El Palau de la Música ofrece una coproducción con Les Arts, donde el primero aporta los elementos musicales y el segundo se encarga de los escénicos
VALENCIA. Se ha señalado muchas veces que El holandés errante es la primera de las óperas de Wagner donde aparecen con claridad los rasgos definitorios del estilo del compositor sajón, especialmente en las revisiones más tardías que el propio autor hizo de la ópera. En ellas –la última se publicó en 1897- un Wagner experimentado fue aportándole la sabiduría de la madurez, al tiempo que conservaba la frescura y la pasión juvenil presentes en la partitura inicial.
Basada en la leyenda del Buque fantasma, que el compositor conocía por un relato de Heinrich Heine, un accidentado viaje en barco hacia Londres le hizo vivir en primera persona el espectáculo del mar enfurecido y la angustia de un probable naufragio. En Mein leben (Mi vida), Wagner explica que los propios marineros del Thetis (nombre del carguero donde efectuó tal travesía, en compañía de su esposa Minna y su perro Robber), conocían también la leyenda del capitán holandés condenado a navegar sin fin por una maldición divina. La lectura que hizo Wagner de esta leyenda, así como la partitura que la sustenta, recogen el dramatismo y la poesía del mar en tormenta y de los seres condenados. También el tema de la redención por el amor, que atraviesa toda la obra wagneriana. De ahí la complejidad expresiva con que se enfrentan orquesta, coro y solistas.
El Palau de la Música presentó este viernes una versión semiescenificada de la ópera, en coproducción con Les Arts. El primero aportó la Orquesta de Valencia con su director titular, Yaron Traub. El segundo, todo lo referente a la escena (concepto, escenografía, iluminación, videocreación y vestuario). La partitura del coro, muy relevante en esta obra, estuvo servida por el Cor de la Generalitat, que depende orgánicamente del Institut Valencià de la Música, pero que actúa casi siempre en Les Arts. Esta vez, sin embargo, el Palau de la Música pudo contar con él. El elenco de solistas lució voces importantes, algunas de ellas de origen valenciano o formadas en el Conservatorio de Valencia (más en concreto, en la cátedra de Ana Luisa Chova). En definitiva: mientras en el escenario se representaba El holandés errante, en el recinto se escenificaba el trabajo en equipo de las instituciones valencianas dedicadas a la música. Y lo cierto es que el resultado tuvo éxito, pero debe recordarse que no es la primera vez que se hacen obras semiescenificadas en el Palau de la Música. Precisamente, también El holandés errante se vio allí en este formato (1992), cuando dirigía el auditorio Manuel Ángel Conejero, quien no se esperó a que comenzase la función, llenando el hall de velas, proyecciones de gaviotas volando, y una banda sonora con sus graznidos y el bramar de las olas. La otra vez que se dio este título fue en 2004, en versión de concierto sin apoyo escénico.
La que se vio el pasado viernes contó con la orquesta en el centro del escenario, a la que rodeaban una plataforma escalonada por el fondo y el estrechísimo espacio que quedaba en el proscenio para la representación, unidos ambos elementos por dos escaleras. Esta estructura dividía al coro en dos partes, con una gran tela desplegada que podía sugerir una vela de barco y servía, al tiempo, como pantalla de proyección. Sumidos en una oscuridad mucho mayor de la habitual en la Sala Iturbi, orquesta y coro se constituyeron en importantes elementos escénicos, con las pequeñas luces de sus atriles y las inquietantes siluetas del coro, recortadas en negro al fondo. Las proyecciones, en blanco y negro, fueron principalmente del mar, como no podía ser de otra manera. También el rostro del Holandés, como figura central del drama, ocupó en ocasiones la pantalla. La escenografía fue de Manuel Zuriaga, y el concepto escénico de Allex Aguilera. Desarrollaron ambos un trabajo tan escueto como eficaz, ya que la obra denota el potente instinto teatral de Wagner y no necesita mucho más para evidenciar su intenso dramatismo. Sobraron, sin embargo, la niña y el barquito de juguete, que no están en el libreto, y que sólo consiguieron dar una explicación trivial de la psicología de Senta. La iluminación, de Antonio Castro fue también concisa y funcional. Miguel Bosch fue el responsable de la videocreación, más efectiva con las imágenes del mar que con las del buque fantasma, al que no se le sacó el suficiente partido. Los figurines, de José María Adame, funcionaron bien, aunque no se entendió mucho el peinado y el maquillaje del Holandés, que parecían evocar los de un personaje de la ópera china. Quizá para simbolizar la pertenencia del Holandés y de su tripulación a un mundo lejano y sobrenatural, totalmente distinto al muy terrenal de Daland, su marinería, Eric y las muchachas del poblado noruego donde recalan ambos barcos por la tempestad.
En el polo opuesto se situó Catherine Foster representando a Senta: una voz muy poderosa, con metal y capacidad dramática, bien curtida en los papeles wagnerianos (entre los que se cuentan, entre otros, el de Brünnhilde e Isolde), capaz también para las medias voces, pero menos atenta al detalle y al diseño minucioso de su personaje. Como Daland estuvo Eric Halfvarson, quien ya gustó en Valencia con su rotunda voz de bajo en el papel de Inquisidor (Don Carlo, Les Arts, 2007). Tapaba con su emisión a quien se le pusiera por delante, y los dúos con el Holandés quedaron excesivamente desequilibrados a su favor. Iba bastante a su aire, y los desajustes que se produjeron, también con la orquesta, en el primer dúo con el Holandés, pudieron deberse a él. El papel de Eric lo protagonizó Charles Workman, con una voz muy luminosa, de registros bastante igualados, a la que tocó lidiar con los números más “italianos” de la partitura. Algunos gallitos se colaron en la cavatina del tercer acto (“Will jenes Tags du nicht dich mehr entsinnem”), quizá debidos a la indisposición del cantante anunciada al comienzo de la representación. Marina Rodríguez-Cusí fue Mary, breve papel al que sirvió con soltura y eficacia. El tenor que representó al timonel tiene encomendada, al principio de la obra, una bonita canción cuyo perfume marinero introduce al espectador en la atmósfera precisa, pero el vibrato excesivo de su voz dificultó llevarla a buen puerto.
El Cor de València (antiguo nombre que fue sustituido después por la horripilante y farragosa denominación “Cor de la Generalitat Valenciana”, como si de un organismo administrativo se tratara) lució su acostumbrada profesionalidad para enfrentarse a todo tipo de partituras. Incluso en momentos de desajuste (como el que se produjo en el segundo acto entre Erik, la orquesta y el coro de muchachas), fueron estas las primeras en volver con tino al reencuentro con los demás. Continuaron, sin embargo, sobre todo las voces masculinas, tomándose demasiado en serio las indicaciones “forte” de la partitura, y la alegría marinera de llegar al puerto lo explicaba sólo en parte. Es esta tendencia a los excesos dinámicos –que incide también en el empaste y en la calidad sonora del conjunto- el punto más débil de la que es, sin duda, la mejor agrupación coral valenciana. Sin embargo, no se advierten intenciones de solventarlo por parte de nadie.
Este domingo se repite el montaje, y hay muchas entradas vendidas. El Palau de la Música no debe competir con Les Arts en el campo de la ópera, ya que su terreno natural es el de la música sinfónica y de cámara. Pero la Orquesta de Valencia necesita ejercitar unas habilidades que desarrolló cuando en la ciudad no había teatro de ópera ni orquesta que se ocupara de ello, excepto las versiones de concierto que se hacían en el auditorio. Por eso es bueno que, de vez en cuando, la agrupación se entrene en un repertorio cuyas claves, antes adquiridas, no debería olvidar.