Siendo un crío ya me tiraba eso de curiosear en los libros de arte que andaban por casa. Cuando vi por primera esos David Teniers que representaban los abigarrados gabinetes o galerías de pinturas de Leopoldo Guillermo de Habsburgo fueron una excitante revelación que tuve que compartir con mi padre. Me parecían el colmo de lo alucinante en lo que a genialidad y hazaña pictórica se refiere: se trataba de una vista general de su gabinete, a modo de escena teatral, en la que se mostraban la pinturas más importantes que atesoraba el archiduque de Austria. La poca acción consistía en situar al propietario en acto de mostrar a sus invitados la opulencia de su colección. En realidad este gabinete nunca ha existido, tratándose de una recreación ficticia, para mostrar por acumulación las obras existentes en las estancias del palacio. Mi padre asentía y con media sonrisa, a su vez, trataba de hacerme entender, cosa que no lograba, que esos cuadros, por mucho que fueran universos pictóricos en sí mismos, no eran verdaderamente significativos en la historia del arte. Que no se trataban más que un bello ejercicio de virtuosismo, pero poco más. Vamos, que no le removían como a mí que veía en esos “cuadros dentro del cuadro”, algo superior.
Años después cuando tuve las ideas sobre el arte un poco más claras, mi padre me recordaba con cierta sorna aquellos días de admiración por aquellos ejercicios sobrenaturales de técnica miniaturística. Una época en que como muchacho imberbe, me sentía arrebatado por el más difícil todavía: bolas de marfil chinas que encerraban dentro de sí otra, y esa otra, otra, hasta cinco, seis… pero que cada una de estas se había liberado únicamente mediante la talla de su inmediata más grande, o esas las escenas holandesas talladas en una nuez o las maravillosas piezas que conforman el poco conocido Tesoro del Delfín que se exhiben en los sótanos del Museo del Prado, y que cuando me llevaron a verlas me llenaron de perplejidad por esa combinación de imaginación y magistral precisión.
El arte tiene una ilimitada capacidad de asombrar. A mí hace ya tiempo que en cuestiones de tecnología me cuesta encontrar que algo me impresione, sin embargo cada mes descubro algo fascinante en el mundo del arte: puede ser algo realizado hace quinientos años por un artista o un artesano relojero, o hace escasamente un mes por un artista plástico o un músico. Hoy no hablamos de grandes creadores, de artistas que lo cambiaron todo, lo hacemos de maestros que nos asombran por medio de la ejecución y del virtuosismo
A veces el asombro, el virtuosismo, nos llega por el tamaño. En 1519 Alberto Durero hizo al emperador Maximiliano I un retrato excelente que se conserva en el Museo de Historia del Arte de Viena, el emperador le tenía preparada una empresa mucho más ambiciosa. Maximiliano I lo vio claro a la hora de utilizar la novedad del grabado para publicitarse a través de la imagen como gobernante, pero al no disponer de televisión para multiplicar su imagen a lo largo y ancho del imperio, el mandatario pensó en hacer algo grandioso y sólo Alberto Durero sería capaz de tal hazaña. El proyecto faraónico consistió en un arco triunfal al modo imperial romano. El artista alemán realizó el plan general del monumento: el gran arco triunfal, una vez unidas las planchas tenía 10 metros cuadrados y estaba compuesto por la impresionante cantidad de 190 planchas o tacos de madera grabados. Imagínense una obra obtenida uniendo cada uno de los grabados, de un tamaño de una habitación de diez metros cuadrados.
La inteligencia humana aplicada a eso tan difícil de definir como es el arte parece como si se dirigiera en un sentido vertical buscando abrir camino a nuevos territorios y en ocasiones en otro más horizontal a la búsqueda del más difícil todavía.
En otros casos el asombro llega por lo pequeño, lo escondido. A los grandes virtuosos les cuesta resistirse a dejar su impronta en su obra. Estos días se puede disfrutar de una exposición dedicada a Clara Peeters en el Museo del Prado. Se trata de una artista flamenca de la que sabemos poco. Nace a finales del siglo XVI y vive en Amberes, desarrollando su carrera entre 1607 y 1621, que se sepa. Su tema predilecto son las naturalezas muertas y pinturas de flores, que ejecuta con maestría. En varios de sus cuadros la artista incluía un autorretrato suyo escondido en los brillos emitidos por los metales o cristales pintados en sus bodegones. Si observamos con detenimiento podemos ver un autorretrato de la artista pintando el cuadro en cuestión. Un ejercicio de virtuosismo, como lo es la celebérrima calavera pintada con la técnica de la anamorfosis situada a los pies de los embajadores retratados por Hans Holbein en 1533 y que se exhibe en la National Gallery de Londres. El pintor ejecuta un alarde meramente técnico de ilusión óptica encaminado a deformar el objeto, alteración que se corrige conforme el espectador adopta una perspectiva alejada del centro del cuadro.
Los ejercicios de virtuosismo tienen algo de broma y de cierta petulancia detrás. Valencia no se escapa a ello aunque hay que buscar con detenimiento. La extraordinaria escalera de acceso a la no menos soberbia biblioteca del Colegio del Patriarca es obra Francisco Figuerola, que la inicia en 1599 y terminada por el milanés Joan María Quetze. Se trata de una de las escaleras de voltes más importantes del Renacimiento peninsular y todo un alarde de la estereotomía pues sus bóvedas se hayan suspendidas en el aire, apoyando unas en las otras. El autor deja su impronta permitiendo que el arranque de la misma se realice no desde el suelo mismo sino un palmo de este, recreando la ilusión y mandándonos el mensaje de que es capaz de hacer flotar en el éter la monumental escalera, provocando el aplauso admirativo. Manierismos.
Alarde no exento de cierta inmodestia, que me recuerda a ese pequeño detalle, en tamaño, pero grandilocuente en cuanto al efecto, que puede apreciarse en el Palau de Les Arts, más concretamente en la fachada situada aguas arriba, cuando las dos inmensas, y “célebres”, planchas de acero acabadas en ángulo que recubren en edificio, tienden irremediablemente a converger en un punto…pero por una distancia que cabría dentro de un palmo, no llegan a tocarse. Calatravismos.
Retrocedemos seis siglos para encontrar en la Seu de Valencia un bello ejemplo de destreza. La llamada Obra Nova iniciada por Baldomar encierra un secreto en forma de ventana tallada en esviaje, es decir, con una perspectiva desviada respecto al eje del muro de una forma y función completamente artificial a modo de trampantojo. Otro capricho que suele pasar desapercibido es el diseño de la puerta de acceso a la torre del Miguelete. Ambas obras, una vez fallecido Baldomar es muy probable que fueran realizadas por ese maestro de la piedra que fue Pere Comte. Exhibiciones constructivas y matemáticas en ese difícil arte de cortar los sillares, llamado técnicamente estereotomía: una mezcla de presunción personal en cuanto al domino de los conocimientos técnicos y geométricos, y una reivindicación, la del arquitecto-cantero, para hacerse valer como una profesión liberal.