CRÍTICA DE CONCIERTO

El valenciano Gustavo Gimeno traduce con inteligencia y creatividad a Beethoven y Mahler

Copartícipes del éxito en Beethoven fueron la violinista Vilde Frang y la Philarmonique du Luxembourg. Después, ya sin el concurso de la artista noruega, Gimeno y los luxemburgueses se embarcaron en una dramática versión de la Cuarta de Mahler

15/11/2018 - 

VALÈNCIA. Cuando Vilde Frang comenzó su intervención solista junto a la Filarmónica de Luxemburgo, la primera sensación que se tuvo fue la extremada suavidad del sonido. Antes, la orquesta había iniciado el Concierto para violín de Beethoven con un tono algo misterioso. Y de repente todo empezó a cuadrar: aquel misterio anticipaba esta suavidad. Y muchas otras cosas.

Porque la suavidad, la intimidad con que se desenvuelve la violinista noruega, estaba llena de recovecos, de matices, de acentos, de luces y de sombras variadas. La famosísima partitura de Beethoven cobraba una dimensión nueva, y pensamientos del tipo “toca muy bien pero el sonido es pequeño”, aplicados a esta intérprete, carecían por completo de sentido. Es más: apetecía seguir escuchando el concierto bajo esta nueva luz. Estábamos ante una de las obras más conocidas de Beethoven y, aún así, no sabíamos cómo iba a sonar el siguiente compás, ni cómo nos llegaría el segundo y el tercer movimiento.

No eran ajenos al prodigio  la ductilidad de la orquesta luxemburguesa y la labor analítica de Gimeno, titular de la misma y próximo a serlo de la de Toronto. Todos mimaban esas suaves volutas que efectuaba el violín, siempre en la gama menos brillante, aunque no menos hermosa, y se acoplaban a ella, imaginando y plasmando un acompañamiento transparente e íntimo que revelara otras bellezas de la partitura. Bellezas que pasan con frecuencia desapercibidas: voces interiores de la orquesta, dulzura, encanto, huida del fulgor virtuosístico en las cadenzas... ¡quién iba a pensar que se buscaría tanta contención en el único concierto para violín que escribió Beethoven! Pero sí. Se buscó y se encontró. Porque estaba –también- allí, en lo escrito por el compositor. Y lo que hacían esta vez solista, batuta y orquesta no desautorizaba en absoluto versiones enérgicas y esplendorosas como la casi imbatible de Furtwängler con Menuhin. Estuvimos ante una de esas maravillosas sorpresas del directo, ante el milagro de las grandes partituras. Son pozos sin fondo que nunca se acaban de explorar, aunque no todas las búsquedas sean afortunadas. Por eso seguimos oyendo esta obra, sin parar, desde su estreno, en 1806: con el placer de reencontrar lo conocido y, en casos como el del martes, disfrutar de lo nuevo.

Hubo quien dijo que se había hecho de la necesidad virtud, que Frang tiene un volumen muy pequeño y había que buscar un enfoque que le cuadrara. Puede ser: resultó tapada por la orquesta en alguna ocasión, a pesar del enfoque intimista que presidió la labor de todos los músicos. Es verdad que el brillo del de un violín poderoso entrecruzándose con una orquesta extrovertida permite colores más vivos, colores que lucen bien en esta partitura. Pero pueden enmascarar otras cosas: las tonalidades intermedias, la gama del pianísimo (que es más amplia de lo que parece), las luces delicadas, las sombras fugitivas...

Gimeno dirigió con seguridad, economía de movimientos y una atención extrema al bello sonido de la violinista, sin descuidar, al tiempo, las aportaciones potenciales de las secciones de su orquesta. Tras el Allegro inicial, el maravilloso Larghetto que percibimos terso y tranquilo en las versiones más tradicionales, se escuchó aquí cargado de una profunda tristeza. La batuta continuó subrayando las voces intermedias, y se fue aumentando el volumen en la transición hacia el tercer movimiento, que se toca sin interrupción. La gama dinámica se amplió un poco en este Rondo, en el que volvieron a lucirse muchos solistas de la orquesta. Vilde Frang se mostró ágil y afinada, como en todo el Concierto.

Luego vino el regalo, algo desconcertante: un arreglo bastante feo que hizo Fritz Kreisler del himno alemán (antes austríaco), para violín solo. Quedó algo fuera de lugar, por mucho que esté sacado del que escribiera Haydn para el cumpleaños del emperador Francisco II (y que luego incluyó en –ese sí- precioso Cuarteto op 76/3)

La Cuarta de Mahler: el encanto de lo terrible

La detallada mirada de Gustavo Gimeno se volcó luego, ya sin los estímulos indudables proporcionados por Vilde Frang, en una partitura difícil. Entre otras cosas, por lo contradictorio de su carácter. Lo son todas las de Mahler, pero esta sinfonía llama más a error por su ropaje de tintineante inocencia, por las bellas melodías, o por ese movimiento final donde una soprano canta las delicias celestiales.

Pero el director valenciano no se quedó en la primera capa, sino que bajó a las profundidades del tejido sinfónico, donde otras líneas interrumpen y cuestionan constantemente el discurso. A este nivel, y al igual que había hecho con Beethoven, realzó muchísimo las voces intermedias (vientos, cuerda grave, percusiones, arpa...). Lo hacía ahora con la acusada intención de provocar una constante y voluntaria discontinuidad en ese universo cristalino y bucólico que aparece en primer plano. Recientemente ha declarado Gimeno que la Cuarta de Mahler “nos sumerge desde el principio en un mundo incierto”. Efectivamente.

Tanto es así que pudo parecer exagerado el desgarrador tratamiento que dio a la sinfonía desde los primeros compases. Porque si nos instalamos con tanta prisa en el ámbito de lo terrible, no podremos establecer el contraste con lo beatífico. Poco a poco, sin embargo, la trayectoria de la interpretación fue clarificando esta idea central de incertidumbre. Que tiene ya, en el segundo movimiento, una manifestación indiscutible: uno de los concertinos utiliza un violín afinado un tono más alto que los demás, lo que produce un inquietante efecto sobre el oyente.

Se emulan a veces ligeros ritmos de baile para machacarlos enseguida. Incluso en el tercer movimiento, con ese arrebatado inicio a cargo de violas y cuerda grave, a los que se van sumando otras secciones. Lo dirigió Gimeno con batuta apasionada, pero también hubo momentos de fractura (por ejemplo, aceleraciones repentinas del tempo). Y, de una forma u otra, el suelo seguía inseguro bajo nuestros pies.

También lo notamos en la transición al cuarto, que se ejecuta sin solución de continuidad. Mahler, después de la trascendencia religiosa de su Segunda Sinfonía y del canto a la Naturaleza de la Tercera –aunque ambas tengan, también, momentos de duda y hasta de sarcasmo- nos presenta en la Cuarta un universo precioso con los cimientos rotos. Y, para concluir, introduce un canto a la vida celestial con la mirada de un niño... pero de un niño hambriento. Fue la soprano Miah Persson la encargada de ejecutarlo. Su voz apareció afilada en los agudos e insuficiente en el registro medio, aunque fue mejorando de estrofa en estrofa. Los oyentes que leyeron antes el texto (figuraba en el programa de mano) comprendieron mejor el sentido de esta sinfonía desde el principio.

Gimeno no se arredró en la traslación de la ironía que contienen las breves irrupciones orquestales entre las estrofas de esta canción. Ni en acabar la sinfonía, como marca Mahler, en un diminuendo hacia la nada.

Sobresaliente actuación.

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