Una serie documental, #MeGustaMalasaña, está analizando capítulo a capítulo la historia y la actualidad del barrio madrileño famoso por su bohemia. El relato de los años 80 es lo más interesante, cómo en un barrio tomado por la heroína, donde había ajustes de cuentas a tiros, navajazos, machetazos y hasta con katanas, se instalaron los bares de las tribus urbanas del momento en los que el rockabilly, el punk y el "garage" dotaron de una personalidad única a esas calles
VALÈNCIA. Cuando era un niño, las historias que me llegaban de Malasaña me parecían mágicas. Bares con nombres extravagantes, del tipo La teta enroscada como en la película Abierto hasta el amanecer. Tribus urbanas con sus cientos de elementos de distinción, en la ropa, en las chapas, en los parches. Sonaban grupos de los que no podías saber nada en los medios convencionales ni en muchos especializados. Y sobre todo conciertos. Todos los grupos podían tocar en ese barrio, aunque lo hubieras montado dos semanas antes.
El barrio que conocimos los que llegamos a él en los 90 seguramente fuese mejor que el de los 80 en lo referente a conservar tu integridad física. Al mismo tiempo, comparado con la Malasaña actual, era un lugar mucho más sucio y ciertas calles seguían tomadas por la heroína. El botellón en Barceló era mucho peor que cualquiera de los que pueda haber ahora. Nadie podía acercarse a más de veinte metros de la parte trasera del Museo de Historia de Madrid por el hedor a orines.
Sin esa atmósfera mítica de las tribus urbanas de los 80, en esas calles se conoció mucha gente. Más bien, se encontró. Sin Internet, uno estaba sujeto e incluso encadenado a los gustos que tuvieran pandillas en las que estabas más por casualidad, por el barrio o por el instituto, que porque les hubieras elegido. En Malasaña encontrabas a la gente que querías conocer, que le gustaba lo mismo que a ti. En los 90 seguía estando muy claro de qué estilo era cada bar. En ese sentido, se iba a Malasaña a buscar la libertad y afirmar la identidad que uno quería para sí. Por supuesto, todo este proceso estaba acompañado de grandes ingestas de alcohol y drogas, y sexo quienes podían.
Por este motivo fundamentalmente el recuerdo de este barrio madrileño sigue siendo algo especial. Gran parte de su interés, el de conocer música de la que no habías oído hablar, así como otras referencias culturales, ya tiene poco sentido desde que todo está conectado y la música tiene el valor del agua del grifo. Sin embargo, desde otros puntos de vista nuevos, el barrio sigue teniendo efervescencia cultural.
#MeGustaMalasaña es una serie documental de Juanjo Castro que consta de dos episodios, se está rodando un tercero, en los que se cuenta la historia del barrio y su situación actual. La anatomía de cuatro calles, su pasado, presente y futuro, todo lo que entraña la vida en un lugar, como afecta y marca a tanta gente, es una materia muy suculenta para un documental. Pese a estar restringido a la capital, su interés puede seducir a todo el que pasó por ahí viviera donde viviera, que no fueron pocos sus asiduos ajenos al Foro.
No obstante, el primer capítulo me resultó decepcionante. Estaba protagonizado por los vecinos actuales del barrio. Todos o la inmensa mayoría con edades por encima de los cuarenta años y profesiones relacionadas con el arte o la escritura. En los primeros minutos salían todos cenando en una terraza y repetían tópicos por todos conocidos: "el turismo se va a cargar Madrid", "el barrio es solidario, todos nos conocemos y nos ayudamos", "es como un pueblo"...
En sus ochenta minutos, esta primera entrega se cerraba con la amenaza de la gentrificación. Estos vecinos alertaban de que el barrio iba a perder su identidad de lugar "bohemio y artístico" si se llenaba de franquicias y hoteles de lujo. Y más tópicos: "se está chuequizando", "se está llenando de modernos", "todo el mundo quiere abrir aquí su negocio"...
Tópicos que se reducen a "Malasaña se ha convertido en un parque temático", frase que repite todo el mundo. Al margen de otras consideraciones sobre conferirle identidad a los lugares, luchar por mantenerla y reivindicar que se proteja, que es cuestionable, el problema del vídeo era que el capítulo parecía un publirreportaje en el sentido de que no tenía aristas. Los entrevistados no es que estuvieran encantados de haberse conocido, es que lo decían de viva voz. Sus discursos en ningún momento se ponían en duda con ninguna versión heterodoxa o que diese el contrapunto. Era un brindis al sol y por tanto un reportaje un tanto superficial.
Sin embargo, justo es decirlo, el segundo capítulo era espectacular. Estaba acompañado de un precioso material gráfico, algo que se echaba en falta en el primero, especialmente cuando se cuenta la historia del barrio siglos atrás, y los relatos que se hacían de la Malasaña de los 80 eran realmente interesantes.
Pepe Ugena, de Récord Runner, fue uno de los responsables de la inyección de garage rock en unas calles peligrosas como pocas de Madrid. Había puñales, pistolas, hachas, machetes, hasta katanas. Las peleas se podían saldar con muertos. Las calles estaban llenas de camellos. Se podía conseguir cualquier droga en cualquier momento. En realidad, ese era uno de los encantos del barrio, pues a la gente lo que le gustaba en estos garitos, aparte de escuchar música, era ponerse hasta el culo, pero en los primeros tiempos, con el consumo de heroína in crescendo -tocó techo a principios de los 90-, los desencuentros con el camello podían ser a vida o muerte, igual que el coqueteo con sustancias tremendamente adictivas.
En ese ambiente, de todos modos, aparecieron bares de rockabilly, como el King Creole, la famosa Vía Láctea de Marcos López, el Agapo, el Penta o el Malandro. Como bien se cita en el documental, si algo tenían en común todos estos lugares es que había música en directo. Tal vez se explique en próximas entregas por qué los conciertos fueron erradicados del barrio con lo que eso supone para la cultura popular.
Por lo demás, queda claro el espíritu del barrio en aquellos años, algo que parece sacado de una novela, historias difíciles de creer menos para los que anduvieron por ahí y sobrevivieron. La democracia a España llegó a la vez que la posmodernidad. La libertad se usó para muchas cosas, pero esas nuevas generaciones a lo que más se entregaron fue al hedonismo y la evasión. Hace años, encontré una columna de opinión de la época que lo ejemplificaba. Fuerza Nueva, que tuvo fuerte implantación en el barrio, con lo que eso suponía a efectos de violencia, había cometido una agresión contra unos chavales que pasaban por ahí. El que opinó decía que, tras el ataque que sufrieron, al menos esos jóvenes tendrían más en cuenta los problemas políticos de los que se desentendían con su rock y todo ese gusto por la bohemia que luego, muchos años después, se llamó Movida.