Con una huelga convocada por el Cor de la Generalitat para las dos últimas funciones (días 15 y 17 de febrero), se estrenó el miércoles I masnadieri. En esta ópera de Verdi el coro tiene, precisamente, un papel insustituible tanto en el ámbito escénico como en el musical
VALÈNCIA. I masnadieri (Los bandidos) es una de las óperas menos conocidas de Verdi. Quizás se representa poco –a pesar de que contiene números hermosísimos- porque al entramado dramático le falta la consistencia de otras obras del compositor de Busseto. El libretista (Andrea Maffei) quiso condensar en algo más de dos horas las cuatro que dura el original de Schiller (Die Räuber), y se producen demasiados saltos en la narrativa, e inconsistencias importantes en la evolución de los personajes. Saltos e inconsistencias que ni siquiera el genio de Verdi consiguió paliar con su música y su particular instinto teatral.
También pudo influir, sin duda, el mal estado de salud que sufrió el compositor durante el año anterior, pero eso no pareció afectar a otra ópera suya gestada casi al mismo tiempo: Macbeth (1847), cuya credibilidad se impone al espectador en todo momento. En cualquier caso, vale la pena conocer y disfrutar la partitura de I masnadieri, y debe aplaudirse que se haya programado en Les Arts. La fría reacción del público se explica no sólo por los excesos y absurdos del libreto, sino porque siempre tienen mejor acogida las obras más representadas, que el oyente se sabe casi de memoria y le complace revisitar. Pero cualquier programación que se precie ha de incluir lo conocido y lo nuevo, si no quiere caerse en rutinas rancias y poco deseables.
Al hablar de “saltos”, “inconsistencias” o “excesos”, nos referimos, por ejemplo, a la bondad rayana en lo angélico de Amelia, que tiene muy poca verosimilitud, a la exacerbada maldad de Francesco, digno competidor del mismísimo diablo, o a la extraña psicología de Carlo: ni el Sturm und Drang ni el primer Romanticismo (elementos a los que se acude para explicar su desconcertante comportamiento) bastan para entender, por ejemplo, su precipitada conversión en jefe de los bandidos (a los que, por otro lado, desprecia y odia), ni el asesinato de la mujer que ama, sólo porque ella se lo pide. Así, de repente. Francesco, después de enterrar vivo a su padre y otras “delicadezas”, se suicida porque están asaltando el castillo y ha tenido unas pesadillas (esta producción vuelve al final planteado por Schiller, aunque en éste el suicidio se encuentra mucho más justificado). En el libreto de Maffei desaparece. Por no hablar de Massimiliano, conde de Moor, que destierra a su hijo Carlo por una conducta licenciosa en su época de estudiante. La obra original de Schiller puede estar cargada de poesía y dramatismo, pero la adaptación operística resulta hueca e inverosímil. Para nada se hace presente la poética del bandido, el ansia sincera de una vida vida libre y errante, los sentimientos de desesperanza y de soledad.
Pero en la música sí que hay retazos de todo ello, aunque no se palpe entre ellos demasiada trabazón dramática. Y tenemos en la obertura uno de esos momentos. Uno de los mejores: ese maravilloso solo de violonchelo, dulce, triste, también desesperado. Se desarrolla tras unos compases de repentina y furiosa violencia. Lo plasmó en Les Arts Rafal Jezierski, uno de los solistas de la Orquesta de la Comunidad, con una belleza sonora y una intensidad emocional que trajeron a la sala –ahí sí- la estética subyacente en el drama de Schiller.
Melancolía y rabia aparecieron también, aun de forma escueta, en la dirección escénica de Gabriele Lavia (con Allex Aguilera en la reposición) y la escenografía de Alessandro Camera. Les Arts alquiló una coproducción de los teatros San Carlo de Nápoles y La Fenice de Venecia. Un conjunto de postes sombríos y un sistema de focos, con una sencilla pasarela, sirvieron para representar la taberna de los bandoleros, el bosque y los salones del castillo de Moor. La iluminación se hacía hiriente y despiadada o suave y oscura, según el desarrollo de la acción. Se combinó vestuario de épocas diferentes. La única incongruencia con el libreto fue la utilización de armas de fuego al tiempo que se mencionaba una espada: peccata minuta. Un montaje eficaz, sin pretensiones y con gran economía de medios, que tuvo, seguramente, otra ventaja: debió resultar barato.
En el ámbito vocal debe destacarse, en primer lugar, al barítono polaco Artur Ruciński, quien encarnó a la perfección al malvadísimo Francesco. No sólo como cantante, también como actor. La voz, con importantes exigencias dramáticas, se plegaba como un guante al perfil del personaje: potente, sin un gramo de dulzura, llena –con intención- de aristas, voluntariamente poco agradable. Fue también Ruciński quien se encargó del rol cuando esta producción se hizo en el San Carlo (2013) y, al año siguiente, en La Fenice.
En un papel mucho más breve, y como todos los de esta ópera, sin demasiadas entretelas, estuvo Michele Pertusi (Massimiliano), derrochando la nobleza que de él se espera, y sufriendo las barrabasadas y desvaríos de su prole. La voz, preciosa, brilló como una joyita en el escenario.
Como Amalia estuvo Roberta Mantegna, defendiendo un rol concebido por Verdi para una soprano coloratura (en concreto, para Jenny Lind). De voz joven y grata, las agilidades se hicieron bien, aunque el agudo sonara algo chillón. Mantegna está frecuentando ahora también un tipo de repertorio más pesado (Aida, Leonora...), y quizá ello pueda menguar, de alguna manera, su fluidez para la coloratura. En los dúos y números de conjunto –preciosos todos en esta ópera- se ajustó bien e hizo relucir su instrumento, aunque hubieran sido deseables, y no sólo por su parte, algunos matices más en el fraseo y la dinámica. Fue casi inevitable recordar la grabación de Caballé con Bergonzi (1975), que tanto significó para sacar a I masnadieri del olvido.
Stefano Secco hizo un Carlo de voz bien timbrada y doliente, como corresponde, pero le faltó robustez, y la afinación pareció algo errática en la franja aguda. Tiene encomendados pentagramas magníficos que defendió con empeño. Se trata de un personaje difícil y poco agradecido, por sus impredecibles reacciones. Ya se ha mencionado antes la más sorprendente, situada, para más inri, al final de la obra: matar a Amalia sin que hubiera antes ningún signo que anunciara tal intención. La mayor parte del público, que no conocía esta ópera, se quedó totalmente de piedra.
En papeles menos destacados, cumplieron a la perfección Bum Joo Lee (Arminio), Gabriele Sagona (Moser) y Mark Serdiuk (Rolla).
La dirección de Roberto Abbado al frente de la orquesta del recinto consiguió mantener un cierto grado de tensión dramática que obvió un poco lo deslavazado del libreto. Buscó tempos impetuosos en permanente contraste con pasajes de corte íntimo, aunque no hubo mucho espacio para las sutilezas y exquisiteces sonoras (obertura aparte). Se trabajó, sin embargo, tratando de hacer creíble la historia. El esfuerzo fue premiado por el público con los mayores aplausos de la noche para orquesta y batuta. También fueron muy aplaudidos el coro y su director, Francesc Perales. En primer lugar, por su magnífica actuación. Y, en segundo, porque la gente ya se ha enterado de que, por enésima vez, peligra su existencia. Al menos, tal como lo conocemos.
En treinta años, nadie ha conseguido –ni consigue- regularizar la situación administrativa del único coro profesional que tenemos en València. Y que funciona, por otra parte, como un pilar básico de la ópera valenciana.
Esto sí que es un drama.