad de las obras, y el progresivo auge del vinilo demuestra que cada vez hay más gente preocupada por ello. Es un momento crucial para el futuro del celuloide, y Tarantino no es un loco que grita solo y desesperado en medio del desierto.
Cineastas unidos por la causa
Retrocedamos de nuevo hasta 2014, para recordar unos sucesos que, entre otras cosas, demostrarán que Tarantino no está loco. O, al menos, no por este asunto. En la actualidad, el DCP (Digital Cinema Package), una serie de archivos digitales que se usan para almacenar y transmitir cine digital, audio, imagen y flujos de datos, se ha impuesto de manera hegemónica en las salas de proyección de todo el mundo, lo que se ha traducido en la práctica desaparición de copias en celuloide. Por lo tanto, no parece necesario seguir fabricándolo. Sin embargo, hace año y medio varios directores de prestigio alzaron la voz y pidieron a las grandes productoras de Hollywood que apoyaran a Kodak, la única empresa que sigue fabricando soporte fotoquímico, para que continuara haciéndolo. Christopher Nolan, Tarantino, Judd Apatow o J.J. Abrams (que ha filmado Star Wars: El despertar de la fuerza en celuloide) fueron algunos de los que dieron el grito de alarma, consiguiendo que varios estudios se comprometieran a adquirir stock para utilizarlo en futuras producciones.
No es un capricho de los cineastas. Martin Scorsese, presidente de la Film Foundation, aplaudió la decisión. “No estoy sugiriendo que ignoremos lo obvio”, comentó. “La Alta Definición no está de camino, ya ha llegado. Las ventajas son numerosas: Cámaras más ligeras, mayores facilidades para rodar de noche, mejores recursos para alterar y perfeccionar las imágenes… Y las cámaras son más asequibles, así que podemos hacer películas por menos dinero. Incluso los que filmamos en celuloide finalizamos el proceso en HD, y nuestras películas se proyectan en ese sistema. Así que podemos estar de acuerdo en que el futuro ya está aquí, que el celuloide es incómodo e imperfecto, difícil de transportar y propenso a deteriorarse, por lo que debemos olvidar el pasado y decirle adiós. Sería muy fácil. Demasiado. Parece que siempre tenemos en cuenta que el cine es, después de todo, un negocio. Pero también es una forma de arte, y la gente joven que se dedica a la realización debería tener la posibilidad de acceder a las herramientas y materiales con que se construyó esa forma de arte. ¿Se le ocurre a alguien que los pintores pudieran deshacerse de los lienzos, los caballetes y los pinceles porque los iPads son más fáciles de transportar?”
La argumentación de Scorsese, entre el romanticismo nostálgico y el sentido práctico, concluye señalando que “todo lo que hacemos en HD es un esfuerzo para recrear el aspecto del celuloide. Y debemos recordar que sigue siendo la mejor manera de conservar las películas, porque no sabemos con certeza si la información digital perdurará”. Por su parte, Darren Aronofsky apela a razones técnicas. Rodó su opera prima, la inquietante Pi, fe en el caos (Pi, 1998), en 16 mm., formato al que se mantuvo fiel en El luchador (The Wrestler, 2008) y Cisne negro (Black Swan, 2010), para pasarse a los 35 mm. en Noé (Noah, 2014). “El mayor problema que encuentro con el video es la muerte del visor ocular”, afirma. “Me resulta chocante que el operador de cámara mire a un monitor y no a través del objetivo. Esa parte del proceso me aterra, porque cuando miras una pantalla de televisión no estás centrado en el universo de lo que sucede a través de la lente de la misma manera que cuando miras por el visor”. Aronofsky, que escogió trabajar en 16 mm. por la textura y el grano que el formato otorga a la imagen, reconoce que tuvo problemas para encontrar asistentes de cámara en el rodaje de Noé, ya que no había profesionales entrenados en el uso de cámaras analógicas.
Cuando Tarantino dice que “no tiene sentido salir de casa para ver la televisión” está subrayando la idea de Aronofsky sobre la imagen que se puede ver en un monitor. O la que ofrecen actualmente pantallas domésticas de alta resolución ante las que la mirada se siente extrañada, porque ofrecen unas imágenes tan nítidas que provocan el rechazo del ojo, acostumbrado a otras gamas de color y texturas. A menudo, las películas parecen vídeos caseros de alta definición. Es lo que los norteamericanos llaman “soap opera efect” (el efecto culebrón), típico de los aparatos de cristal líquido.
La explicación técnica del fenómeno la da Chema Amate en el blog Think Big: “Las televisiones LCD tienen un problema con las imágenes en movimiento, que se ven borrosas. Para evitarlo, los fabricantes de televisores aumentaron la tasa de refresco de los televisores, desde los 120 Hz y 240 Hz hasta los 600Hz y más de los televisores actuales. Pero aumentar la tasa de refresco para eliminar la imagen borrosa tiene otro efecto secundario: Tradicionalmente las películas se han grabado y emitido siempre a 24 frames (imágenes) por segundo. Si decidimos aumentar la tasa de refresco, esas 24 imágenes que antes se proyectaban en 1 segundo, ahora se reproducirán en menos de 1 segundo. Por lo tanto, hace falta meter más imágenes entre esas 24 que están previamente grabadas. Para ello, los fabricantes de televisores desarrollaron un sistema de interpolación que permite crear nuevas imágenes que son una mezcla de la imagen previa y la anterior. Por ejemplo: con el fotograma 1 y el 2 se crea un fotograma 1bis que es una mezcla de ambos. Con el fotograma 2 y 3 se crea el fotograma 2bis. Y así sucesivamente. Ahora, la película ya no se verá a 24 frames por segundo, sino a un número mayor de frames y con gran calidad y detalle”. Esa distorsión es la que crea la sensación de extrañeza al ojo humano.
El pasado 5 de enero, Charles Bramesco publicó un artículo en la web Vox donde explicaba las diferencias entre el rodaje en analógico y digital. Sus argumentos abundaban en los ofrecidos por Scorsese, Tarantino o Aronofsky, poniendo el acento en que “los rollos de celuloide son algo vivo. Se degradan, se expanden y contraen, mutan a lo largo del tiempo según las condiciones en que se conservan. Como tales, tienen aspecto vivo. Un negativo de 1979 tendrá en la actualidad signos de deterioro o de uso, tanto en la imagen como en el sonido. Pero, en muchos sentidos, esas imperfecciones son un argumento a su favor”. ¿Recuerdan la comparación con el vinilo? ¿Cuántas veces hemos escuchado a alguien decir que prefiere escuchar el sonido de la aguja adentrándose entre los surcos? Comparado con esa sensación (que incluye elementos de autenticidad y nostalgia), el material digital se presenta como demasiado pulido y aséptico. Quizá también vivo, pero si se nos permite la cursilería, sin alma.
El artículo de Bramesco destaca cómo Danny Boyle ha usado varios formatos para transmitir de manera sutil el paso del tiempo en Steve Jobs (2015), que se desarrolla en tres épocas diferentes. El director británico rodó la primera presentación de Jobs, ambientada en el año 1984, usando película de 16 mm. Grabó la segunda, perteneciente a 1988, en 35 mm. Y, finalmente, optó por la imagen digital para la tercera, que tiene lugar en 1998. Del mismo modo, la serie Buffy, cazavampiros (Buffy the Vampire Slayer, 1997-2003) se filmó en 16 mm. durante sus dos primeras temporadas, para pasar posteriormente a digital, y la diferencia entre unas y otras es notable. El material que se escoge para rodar importa, y mucho.
Sobre los formatos de proyección
El último caballo de batalla de Tarantino y Los odiosos ocho tiene que ver con el formato de proyección de la película. Como se ha publicitado por activa y por pasiva, la película recupera los 70 mm., asociados con la espectacularidad épica del Hollywood clásico (Ben-Hur o Lawrence de Arabia se rodaron usando el formato), lo cual supone un serio problema para las salas de proyección actuales, adaptadas al sistema digital único. Eugenio Viñas ya avanzó, en esta misma web, que la película no se podrá ver en Valencia como le gustaría a su director. Es la punta de un iceberg de grandes proporciones, que le está acarreando muchos quebraderos de cabeza: Proyección borrosa en Toronto, sectores de la pantalla desenfocados en Los Ángeles, cancelaciones por dificultades técnicas en Nueva York... Incluso un pase de prensa tuvo que ser interrumpido para cambiar la copia en celuloide por otra digital. ¿Está perdiendo la batalla Tarantino? Quizá, pero la guerra puede ser larga, y en ella cuenta con aliados como Paul Thomas Anderson, con quien compartió defensa del formato en un reciente encuentro moderado por el periodista Pete Hammond.
La ambición de Tarantino con su nuevo western era recuperar el roadshow, una forma de exhibición surgida en Estados Unidos a principios de los cincuenta, que se prolongó hasta finales de los sesenta y que consistía en una serie de pases previos de determinados títulos en condiciones espectaculares y antes de que llegaran a las salas comerciales. Una de sus principales características era el colosal ancho de pantalla, precisamente el que se usa en Los odiosos ocho. El director se ha dado de bruces con la cruel realidad, pero su cruzada ha servido para llamar la atención sobre un hecho que cada vez parece tener menor importancia para el espectador, y no debería: Estamos viendo muchas películas en condiciones radicalmente diferentes a como las concibieron sus responsables. Algo que, evidentemente, empobrece su disfrute. Y en lo que Tarantino vuelve a no estar solo.
Y es que los cineastas hacen las películas como las hacen por motivos concretos, no por capricho. Y respetar sus decisiones creativas debería ser norma, y no excepción. El caso más reciente lo ha protagonizado Netflix, esa plataforma que parece destinada a convertirse en panacea para los aficionados al cine. El 4 de enero, el directo canadiense Xavier Dolan les enviaba una durísima carta para quejarse por la grave mutilación de su película Mommy (2014). Dolan rodó la historia de una complicada relación materno-filial usando el formato 1:1, es decir, la pantalla cuadrada, para encerrar unos personajes en constante estado de asfixia emocional y dar carácter de liberación al momento en que, mientras suena Wonderwall (Oasis), el hijo abre (literalmente) la pantalla y modifica el ancho de proyección, ampliando el espacio en el que se mueven. Netflix, que no deseaba que su audiencia tuviera que aguantar dos tercios de pantalla en negro a los lados de la imagen, decidió estandarizar la imagen. “Forzando el formato de esa manera, han anulado la carga emocional de esa escena, ignorado el sentimiento de opresión, narrativamente crucial, y recortando los títulos de crédito finales”. Un Dolan notablemente molesto acusaba también a Netflix de faltar al respeto a la inteligencia de su audiencia y cerraba su carta diciendo: “Pueden recortar y retorcer sus programas si quieren, pero no toquen mi película”.
Estamos tan acostumbrados a que el reproductor de DVD o la propia televisión adapte automáticamente cualquier película al formato de pantalla estándar, que consumimos productos adulterados sin apenas notarlo. Y esa batalla no la pueden perder Tarantino y sus colegas. Entre ellos, Wes Anderson, que filmó El gran hotel Budapest (The Grand Budapest Hotel, 2014) en tres anchos de pantalla distintos, para diferenciar las épocas en que sucede la acción. ¿Ustedes vieron que se respetaran cuando se estrenó? Nosotros tampoco. Se uniformizó un único ancho para toda la película y santas pascuas. Y mejor no hablemos del doblaje, otro atentado a la obra original que el tiempo y la costumbre han terminado por instaurar en nuestras pantallas. Pero la desidia de la exhibición no debería poder poner cortapisas a las aspiraciones de los artistas, incluso a riesgo de que se equivoquen, un derecho que les corresponde por definición. Puede que la lucha de Tarantino sea la de un desnortado Quijote, pero ponerse de su lado es ponerse del lado de la libertad de expresión creativa. El problema es que, muchas veces, esa libertad choca con los intereses económicos de las industrias culturales.