VALÈNCIA. En los diez años que tiene esta columna dudo que hayan visto reproches a eso que llaman telebasura. Es una forma de entretenimiento popular que puede tener una realización buena, mala o regular, como todo. Si algo resulta es difícil de ver. Hay que haber invertido décadas para entender con toda su profundidad ciertas tramas. Cuando en Sálvame indagaban en la historia de Cantora, eso no era apto para no iniciados. La crónica del corazón no admite precocidad. Por eso, generalmente, aburre. Y como suele manifestarse de forma grotesca, con personajes histriónicos y poniendo el foco sobre sucesos muy banales, causa rechazo.
Sin embargo, si se cuenta con un cicerone, el arquetipo sería una mujer de mediana edad que lleva años siguiendo el sector, y se pueden relacionar todos los sucesos que se comentan con un argumento general, eso es tan divertido y enseña tanto sobre la vida como cualquier otra expresión audiovisual, sea o no de ficción, sea un documental social muy concienciado o una película muy seria.
Durante los últimos diez años, el suceso de la muerte de Mario Biondo había tenido un tratamiento de este tipo, es decir, sensacionalista. Primero, solo por Internet, porque el tema no se prodigó en televisión, pero después entró Mediaset al trapo y, a simple vista, aquello era un lodazal. Nadie ocupado y con intereses edificantes podía sentir interés por un cruce de acusaciones de muy mal gusto. Juzgar cómo vive el luto una persona es despreciable, porque la expresión castellana de "la procesión va por dentro" no surgió fruto de la casualidad.
En estas estábamos hasta que llegó Netflix. La serie-documental de tres episodios Las últimas horas
de Mario Biondo sigue la estela de otros documentales como el de Marta del Castillo, el de Rocio Wanninkhof o el de Alcasser. Todos ellos son sucesos que tuvieron una exposición en televisión de cientos de horas en programas de magazine que combinan corazón y sucesos o late-nights que, en España, iban a saco con la carnaza. Cuando ambos géneros se combinan, celebrities y sucesos, como fue el caso de la muerte de Mario Biondo, el seguimiento es la gallina de los huevos de oro. Sin embargo, a buena parte del público, estos tratamientos frívolos de tragedias, llenos de especulaciones y cantamañanas opinando, lo que les producen es una gran arcada. Hasta que, decíamos, llegaron las plataformas y el fenómeno tacuerdas. Llamado también, de forma rimbombante, true-crime.
Coger cuatro mil horas de televisión y resumirlas en cuatro, metiendo de paso unos planos con drones y fotografía muy cuidada, quién lo iba a decir, ha resultado ser una maravilla. La telebasura, destilada, se convierte en calidad. Hemos asistido al fenómeno de flores que crecen en la basura.
Aunque, para mi sorpresa, Las últimas horas de Mario Biondo tenga muy mala nota en filmaffinity, creo que estamos ante un documental extraordinario. La calidad solo se puede medir valorando lo que aprendemos y con lo que conseguimos empatizar. En el caso del desgraciado protagonista, Mario Biondo, todo indica que su muerte fue accidental. El consumo de cocaína tan mal me parece banalizarlo como estigmatizarlo. Es una sustancia que no es infrecuente en el ocio de los españoles y ojalá sus consumidores pudieran ingerirla con garantías sanitarias, sin tener que recurrir a criminales y con las mismas precauciones con las que se consume el alcohol. Sé que esto roza lo utópico porque entraña múltiples complejidades, pero lo importante es que para mí no es significativo a la hora de valorar a una persona. Si se pasa, puede pagarlo caro. Ese es mi consejo: no pasarse.
Pero aquí, aunque la cocaína seguramente tuviese un papel, el problema está en la asfixia autoerótica. Aunque, por mí, no hay ninguno, ojalá me atreviera yo también a buscar ese orgasmo sublime. No me parece mal que la gente busque el placer, tan solo me da pena que pueda tener consecuencias trágicas. En este caso, si finalmente nos decantamos por la hipótesis bastante probable de que Mario Biondo muriera de esta manera, las consecuencias son también sociales. Para no poca gente, algo así no solo es una tragedia, es una vergüenza.
Ahí entra el papel de la familia del finado. Por la serie de hechos constatados que se enumeran en el documental, no aceptaron lo sucedido. Trataron por todos los medios de que se investigase el caso como un asesinato o un homicidio. No obstante, todas sus sospechas eran esperpénticas y entraron en una deriva en la que apareció genuina mala fe contra Raquel Sánchez Silva, la viuda.
En el documental, todo está dispuesto para que sintamos rechazo hacia ellos y los pasos que dieron. Sin embargo, a mí también me parecen dignos de comprensión. Es una familia siciliana, con un arraigado sentido de la dignidad, que no puede aceptar que su precioso hijo haya muerto de una manera tan estrafalaria. Sinceramente, me hacen pensar en directores de cine como Ettore Scola, cuyas mejores películas, aunque fueran comedias, mostraban una Italia que dejaba un sabor agridulce.
La familia ha llegado a ponerse en ridículo, como cuando fueron engañados por un embaucador con problemas mentales que fingió tener una empresa que había accedido al router de la vivienda. Todo por no ser capaces de aceptar unos hechos que les han ido constatando, uno por uno, todas las instituciones, españolas e italianas. Todo esto si nos olvidamos del seguro de vida, pero tirar por ahí supondría especular como cualquier programa de los citados al principio de este artículo.
A mí el documental me ha servido para pensar sobre la condición humana. Dudo que lo olvide. Y además, para apreciar un gesto. La elegancia con la que Raquel Sánchez Silva -el documental lo produce su antiguo representante, Guillermo Gómez Sancha- se ha quitado de encima de un golpe toneladas de basura que se habían vertido sobre ella; de un golpe seco y directo.