En una de las ramas de esta abstracción matemática, el escritor Juan
Tallón escribe El mejor del mundo y Anagrama lo publica. Alguien lo lee y toma estas notas para una presentación que no sucede en esta línea temporal, pero que puede haberse desarrollado o estar desarrollándose en estos instantes, con leves matices a lo planeado o de un modo totalmente diferente: “El Apolo, un ataúd recubierto de pan de oro; el padre y Antonio, que enseguida se nos muestra como un personaje siniestro del que sin embargo queremos saber más y más. La boda suspendida, la relación paternofilial. La extrañeza del after al final del laberinto, la DMT (N,N-dimetiltriptamina), la violencia, y la primera extrañeza en forma de luz. La gente que salta de las azoteas, una desconocida, y su madre. Los muertos: el abuelo empujado por las escaleras, el desconocido cegado en un baño irreal. Los capítulos que desfiguran el tiempo y los hechos. El dedo cortado con una sierra (conozco a un hombre al que le falta un dedo para el que su hija hizo un pequeño ataúd), y también sé de esas sierras por recuerdos familiares que ya casi no existen. Alboraia. Operarios de una sierra circular en una fábrica de muebles a los que siempre les faltaban dedos. La extinta industria del mueble valenciana. En las páginas 88 y 89 se habla de la disolución de las memorias. Es imposible que exista lo que se olvida. Esto es una clave”. La idea en origen era escribir un artículo sobre la novela en línea con los habituales de la sección —lo cual no significa, vaya por delante, que dichos artículos repliquen fórmulas estándar, que sean perezosos, ni mucho menos—, y puede que ese artículo discurra en otra senda, pero en esta la cadena de acontecimientos lleva hasta aquí, a un revisitar un texto incompleto, una introducción que no fue, a abrir el libro por las páginas marcadas para no dejar escapar pasajes memorables como este:
“Le hace gracia que de vez en cuando enumere también cosas que no hizo. Hay en las libretas planes ambiciosos, planes modestos, planes apacibles, el gran plan de una vida o el pequeño plan de la semana que viene que al final no sale. Iba a hacer cosas, y al final se desbarataban, como si la vida estuviese conformada en buena medida por casis, inevitablemente, incluso en las existencias más confortables y felices. «No volé a Italia a conocer a Juan Ramón I.» «Iba a reformar el piso, pero no es el momento.» «No fui a ver la película de Ray Loriga.» «No escribí el poema que le había prometido a Belén.» […] Muchas de las cosas que no ocurren siguen metidas en su cabeza a lo largo de otras entradas. No mueren sin más. Y como todo el mundo quiere algo, y el deseo de conseguirlo es la energía que nos levanta de la cama y nos lleva a cada uno por un sitio cada día, lo que no pasa en un momento dado pasa más tarde”.
A lo largo de este artículo se ha ignorado deliberadamente una verdad que no por obvia es menos relevante: de los nodos no solo se sale, en ellos también se converge; no podría ser de otra manera por la propia naturaleza del nodo. En El mejor del mundo el irascible Antonio, padre devoto y paranoico de su estirpe, animal devastado y aterrorizado por un fenómeno cataclísmico de la soledad, decide recorrer el camino, que en este caso es de algún modo desandarlo, para aterrizar en México, dejar pasar el tiempo como quien pisa las huellas de su propio rastro, ir en pos del local interrealidades, de la singularidad hedónica envuelta en humo, de la madriguera del conejo blanco a la que se accede a través de diferentes estancias conectadas como a causa de un glitch o como en un relato de China Miéville y que desembocan en un antro, en el escenario de un crimen, de nuevo en el nodo a partir del cual todo es posible, incluso volver a ser la persona que ya no somos.